La falta de plataformas de relieve condena al ostracismo a las empresas valencianas de animación. La masiva fuga de talentos no disminuye y las empresas sobreviven reduciendo su perfil
VALÈNCIA.- En el mes de febrero en Londres se encontraron diecinueve españoles que estaban emigrados en la capital británica. Cenaron juntos, hablaron y se fotografiaron para sus redes sociales. La imagen llegó unos días después a los ordenadores de Keytoon, una pequeña productora valenciana ubicada en la avenida de los Tamarindos, enfrente del Hospital 9 de Octubre de València. Diez de los diecinueve jóvenes que se podía ver en la cena habían pasado por este pequeño estudio valenciano. Echaban de menos sus días en su ciudad y si pudieran regresarían, pero su destino está fuera, como el de la mayoría de los animadores españoles que, más tarde o más temprano, se tienen que plantear la dicotomía que cantaba The Clash: ¿Me quedo o me voy? Y la mayoría se va.
El último ha sido Samuel Ortí Martí, SAM. Nominado al Goya al mejor cortometraje de animación por su iconoclasta obra Vicenta, que llegó a entrar en la carrera por los Oscar, SAM ha optado también por irse y desde hace unos meses se ha afincado en Estados Unidos, explican los componentes de Keytoon. La sangría no cesa. Rara es la semana en la que un joven y prometedor animador no coge las maletas. La incapacidad de la industria audiovisual para crear un tejido sólido que permita la profesionalización a un nivel superior ha provocado que la animación se halle en una sempiterna fase incipiente. Es la eterna promesa. Y de ahí no pasa ni pasará.
Un ejemplo: «Sobre esta mesa estuvo el guión de Gru, mi villano favorito». La frase la dice Jonathan Cuevas. La mesa es la del despacho de reuniones de Keytoon. Junto a su hermano gemelo David, su socio David Lacruz y Eduardo Oliden, mantienen en pie este pequeño y animoso estudio que tiene serie propia, Calcetines, que se ha emitido en Alemania y que en breve se podrá ver en la nueva RTVV. «Nosotros no podíamos hacer una película como esa», apunta Lacruz. Porque ese es el problema de la animación valenciana, que tiene talento para alcanzar lo imposible (Gru recaudó 543 millones de euros en todo el mundo) pero no los medios (la producción se realizó en Francia y tuvo un presupuesto de 69 millones de euros).
«Sobrevivimos desde hace doce años básicamente porque no funcionamos con un solo cliente», explica David Cuevas. Animación para videojuegos, efectos especiales, Keytoon es un modelo de la capacidad de los profesionales valencianos, artesanos que se resisten a llamarse industria. «En España no la hay. Salvo Lightbox, que trabaja para Tele 5, el resto no se puede decir que lo sean», comentan en Keytoon.
Con una larga tradición de décadas y más de cinco Goyas en el zurrón, la larga lista de empresas valencianas de animación incluye nombres premiados como los de Hampa Studios (Álex Cervantes), Potens Plastianimation (Pablo Llorens)... Pese a su repercusión internacional no han podido crecer nunca como sus homólogas francesas. Crean obras, ganan premios con sus cortometrajes, pero muchas no pasan a la siguiente fase, al largo. Como mucho, se quedan en la serie. Es como si fueran capaces de diseñar Ferraris, Porsches y también Volkswagen Golf, pero no pudiesen fabricarlos. Y los que lo han intentado han salido escaldados, más tarde o más temprano.
Ese es el caso de Clay Animation, fundada por Javier Tostado, que se ha visto obligado a entrar en concurso de acreedores. La empresa no corre riesgo de desaparecer pero no ha encontrado a nadie que quiera apostar por ellos en un momento delicado y ha tenido que echar mano de esta herramienta legal. Teniendo en cuenta que Clay Kids ganó el premio Telly a la mejor serie de animación, cabría preguntarse qué galardones deberían lucir las producciones locales para que los inversionistas las apoyaran decididamente.
