Cuando redacto estas líneas la atención mediática y política se encuentra monopolizada por el acuerdo entre PSOE y JUNTS: cuatro páginas que, junto al pacto con ERC, provocarán, a buen seguro, una agotadora multiplicación de opiniones y descalificaciones en los medios de comunicación y en la retórica pública. Una fuente de puntos de vista que, según afirman las hipérboles de algunos, dibujan una España que se rompe, -lo mismo que se decía ¡hace cerca de 120 años! cuando se discutía la Mancomunitat de las Diputaciones Provinciales de Catalunya-; o bien, para otros, una España que abandona los patrones de la Constitución y el Estado de Derecho cuando una y otro vienen perjudicados por el retraso de cinco años en la renovación del Consejo General del Poder Judicial, impedida por quienes ahora se sienten escuderos de la Carta Magna y de las esencias democráticas. Unos escuderos entre los que se sitúan los que escogen la parte de la Constitución que les conviene, rechazando explícitamente la que habla de las Comunidades Autónomas y la que establece un sistema fiscal progresivo en el que paguen más impuestos quienes dispongan de mayores rentas.
Triste país éste, en el que las pinturas negras de Goya regresan una y otra vez para recordarnos la escasa flexibilidad de algunos postulados políticos y la temeraria intención de dramatizarlos al máximo, como si el discurso de la confrontación fuera el único posible; como si el uso del diálogo fuera una muestra de debilidad; como si la democracia deliberativa, a la que se refería Habermas, basada en la superioridad de los argumentos esgrimidos por la razón, no cupiera en la práctica política española; como si las reglas de juego de la democracia representativa, basada en mayorías parlamentarias, fuera sólo apta a conveniencia de una parte del arco político y estuviera vedada para el resto. Paradójico país éste en el que quien se dirige a la Princesa de Asturias trasladándole la lealtad, afecto y respeto del gobierno tras su juramento de la Constitución, sea el mismo que recibe el atributo de traidor por parte de quienes, en ese momento, compartieron con él la aclamación a la heredera de la Corona.
Y, aun sintiéndome molesto por algunos aspectos de las negociaciones para la investidura e indignado por las formas de ciertos protagonistas del procés que han convertido en arrogancia e imprudencia lo que debería ser humildad y discreción, no puedo sino recoger el calificativo de traidor; hacerlo, recordando que fue Isaac Rabin quien lo utilizó cuando negociaba con su contraparte árabe para señalar que la paz en Oriente Próximo sólo tendría lugar cuando los partidarios de uno y otro lado lo empleasen contra sus propios negociadores. Así sucedió en Israel y las concesiones de entonces, a favor de la paz, tuvieron como pago el asesinato de Rabin a manos de uno de sus compatriotas: de uno de aquéllos que lo consideraban traidor por buscar en la cesión y el pacto la rectificación de pasados errores. Uno de aquéllos para los que conceder era retroceder y acordar era traicionar, cuando los humanos somos lo que somos gracias a que la inteligencia sobre las relaciones humanas nos ha aportado los conceptos de negociación, compromiso y trato. Sin ellos, seguiríamos en las cavernas.
Recordemos que fue en España donde se dijo, por sabios constitucionalistas, que la Carta Magna permitía la defensa de los postulados independentistas. Que la nuestra no es una Constitución dogmática que impida la reforma de parte de sus contenidos: toda ella es modificable y basta, para ello, seguir los procedimientos contemplados por la propia Constitución. Que, incluso en los peores momentos de dolor y plomo causados por ETA, existía consenso sobre la inclusión del mundo abertzale en el sistema democrático, con todas las garantías, si se cesaba en el uso de las armas y se sustituían éstas por la participación dialógica propiciada por las instituciones. Una generosidad que, en éste y otros asuntos, es propia de todo Estado que se considera fuerte: sólo desde esa fortaleza la cesión no es claudicación ni rendición, sino un paso hacia el que, siendo inicialmente adversario, se desea que se integre en un marco convivencial compartido. Y sí: integrar al independentismo catalán en la normalidad democrática forma parte de la construcción de ese marco. Un objetivo que, por el camino, si ha tenido un precio, ha sido el pagado por Junts y ERC: compárense sus resultados electorales en las dos últimas elecciones catalanas y generales con los que lograron anteriormente.
