VALENCIA. Tal vez sea de esos ciudadanos que superó las navidades con el problema de conciencia de todos los años. Se hartó de comer sin control, y con la ola de frío, el sofá tan acogedor y la oferta de Netflix llena de títulos apetecibles, redujo el ejercicio físico al máximo. Tal vez sea de los que volvió al trabajo con más tareas acumuladas que el año anterior, lo que le forzó a hacer más horas de sedentarismo de las recomendables. Cuando se ha querido dar cuenta la báscula ha dado la voz de alarma: cinco kilos de más, estrés galopante y problemas de sueño. Pero todo tiene solución. Si todavía no ha probado el universo de las aplicaciones de salud y bienestar, las herramientas digitales que ayudan a establecer rutinas saludables, les ofrezco mi breve experiencia, por momentos útil y otras veces aterradora. Estos fueron mis 21 días conviviendo con las aplicaciones mHealth o salud móvil.
La primera jornada ajusto todas las herramientas. Primero adquiero una pulsera de medición de mi actividad y la sincronizo con una de las múltiples aplicaciones disponibles que cuentan las calorías que ingiero. A partir de este momento, cada comida que realizo, la analizo gracias a la aplicación con el siguiente objetivo: no superar las 1.500 calorías. La herramienta me ofrece en todo momento un desglose, de manera que me ayuda a recordar mi consumo de carbohidratos, proteínas, fibra y grasas. Mi vida empieza a ser como en un monasterio benedictino.
Una vez que la pulsera de actividad está situada en mi muñeca, no me deja ni un minuto. Además de recordarme que debo caminar 10.000 pasos diariamente, cada hora vibra para avisarme que debo ponerme en movimiento durante cinco minutos, esté donde esté. Si me pilla delante del ordenador, lo más habitual, no supone demasiado problema. La gente próxima no dice ni palabra sobre mi posible salud mental cuando me ven dar vueltas en círculo sobre mí misma por la habitación, cuan preso de Picassent. Más difícil es la maniobra en otras circunstancias: subida en el autobús o en el cuarto de baño. Ahí directamente fallo en mis objetivos. Y en consecuencia, me reconcome la conciencia todo el día. Porque estas endiabladas aplicaciones le torturan a uno. “Ya estropeé el día. Soy una fracasada absoluta”. Por suerte, el suplicio se interrumpe cuando las aplicaciones se ponen a cero con un nuevo día y me dan otra oportunidad: “Recuerda, cada hora debes moverte cinco minutos. Si no, eres el ciudadano más despreciable de toda València, por encima de los conductores de patinetes que van por las aceras, de los que aparcan en doble fila en la calle Reino de València o del señor Zaplana”.
No debo olvidarme la tercera aplicación fundamental: la que mide la calidad del sueño. De nuevo existen diversas marcas, allá cada cual su preferida. Para su correcta utilización sitúo cada noche mi móvil bajo la almohada. De esta manera la aplicación escuchará los ritmos de mi respiración, esté durmiendo o… haciendo otras cosas. Al día siguiente me da el informe completo. Si me he despertado en el ciclo apropiado o si no he descansado bien. Desde entonces, dedico los primeros minutos del día a analizar cómo he dormido o qué diantres pasó ayer noche. La mejor mañana es la del fin de semana, porque los resultados negativos me dan la excusa perfecta para volverme a dormir. “Zzzzz…”. Una hora después la herramienta infernal me da la brasa de nuevo para indicarme que debo caminar. “Hoy me lo salto. Se acabó”.
Tras la primera semana, pese al pecadito del domingo, las mejoras son evidentes. He bajado un kilo, duermo mucho mejor, siento menos estrés y me he acostumbrado a apuntarlo todo. Eso sí, ahora me he vuelto de ese tipo de personas maleducadas que está comiendo con un amigo mientras escribe cosas en su móvil sin escuchar apenas al otro. “Perdona, es que tengo que apuntar las comidas. Y todavía me falta beber un vaso de agua. Enseguida acabo. Ups, ahora debo moverme, ¡Vuelvo enseguida!”.
Llego a la segunda semana triunfante, con otro kilo menos, pletórica de salud y dos amigos menos. Me pongo a investigar casos innovadores o polémicos del mHealth. Lo más común es encontrarme con las polémicas sobre el uso de los datos que estoy aportando gracias a estas herramientas. Soy consciente que a la vez somos conejillos de indias, que todo esto formará parte de futuros estudios de medicina, asunto al que no pongo problema alguno porque si en un futuro salvan vidas, bienvenido sea.
Si nos ponemos en plan Black Mirror, el relato puede ser algo más aterrador: algunos de estos relojes están patrocinados por compañías de seguros que podrían monitorizar así los hábitos de sus asegurados. ¿Qué no te mueves del sofá y te atiborras a bebidas azucaradas? Es probable que entonces tu compañía de seguros te tenga en la lista negra de clientes a no renovar la póliza de salud o el seguro de vida. Por fortuna el problema se resuelve solo, porque la lógica me lleva a pensar que si eres ese tipo de persona que no está interesada en hacer ejercicio, no se te ocurriría ni de lejos ponerte este reloj castrador. Conflicto solucionado.
Luego están las utilidades colaterales. Estados Unidos, siempre a la última en cuestiones de crímenes, ya ha resuelto algún que otro caso gracias al rastreo del reloj de actividad. Es el caso de Karen Navarra, una mujer encontrada muerta en su domicilio en un aparente caso de suicidio. La policía pudo acusar a su padrastro, Anthony Aiello, al comprobar la actividad física de su reloj de actividad en el momento de su muerte. El hombre aseguró que había pasado a verla un momento para llevarle una pizza y luego se marchó. Su reloj, sin embargo, mostraba cómo su ritmo cardíaco se disparó durante la visita.
Más curioso es el caso de la aplicación de fitness Strava. Gracias a los datos de sus usuarios, la innovadora compañía tuvo la brillante idea de publicar un mapa global de calor a tiempo real donde mostraban las rutas más frecuentes de sus usuarios cuando hacen ejercicio. ¿Resultado? Geolocalizaron bases militares secretas norteamericanas en países como Afganistán o Siria, gracias a la intensa actividad de los soldados desplegados que en sus ratos libres salían a correr. El ISIS dando palmas de alegría.
Finalmente encuentro submundos aún más disparatados. Existe un colectivo llamado unfitbits (unfitbits.com) que propone soluciones para engañar a la pulsera. Agarrarla a un metrónomo, a la rueda de tu coche o a una taladradora como solución para monitorizar grandes distancias realizadas mientras no te mueves del ordenador. Estos terroristas de la salud tienen un buen número de fans por todo el mundo.
Rastreando por los bajos fondos encuentro un grupo de descerebrados que cuentan en los foros de Reddit cómo controlan su ritmo cardiaco con estas pulseras mientras se drogan. Se meten una raya de cocaína y comprueban su ritmo cardíaco, generándoles así una falsa creencia de estar controlando la situación.
Finalizo la tercera semana aislada socialmente. Mi única vida es mi reloj, lo que como, lo que bebo y lo que camino. He perdido tres kilos y duermo 9 horas, eso sí, pero me aburro. He decido alternar alguna cervecilla sin que lo sepa la aplicación, y luego ya compensaremos. No me cabe ninguna duda de que lo vivido me ha servido de mucho. Depende de mí cuidarme, con o sin aplicaciones de la salud.