La abulia de los poderes económicos contrasta con la imagen internacional de los profesionales patrios. «Ser animador español es algo que da caché en el extranjero», explica Jonathan Cuevas. Como los diseñadores italianos, los animadores españoles están bien considerados por su creatividad. Es un cliché positivo al que sin embargo no se le puede sacar rédito. Sin un entramado financiero que les dé soporte, los productores españoles en general, y valencianos en particular, se ven obligados a funcionar en el corto plazo acudiendo, cuando las circunstancias lo permiten, a las ayudas que ofrecen instituciones como el Instituto Valenciano del Audiovisual o el ICAA. Pero por su dinámica no son la mejor vía de financiación ya que no adelantan el dinero como sí ocurre en otros países.
Raúl Díez: «¿Vas a comprar un producto, por muy bueno que sea, por muy bien que te hayan hablado de él, si no está exhibido?»
El nudo gordiano de la animación son los elevados costes de las producciones, que precisan de centenares de profesionales. A lo que hay que unir un enemigo interno: la invisibilidad provocada por el constante silencio de las televisiones públicas, cuando no el desprecio. «En Canal 9 se reían de nosotros», recuerda Jonathan Cuevas; «cuando llamábamos, a veces oíamos cómo decían: ‘ya están los pesados estos de Keytoon’. Ahora nuestra serie está en Japón y China», explica. «La compró la televisión pública alemana, supervisada por la gente de Barrio Sésamo porque se iba a emitir dentro del programa», apunta su hermano David. No fue aval suficiente para la antigua RTVV. Sí lo es para la nueva. En eso, al menos, las cosas han cambiado. Lo paradójico es que esta serie valenciana se podrá ver en valenciano después de que se haya exhibido en 34 países.
Cuando los productores españoles acuden a mercados internacionales con una serie de animación los compradores siempre preguntan cómo han funcionado las audiencias en el país de origen. Así se lo dijeron a la productora Nathalie Martínez, a quien un responsable de una major estadounidense le comentó que lo que buscaba era «la mejor serie de España». Pero esa casi se podría decir que no existe, porque la animación española por sistema no se ve en España, y la poca que se exhibe tiene difícil contar con buenas audiencias. Las producciones nacionales se programan en malas franjas horarias y cuentan con pocas reposiciones; detalles que, como es lógico, generan desconfianza en posibles compradores. La cosa empeora cuando pasan años sin que ni siquiera se emita, como sucedió con Clay Kids.
«La escalera normal de la relevancia tiene tres peldaños», explica Raúl Díez. Cerca de su estudio de Campanar relata esos tres peldaños uno a uno. «Primero tienes que alcanzar una notoriedad en tu entorno regional, autonómico. Tras ello debes alcanzar una relevancia nacional. Y es entonces cuando puedes dar el salto internacional», comenta. «¿Vas a comprar un producto, por muy bueno que sea, por muy bien que te hayan hablado de él, si no está en el supermercado, si no está exhibido?», se pregunta Díez.
Un estudio elaborado por el Observatorio Audiovisual Europeo ejemplifica con datos la ausencia de apoyo por parte de la cadena pública estatal TVE a la animación nacional, que se une al desinterés comercial de las televisiones privadas. El canal de Disney emite sus propias series, mientras que Boing emite las de su copropietario Cartoon Network. ¿Qué hace Clan? Emite muchas series de Nickelodeon pero muy pocas series nacionales. En 2016 el tiempo dedicado a la animación española rondaba el 4% del total de la parrilla, mientras que una única major estadounidense, Viacom, a la que pertenece Nickelodeon, gozó del 31% de horas de emisión, además de las mejores franjas del día.
El estudio sobre el sector titulado Focus on animation recoge otros detalles como que la cadena pública británica Cbeebies dedicó un 86% de su tiempo de emisión a animación inglesa, 82 puntos más que Clan. No es de extrañar. En general, en Reino Unido, cuna del liberalismo, siempre se ha mostrado una actitud más proteccionista con el sector audiovisual que en España. El Acta Gubernamental del Cine Británico, una de las primeras leyes de cuotas que exigía un mínimo de producción nacional en los cines, data de 1927. Al contrario que en España donde en aras de ese mismo liberalismo se multiplican las voces que son contrarias a las cuotas incluso hoy.
