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BITÁCORA DE UN MUNDO REINVENTADO / OPINIÓN

Andenes, animales enfermos y un señor vestido de bisonte

14/01/2022 - 

El mundo mengua otra vez. Ya no hay distancias, ni banda sonora en ningún andén. El cielo vuelve a ser una colmena vibrante y en la estación del AVE, donde despedimos a mi hijo, compruebo que Atocha parece otra vez un barrio periférico de València. Las despedidas son descafeinadas porque la alta velocidad nos lo devuelve enseguida y charlaremos por videollamada. El mundo pierde otra vez la talla, tanto que nos cabe en el puño, quizá por eso se rompa para siempre, ¿qué hacemos con un planeta que se nos antoja una pelota de tenis? Los hombres antiguos no lo empequeñecieron en sus retinas, no les salía en el logo de la Universal cada vez que empezaban una peli. Con la pandemia agonizante los viajes vuelven y la fantasía de Willy Fogg también. Mi hijo desaparece hacia su vagón y, hasta la perra, que memoriza enseguida los rituales, ha entendido este punto y calla. Apenas se excita al despedir a su amo salvo en el último momento, cuando lo ve dejar la manada para perderse detrás del arco de seguridad. Ya ni siquiera aguantamos la respiración hasta comprobar que un guardia civil lo deje pasar: ya no hay tal cosa. La cosa se llamaba cierre perimetral.

¿Qué significa esta solícita obediencia del territorio? He visto la imagen del globo en el Google Earth y se me ha encogido el estómago (recomiendo las simulaciones 3 D de Londres y Shangai con calentamiento global a 2 y a 4 grados). El programa es la delicia del voyeur, la delicia del Gran Hermano columpiándose entre la escala 1:50 mil y la escala 1:5 millones con un cómodo toque de ratón. Millones de hectáreas comprimidas en unos cuantos píxeles. Me resisto a pensar que esta fantasía no haya creado monstruos. Me resisto a admitir que somos esos monstros. Hasta las maletas, a las que les salieron ruedas hace décadas, trabajan para la ilusión de facilidad. Transponerse está chupado. Todas las máquinas que el Homo Sapiens ha creado se presentan obedientes en este punto, deben ahorrarnos el sudor, nos eximen del fastidio del espacio y del tiempo.

Pienso en todo ello mientras mi cafetera ronronea antes de escupir mi ristretto. Soy su diosa, sólo me ha pedido que apriete un botón. Prefiero mi vieja cafetera de cuatro tazas pero estoy tan vaga que elijo el café en cápsulas. La cuesta de enero es así, remoloneo y latencia. En la voluntad. En los bolsillos. Dedico más tiempo del preciso para elegir un sabor entre los tubos de café, lo inserto, agoto la energía que me queda en sellar el compartimento con un golpe seco. Me pregunto si ese es nuestro pecado original. En nuestro país de privilegio, todo se nos ofrece fácil, satinado, disponible. Una falsa magia que nos hemos creído y poco a poco se va diluyendo. Ya cunde la promoción del consumo local, del gasto insostenible que acarrea el algodón de una camiseta, del CO2 que llega a emitir una granja masiva con diez mil cabezas. Incluso preferimos el acúmulo de experiencias al acúmulo de objetos. Pero aún costará mucho abandonar el confort que nos hace sentir dioses paganos. Cuando empecemos a vacilar frente a las bandejas de ternera en el súper, quizá ya sea demasiado tarde.  

Si tuviéramos que inventar toda una pedagogía sobre el valor de las cosas, ¿cómo lo haríamos? No tengo ni idea de cómo se desanda el progreso, ¿mandaríamos a nuestros hijos con un bidón vacío hasta un pozo? ¿Iríamos nosotras a frotar a un lavadero aunque fuera una vez al mes? Quizá yo debería escribir estas líneas con una Olivetti de teclado duro como el cuero y escribir en la cabeza antes de urdir un sujeto y un predicado, pensar muy bien cada frase para no empezar mil veces por el principio. Todo parece regalado en nuestra sociedad de la opulencia, todo prêt-à-porter, incluso los másters y los dones del experto. No sé si una cosa llevó a otra, pero lo más inquietante es lo que toca a nuestros derechos básicos: ¿surgieron de la nada?, ¿qué hicimos para merecerlos? Si todo, hasta el amor o la sanación mental, es mercancía, ¿también la libertad se podrá consumir y gastar?, ¿usar y tirar? Causa terror esta banalización tan grave que lo toca todo. Parece una loca caída hacia el vacío, una larga borrachera. El instinto de muerte activado a escala comunitaria. 

Hace un año del asalto al Capitolio y ya nadie olvida a ese señor con cuernos y pelo en pecho que brutalizaba el vestíbulo de la democracia norteamericana. Entre los republicanos que aún no condenan aquella feria del esperpento, se oyen palabras que suenan como balines: presos políticos, patria, libertad. Joe Biden se ha dedicado estos días a recordárnoslo. “La democracia no ocurre por casualidad”, decía el mes pasado en la Cumbre por la Democracia. En el encuentro, que reunió 110 países, la suya no puede presentarse ya como una superstar de las democracias, se cumplen doce meses del día en que su marcador se puso a cero. Sólo el 16 % de sus ciudadanos creen que su sistema político funciona, cifra que no es mucho más halagadora entre nosotros (según el Pew Research Center, el nuestro es el país del mundo con más personas insatisfechas).

Cunde también aquí esta carrera autodestructiva y el instinto de muerte, que describió Freud, parece dirigir nuestro espíritu abotargado de confort. Nietsche, cuyas intuiciones admiraba el psicoanalista vienés, ya le seguía el rastro a este tanatos que en el Capitolio cobró la cara de un bisonte. “El hombre ─escribía el filósofo─ ha osado, innovado, desafiado, afrontado el destino más que todos los demás animales juntos: él, el gran experimentador consigo mismo, el insatisfecho, insaciado…el siempre invicto todavía, el eternamente futuro, el que no encuentra ya reposo alguno ante su propia fuerza acosante, de modo que su futuro le roe implacablemente… ¿cómo este valiente y rico animal no iba a ser también… el más duradero y hondamente enfermo entre todos los animales enfermos?”

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