Antoni Miró no se merece el trato dispensado por los duros de mollera. Su exposición es una máquina expendedora de fake news de los que no aceptan ni reconocen tres años después que València sea dirigida democráticamente por un catalán de nacimiento. La polémica exposición de La Marina se suma al extenso catálogo de despropósitos atribuidos al alcalde Joan Ribó y su equipo de gobierno, desde que tomó la vara de mando de la ciudad. El resultado de aquellas elecciones fue un claro sorpasso a la dura mollera de algunos. Miró es un daño colateral. Sus esculturas han desplazado al monopatín hasta La Marina del puerto. Miró, mirado con una lupa cortoplacista está condenado al fuego eterno por su blasfemia cultural, al de Alcoi le han impuesto la malsonante condena de la nacionalidad catalana. Si el motivo de este nuevo affaire es de calado político puedo llegar a entenderlo, si por el contrario es de razonamiento ético, disipará todas sus dudas morales deteniéndose unos minutos en el artículo publicado en este diario por Carlos Garsán. El artículo de Garsán es periodismo de calidad. En su escrito esgrime un razonamiento sólido con respuestas a sus preguntas sobre si es ética o no la exposición de Miró.
En una reciente entrevista tras su paso por España el historiador israelí Yuval Noah Harari decía que “la atención se capta mediante los titulares sensacionalistas, en esta batalla por la atención hay pocos incentivos para salvaguardar la verdad, en realidad, tú no eres en absoluto el consumidor sino el producto”. Miró es el foco de atención de un producto que bien definía Azorín en un capítulo de su libro València, "Escalante es la contestación más adecuada a los que ven en València la superficie y no el fondo".
A pocos días de la celebración del Nou de d’ Octubre, ciertos sectores ultra conservadores están balcanizando con mensajes la próxima jornada festiva. La situación es preocupante, teniendo que intervenir el Ministerio del Interior aumentando las dotaciones policiales para blindar el centro de la ciudad por un ejército de antidisturbios. Las dos Valèncias deben poner fin al conflicto de los símbolos identitarios. El Nou d’ Octubre es un día de respeto a las tradiciones de la Comunitat. Sirve también de jornada de reivindicaciones al gobierno de los 85 diputados con un claro manifiesto de que España deje de ser radial, avance en el futuro Corredor del Mediterráneo, supere el pasado y dé un paso adelante para que la ciudad no vuelva a sufrir en sus propias carnes los daños colaterales de la entelequia independentista del 1-0. No quiero sufrir otra reedición de la Batalla de València, no me interesa en absoluto volver a releer doctrinas dominicales de otra posible pluma evangelizadora -María Consuelo Reyna- , ni tesis de carácter localista de un ilusionista simétrico a Joan Fuster.
Volvamos al fondo de la noticia a través de la superficie viaria, desplacémonos en bus, coche, bici o monopatín, cambiemos de emplazamiento, puerto por ensanche y llegaremos a nuestro destino, la calle Colón esquina con Jorge Juan. Allí nos encontraremos una estructura metálica sobre una base de cemento circular que sirve a turistas de estacionamiento, a clientes de parada de carga y descarga o de atalaya a fotógrafos con el único fin de captar con el objetivo de sus cámaras la mejor instantánea de las airadas protestas de los más desfavorecidos davant la oficina del Delegado del Gobierno. Andreu Alfaro se merecía algo más.
El espacio decidido por Patrimonio para la escultura es una especie de balconet, impersonal y carente de intimidad. Por mucho que le dé vueltas no le encuentro ninguna lógica, a no ser que salga de una posible imposición de la marca donante de la escultura que cuenta con un establecimiento comercial ubicado a pocos metros de ella. La escultura de Alfaro acabará mutilada a falta del grafitero de turno que quiera darle su toque artístico. Por no decir que se encuentra arrimada a un monumental edificio de un imperio de la moda, restándole visibilidad en un enclave que todo gira en torno a la vida comercial, con un claro guiño a unos grandes almacenes. Pensándolo bien, no es un despropósito, pero sí una ocurrencia de la Concejalía de Patrimonio, y está vez la culpa no es originaria de la movilidad de Giuseppe Grezzi. Cada vez que paso a la altura de la escultura sigo donant-li voltes a su ubicación, pienso que no se puede vestir tan mal València. Espero con gran expectación el nuevo relato de los alguaciles del bien, tras la próxima visita a al Cap i Casal del polémico fotógrafo Spencer Tunick para desnudar la ciudad. Estoy seguro de que le encontrarán conexiones con el soberanismo catalán. La polémica está servida.