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grand place / OPINIÓN

1984 (Nineteen Eighty-Four)

16/05/2017 - 

El novio de mi amiga María José, Pascual, es ingeniero de telecomunicaciones. Me decía ayer en medio de un banquete que estamos en “sus” manos. ¿En las de quién? En las de cualquiera con unos mínimos conocimientos de informática y uno más mínimos escrúpulos. El último ciberataque mundial, el “ransomeware”, sigue actuando tras haber dejado 200.000 víctimas en todo el mundo el pasado viernes. La cifra no sería escandalosa si no fuera porque las afectadas han sido grandes y estratégicas empresas, desde entidades financieras a hospitales públicos o compañías telefónicas.

La Unión Europea se ha armado con Reglamentos, Directivas y otros instrumentos normativos que se canalizan a través de Europol con el fin de luchar contra el terrorismo y el crimen organizado, también a través de la red. En su último informe, denominado 2016 Internet Organised Crime Threat Assessment (IOCTA), algunos Estados miembros de la Unión confirman que su registro de delitos cibernéticos supera los relacionados con delitos tradicionales. “Buena parte de culpa también la tienen las empresas y los ciudadanos, dotados en general con normas pobres de seguridad digital”, alerta -nos acusa- el documento.

Nadie me quita de la cabeza que la caída diez días antes de Whatsapp en medio mundo no tiene nada que ver con esto y, sobre todo, con la defunción de mi móvil. “Ha muerto”, me dijeron sin compasión en la tienda, mientras se me quedaba cara de pez. ¿Saben lo que eso significa? Que pierdes todos tus datos, excepto que los hayas guardado en la nube. Bueno, pues la que estaba en la nube era yo, porque no guardé copia desde hace un año… ¡porque no me daba mucha confianza!

¿Adónde se han ido ahora mis recuerdos? Como trovaba Silvio Rodríguez, ¿Adónde van? “¿Adónde van las palabras que no se quedaron? ¿adónde van las miradas que un día partieron? ¿acaso flotan eternas, como prisioneras de un ventarrón? ¿o se acurrucan, entre las rendijas, buscando calor? ¿acaso ruedan sobre los cristales, cual gotas de lluvia que quieren pasar? ¿acaso nunca vuelven a ser algo? ¿acaso se van? ¿y a dónde van? ¿adónde van?”. En memoria de mi iPhone…

Así que, lo guardes o lo pierdas, es verdad, estamos en sus manos. George Orwell no lo contó mejor en su novela futurista 1984, donde describía allá por 1949 un mundo ideal donde el ser humano estaría controlado y vigilado por el Gran Hermano, predestinado desde el momento de su nacimiento a ser una parte inalterable de la cadena de producción. Orwell ni siquiera imaginó que un pequeño aparato de bolsillo te diría a qué persona tienes cerca con intereses comunes y gustos parecidos con la que poder hablar, intimar e incluso casarte. Pero, es que, además con el aparatito que llevamos en el bolsillo podemos subir al autobús, comprar viajes, vender zapatos, enviar dinero a Honolulú, hacer un regalo, enviar un beso, mirar una flor… Y escuchar música, ver nueva serie favorita, hacer deporte con un entrenador personal… Las posibilidades son infinitas, tantas como las que te ofrece la vida. En definitiva, se puede vivir, amar… e incluso morir. ¡Ah, bueno! También se puede llamar por teléfono…

Por su supuesto, evito citar aquí la letanía de avisos de tiendas, restaurantes, gimnasios o cualquier otro producto de consumo por cuya esquina pasemos. Porque nosotros somos el consumible. Ya me lo decía mi madre, “cuando algo es gratis, el producto eres tú”.

Es más, de vuelta con el virus, no las tenía todas conmigo sobre las posibilidades de que este artículo viera la luz después del fin de semana, dada la alarma dada por Europol de que el lunes se podría activar de nuevo el virus, cuando se pusieran en marcha de nuevo todos los ordenadores. Como mi generación no es nativa digital y sabemos buscarnos la vida de forma analógica, me planteé que tal vez tendría que volver a los orígenes.

Y recordé cuando comencé en esta profesión como corresponsal de mi pueblo. Escribía con una “máquina de escribir Olivetti” -pongo el nombre entero para que las nuevas generaciones sepan lo que es “una Olivetti”, con papel de carbón para calcar una copia. Como no existía el Fax —para las nuevas generaciones: transmisión telefónica de material escaneado e impreso (tanto texto como imágenes)—, llamaba por teléfono al periódico para avisar a que hora llegaría mi artículo, ¡porque llegaba en autobús! En la estación de autobuses, esperaba un taxista que, previamente, había sido enviado por el periódico, recogía el sobre con mi texto, tras abonar el precio del billete de pasajero, y lo llevaba a la redacción. Porque, claro, tampoco existía ninguna compañía de mensajería rápida en aquel entonces, ¡en la noche de los tiempos…! Pero llegaba. Como para pensar en que un dron te deje el correo sobre el alféizar de la ventana… 

Creo que tiré a la basura hace años la máquina de escribir eléctrica —como los recuerdos de mi móvil—. Sólo guardo  la Olivetti como recuerdo familiar, que tiene cien años y que era del tío de mi madre —el maestro de escuela que encerraron en prisión tras la guerra por haber sido piloto del ejercito de la República—. Aunque la tinta de la cinta está seca… ¿Eh? Los más jóvenes, ¿saben de qué les hablo? Bueno, dejemos la ciencia ficción para otro día y volvamos al mundo real. Es lunes y he podido abrir mi ordenador. No obstante, Europol advierte de que el virus no ha sido combatido por completo y ésta es otra guerra que se está lidiando en la deep web, la internet profunda, donde se esconden todos los demonios del averno… y el disco duro de mi teléfono. ¡Glups! 

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