Pero no es por ideología. Las razones son meramente pecuniarias. Un elemento clave en esta distorsión es el hecho de que los productos creativos en general no tienen un tratamiento similar al de otras manufacturas. «Los productos audiovisuales y artísticos no pagan aranceles», advierte Raúl Díez. «No reciben el mismo tratamiento que cualquier otro producto». Esto provoca que sea más barato emitir producciones extranjeras, compradas a bajo precio, que productos nuevos. A ello se une el hecho de que las películas «se compran por lotes y la animación es un complemento», dice Díez. Con lo que una cadena se puede encontrar con material suficiente para completar una parrilla sin tener que hacer una prospección de mercado. Y esto perjudica a las empresas locales porque ni pueden exhibir sus productos, ni plantearse el paso siguiente, un merchandising sobre sus trabajos, fuente primordial de ingresos.
Jonathan Cuevas: «En Canal 9 se reían de nosotros. Llamábamos y les oíamos decir: "ya están los pesados de Keytoon"»
En función de esos hipotéticos beneficios, las cadenas se aprovechan. En algunas cadenas, explica David Lacruz, incluso en su día hubo quien les propuso a las productoras que le pagasen a la propia televisión por emitir sus series; algo así como si el dueño de un restaurante le propusiera a Coca Cola que, no solo le regalara las bebidas, sino que le pagara también por venderlas. Es publicidad para ellos, se justificaban; así podían difundir sus trabajos.
Abandonados a su suerte, los productores de animación valencianos se aferran a economías de guerra para poder sobrevivir ante un mercado hostil, unas leyes rígidas y un sistema financiero asfixiante; tres circunstancias que en lugar de fortalecerlos los debilitan.
La fragilidad de las empresas locales de animación tiene un paradigma en la que estaba llamada a ser el mascarón de proa del sector: Blue Dream España está en un proceso de desmembración que hace plantearse hasta qué punto estas empresas no son sino ídolos con pies de barro. «El que nuestros pies sean de barro», comenta Nathalie Martínez, una de las socias de la empresa, «depende mucho de las instituciones». Sentada en la cafetería Marconi del parque tecnológico de Paterna, junto a su socio el cineasta Maxi Valero, reflexiona sobre la falta de incentivos fiscales que está haciendo que haya una migración interna en España hacia las Islas Canarias. «Todo el mundo se está yendo allí porque con unos incentivos fiscales que llegan al 35%, es la única región que puede competir internacionalmente», dice. Y es que, como recuerda Valero, los incentivos fiscales para el cine están a la orden del día en todo el orbe occidental pero no en España.
Nathalie Martínez: «Todos se van a Canarias porque con sus incentivos fiscales es la única que puede competir internacionalmente»
Para corregir esta dinámica viciada se precisa de muchos cambios, dice Martínez, que afectan a prácticamente toda la sociedad. «Los bancos tienen que cambiar de actitud. En Canadá, al día siguiente de recibir una ayuda ya tienes a los bancos apoyándote. Aquí, entras a la oficina, les dices que tienes una ayuda y te miran con extrañeza. La mayoría de los banqueros no están formados, no entienden el sector, y no hay voluntad política de que lo comprendan. Videojuegos, animación, realidad virtual, hay muchas posibilidades de crecimiento que no estamos desarrollando. Vivimos muy pegados al sector turístico y al industrial, a fabricar cosas, pero no al tecnológico, y Francia nos está tomando la delantera», constata con pesar.
En este contexto, en un país con el 40% de paro juvenil, resulta comprensible que la emigración siga siendo la primera opción profesional para muchos jóvenes, cuando descubren que el techo de cristal es espeso como un muro de hormigón.
Con todo, ya hay gente que regresa. Ese es el caso de Oliden. Tras una estancia de dos años en Inglaterra, en Derby, se incorporó a Keytoon en sustitución de Álex Mateo. «Me tira mucho España», dice este cineasta madrileño afincado desde hace años en València. «Me apetecía hacer mi trabajo en mi país», añade.
Una actitud que, si se extiende, puede ser la única esperanza para que algún día regrese buena parte del talento que se ha marchado. Él así lo cree. «Cada vez que llega alguien que está fuera, se pone como loco. Si se dieran las condiciones adecuadas para trabajar en España, la gente se volvería», asegura.
*Este artículo se publicó originalmente en el número 30 de la revista Plaza