VALÈNCIA. Casi todos sabemos dónde estábamos y qué hacíamos durante la tarde del 11 de septiembre de 2001. También recordaremos a qué dedicábamos nuestro tiempo el 14 de marzo de este año, cuando estábamos a punto de vernos —por primera vez en nuestra vida, lo nunca visto en un siglo— confinados a causa de una pandemia. Pero también hay toda una quinta de valencianos (y españoles), aquellos que ya habían oído hablar de una Generación X en la que fueron encasillados pero nunca imaginaron que luego llegaría una cosa llamada millennials y luego una Generación Z, que guardamos un recuerdo vívido del día y la hora en la que supimos que podríamos disfrutar de un gran festival de música indie a tiro de piedra, a imagen y semejanza de los que se estilaban en esos paraísos soñados que eran las campiñas inglesas de Reading o Glastonbury a principios de los noventa.
Hoy en día, cuando los grandes festivales son una de las principales industrias del ocio en la Comunitat Valenciana, un reclamo turístico tan de primera magnitud que goza desde hace años del apoyo decidido de la Agència Valenciana de Turisme y una marca autonómica, puede sonar a ciencia ficción (o a pura arqueología) que hace un cuarto de siglo esto fuera un completo erial. Pero así era. Tal cual. Un páramo. Y la ironía del destino ha querido que, justo en un verano tan insólitamente yermo como este, con todas las grandes citas aplazadas a un año vista, el desolador silencio del verano de 2020 coincida con los 25 años de la primera edición del festival que lo cambió todo no solo en nuestra tierra, sino en toda España: el Festival Internacional de Benicàssim. El modelo a seguir por decenas, quizá cientos, de festivales. Pequeños y grandes.