Por esa misma razón, -porque existen distintas formas de oxigenar el Estado sin viciar la pluralidad territorial-, es por lo que la creación del Estado Autonómico ha concedido al conjunto del territorio español un amplio catálogo de avances. De avances en la aproximación del poder a los ciudadanos; de disponibilidad de respuestas adecuadas a las singularidades de cada territorio; de reconocimiento de la importancia de lo local, en contraste con la ignorancia prepotente del centralismo; de amplia mejora de las condiciones sociales y económicas. Con muchos aciertos, y algunos errores, se ha consolidado la España que se reconoce en su pluralidad tanto como en aquello que comparte y la cohesiona. Sabemos, no obstante, que la Constitución no lo contempló todo porque sus redactores no eran omniscientes ni videntes. Sabemos que el paso del tiempo, la transformación interna de la sociedad y la imprevisión humana abocan sobre la realidad nuevos desafíos: lo vemos en el cambio climático, en los progresos y posibles amenazas de la revolución digital, en la intensificación de las desigualdades, en la aparición de pandemias mundiales.
De ese magma, cambiante en su fluidez, amplitud y velocidad de avance, forman parte los pueblos que habitan España. Forman parte las diversas formas de contemplar el país y las distintas maneras de entender el patriotismo: el patriotismo visceral y el patriotismo sosegado y empático; el patriotismo que se funde en unos pocos símbolos y el que necesita fundirse con las personas para sentirse vivo; el patriotismo chico y el patriotismo grande; el que se encierra en unas fronteras inamovibles y el que, como en el caso europeo, aspira a una integración superior de sus pueblos fundadores; el patriotismo egoísta y el que se abre a otras gentes aunque procedan de lejanos lugares; el patriotismo del país de nacimiento y el que contempla como más próximo el país de educación o trabajo; el patriotismo de nacionalidad y el patriotismo social…
Ante la potencia del pluralismo patriótico, -del propio concepto de patria y de sus implicaciones-, duele doblemente la radioactividad que ahora emana de la capital del Reino: ese espacio que ha adquirido, desde antiguo, la costumbre de fijar, urbi et orbe, lo que se debe pensar en el conjunto del país y más allá de éste. La pretensión de ser actor único de la ortodoxia, de lo que debe ser entendido como ejemplo de buen español, de españolidad, incluso de lo que merece considerarse gente de bien. No es nada nuevo, pero resulta insoportable que, una vez más, se pretenda fijar la opinión de 47 millones de personas haciendo abstracción de una realidad tan diversa como la que se manifiesta en ese complicado puzle de alegrías y cuitas, de orgullos y humildades, de grandes alturas y subsistentes mediocridades que sintetizan la realidad de España y de sus territorios.
Ante este tipo de pretensiones los ciudadanos de la Comunitat Valenciana tenemos el derecho y el deber de discutir y establecer nuestra propia posición. De hacerlo sin renuncias, pero con el diálogo, el conocimiento, el sentido común, la templanza y la prudencia como ingredientes de nuestra interacción interna y externa: como exponentes de la mejor forma de ser y abordar los problemas y sus soluciones.
Nuestros puntos de vista merecen situarse en esa alternativa constructiva que se eleva frente al rumor de la tragedia, el ruido estridente y las hipérboles de orden galáctico. Quizás sean directamente descartados por quienes desechan todo aquello que no confirma sus prejuicios; pero sabemos que la Comunitat Valenciana ha trazado una productiva senda mostrando la superioridad de las buenas ideas: acumulado argumentos que ya no pueden obviarse por más que, en algunos momentos, hubiera quien tratara de menoscabar su solidez o alterar su coherencia. Lo hemos hecho con la financiación autonómica. Con el Corredor Mediterráneo. Planteando opciones para un federalismo que supere las limitaciones e insuficiencias del Estado Autonómico. Mostrando modelos de buenas prácticas en las políticas de apoyo a la innovación y las pymes, entre otros campos. Aprendiendo que la fuerza de una gota no reside en su peso bruto sino en su reiteración e insistencia; y ha sido así como, gota a gota, las ideas, -nuestras ideas-, han penetrado en el granítico muro de la burocracia del Estado, en las agendas políticas e, incluso, aunque con más racanería que otra cosa, en las rutinas de los medios de comunicación abonados al centralismo. Lo hemos hecho con sensatez, sin estridencias inoportunas, con palabras bien fundamentadas.
En el país de los valencianos, y en aquel donde deseamos que avance la presencia y reconocimiento de lo valenciano como parte fundamental de la España plural, esas son las herramientas deseables para la mejor discusión. Reglas para seguir construyendo ideas de convivencia, de una mejor convivencia. Pensando despacio, conteniendo la exaltación y el desasosiego. Arrinconando el odio. Con más flema y menos flama, porque sólo los inseguros, los negadores del diferente, los simplistas y los beneficiarios tradicionales del statu quo pueden contener en su imaginación que este país se disuelve: ¡vaya confianza más ridícula que les merece la patria!