Desde 2007, el restaurante Dolium, situado fuera de los núcleos de la ciudad que concentran los negocios hosteleros, es refugio de esa hostelería clásica que poco a poco pierde cuota de mercado cuando no debería ser así
VALÈNCIA. «Yo mi tiempo prefiero dedicárselo a mi familia. Por eso quizá mi persona no es muy conocida». Juan Antonio Melgar no es un rostro frecuente de los saraos gastronómicos y eventos hosteleros. El propietario del restaurante Dolium, situado en una de las zonas en las que la ciudad decrece y deja paso a la huerta y al mar, es un hombre de habla serena y cercana. Un hombre que encarna los valores de una hostelería de raíz, raíz que, visto lo visto, se está secando en esta ciudad.
Olga Briasco dijo muy acertadamente sobre Dolium que «cuando la vanguardia te sobrepasa y crees que vives en tiempos de zozobra, hay que regresar a los clásicos y colocarte, a modo de salvavidas, la servilleta de lino sobre las piernas. Dolium es ese remanso de paz en tiempos de postureos y milongas y, Juan Antonio Melgar y su equipo, los responsables de que su casa siga inalterable —para bien— a las tendencias y modas pasajeras. Excelencia en estado puro desde 2007».
«Mi vida como tal empieza a los dieciséis años. Soy de un pueblecito, una pedanía de Murcia ubicada en la Vega del Segura. Prácticamente me he criado en la huerta; pasé mi niñez en Los Ramos. A los catorce años terminé la escuela, y me tenía que poner a trabajar porque mis padres no podían ayudarme. Eran agricultores, los dos trabajaban. Empecé a trabajar en la huerta, prácticamente de chaval, y con el tiempo pasé a un almacén. Algunas personas de allí se iban a Benidorm a hacer la temporada, me lo dijeron y con dieciséis años fui un verano. Fue en junio del 72, cuando Benidorm estaba arrancando. Decidí quedarme. No es que la huerta para mí fuera demasiado dura, pero el hecho de salir del pueblo e ir a Benidorm fue una aventura; de lo mejor que me ha pasado en esta vida».
Melgar pasó por varios hoteles y sus correspondientes equipos, picoteando aprendizajes de aquí y de allá hasta que en 1973 se mudó a Calpe. «Me salió trabajo en Calpe cuando era un pueblecito. Fue cuando empecé del todo porque Benidorm era una etapa de transición, no era la hostelería profunda que quería. Cuando llegué a Calpe entendí el oficio. En el gran hotel al que fui estaba Pedro Pérez, el maître, al que considero un gran maestro mío. Nos enseñó bastante, era una persona que había estado en el extranjero. Trajo hostelería de la buena».
* Lea el artículo íntegramente en el número 93 (julio 2022) de la revista Plaza