VALÈNCIA. Acabó hace unos días la quinta temporada de The good fight y volvió a demostrar, no solo su calidad, también su singularidad: no se parece a ninguna otra. La creatividad de Robert y Michelle King, sus creadores, parece no tener fin, ni tampoco sus ganas de hacernos pensar y sentir incómodos con los grandes desafíos políticos, sociales y culturales del presente. Se meten en todos los charcos y sus incursiones nunca son banales, sea el #MeToo, el Black Lives Matter, la pandemia, las fake news, la corrupción de la política y la justicia, los límites del derecho y la ética, la desigualdad, etc. Todo eso y mucho más, tratado con inteligencia, ironía y profundidad en una serie de apariencia clásica, como el vestuario de Diane, pero de espíritu profundamente gamberro y provocador, a veces casi punk. No hay quien dé más.
Su fabulosa cabecera, que aparece en cualquier momento del capítulo no deja lugar a dudas. Varios objetos (bolsos de lujo, ordenadores, juegos de té, muebles, teléfonos, botellas de vino, etc.) estallan rítmicamente siguiendo la melodía de ecos barrocos compuesta por David Buckley, en un arrebatador crescendo. No me crean a mí y disfruten de su efecto extrañamente liberador y catártico.
Es hipnótica ¿verdad? Recoge, a la vez, el tono de la serie y el sentir de los tiempos presentes. ¿Cómo plantear esa buena lucha del título cuando todo parece a punto de explotar? Lo cierto es que la frase, la buena lucha, parecía pintiparada tras el mazazo que supuso el triunfo de Trump: ¿cómo se lucha contra algo así? ¿Cómo nos organizamos? ¿Es posible que la lucha sea buena o hay que utilizar las herramientas del enemigo y dejar los escrúpulos a un lado? Algunas de estas cuestiones ponían a los personajes y a los espectadores, en temporadas anteriores, en lugares bien incómodos, sobre todo cuando la impotencia llegaba al máximo ante el desparpajo con que Trump y sus secuaces se saltaban leyes, derechos y sentido común. Lo cierto es que no ha habido serie más anti Trump que esta.
Todo ello ha dado lugar a tramas verdaderamente sorprendentes y a un grado de provocación inesperado, como aquel inolvidable capítulo de la cuarta temporada que sucedía en una realidad alternativa en la que, al no ganar Trump y sí Hillary Clinton, no existía el #MeToo y, por lo tanto, nada había cambiado en el terreno de la violencia sexual y su consideración social. Fuertecito, sí. Mucho que pensar.
En esta línea, ahora que de verdad ya no está Trump, el estupor, sin embargo, continúa. Porque puede que no sea ya el inquilino de la Casa Blanca, pero desde luego su huella y su legado están en todas partes. Y sus seguidores. Motivos para el desconcierto hay, entre la pandemia, el asalto al Capitolio, el racismo y los ataques a la población negra, cuestiones que han centrado esta última temporada.
Como los King nunca evitan un debate incómodo, uno de los temas principales de la temporada ha sido la convivencia entre las luchas de género y las raciales. La muy blanca y aristocrática Diane es una de las socias principales de un bufete negro y, aunque esto ya se insinuaba en temporadas anteriores, ahora esa incongruencia salta al primer plano, porque ya no se puede mirar a otro lado tras todos los ataques racistas y la violencia contra la población negra de los últimos tiempos. Y es que no es lo mismo la lucha feminista de una mujer blanca que la de una mujer negra, ni el privilegio de una y otra, por muy jefas del bufete que sean ambas. Por supuesto, no esperen un debate maniqueo ni fácil respecto a estas intersecciones de raza y género, no sería The good fight en ese caso.
Otro gran tema de la serie, quizá el tema principal, es la impunidad. Una parte tiene que ver con el tipo de clientes que el próspero bufete de las muy feministas y progresistas Reddick-Lockhart acepta: multimillonarios con fortunas de dudosa procedencia, mafiosos, asesinos, narcotraficantes. Pero, además, la impunidad centra una de las principales, y más arriesgadas, tramas de la temporada.
Su protagonista es un ciudadano, interpretado por el gran Mandy Patinkin, que decide erigirse en juez y crear un tribunal propio en los almacenes de una copistería para impartir una justicia real que los tribunales no están ejerciendo, sometidos a intereses políticos y económicos y a una burocracia que imposibilita el acceso de quien no tiene medios y permite que los poderosos, con un tiempo y unos recursos que la población trabajadora no posee, puedan demorar el resultado de un juicio durante años. A pesar de lo pintoresco de este tribunal, que ofrece momentos impagables, merced a ese humor retorcido y grotesco marca de la casa King, el debate acerca del estado de la justicia y del alcance de los derechos es muy profundo y nada simple.
La sensación de caos con la que los personajes intentan lidiar y que la serie transmite de forma muy eficaz, jugando muchas veces con lo inverosímil, ha sido más grande que nunca. Y conforme avanza la temporada la sensación es cada vez mayor, hasta un final verdaderamente confuso, que a ratos parece una parodia y a ratos un vodevil, en el que se dan cita el falso juez, un grupo de supremacistas pirados, un remedo chusco del ya muy chusco asalto al Capitolio, un asesino traficante de drogas y Diane y Liz, las protagonistas maravillosamente interpretadas por Christine Baranski y Audra McDonald, intentando poner orden en el caos. Sin embargo, parece que ni el sentido común ni la inteligencia puedan imponerse al ruido y la furia. Lo cierto es que el final, toda la temporada, en realidad, deja un regusto amargo, como de impotencia y fatalidad. Por el camino ha habido de todo: drama, comedia, farsa, denuncia, parodia, compromiso... Imposible no amar esta serie única e impredecible.
Fue una serie británica de humor corrosivo y sin tabúes, se hablaba de sexo abiertamente y presentaba a unos personajes que no podían con la vida en plena crisis de los cuarenta. Lo gracioso es que diez años después sigue siendo perfectamente válida, porque las cosas no es que no hayan cambiado mucho, es que seguramente han empeorado