Los vecinos de la pedanía valenciana se reagrupan para reclamar a la administración tras la nueva sentencia del Tribunal Supremo. “¿A qué venía esa prisa de tirarnos?”, se pregunta una de las afectadas
VALÈNCIA. En una columna junto a la escalera, polaroids con momentos de la vida de la propietaria, Marisa López Belenguer. En una pared, figuras de golondrinas de cerámica ordenadas en forma de círculo. Los libros, distribuidos por tamaños y autores en unas estanterías blancas verticales, con una considerable presencia de volúmenes de la editorial Anagrama. Ilustraciones de Paula Bonet, fotografías de Jacques Brel, de Serge Gainsbourg y Jane Birkin, de los artistas Gilbert & George... Junto a la entrada, sobre una cómoda, un ejemplar en francés de la novela gráfica Los surcos del azar de Paco Roca firmada por el autor con uno de sus dibujos.
López Belenguer vive en La Punta, en uno de los adosados verdes creados para realojar a los vecinos de la pedanía expropiados por la ZAL. Allí vivía con su familia cuando era estudiante. Tras una estancia en Bruselas los últimos años, desde hace unos meses ha vuelto a València, a su tierra, y se ha instalado en la casa que le correspondía a su familia, que es propiedad de su tío pero en la que vive ella. La decoración es moderna. Es como la nueva generación que regresa a las raíces.
Ha pasado más de una década, pero cuando habla de los desalojos mira al suelo y sus ojos parecen viajar en el tiempo. “Era muy joven”, recuerda. “Nos avisaron de que nos teníamos que ir”, evoca. Su madre, María Elena Belenguer, asiente triste. “Vivíamos en una alquería blanca que la llamaban la Alquería del Citrero porque mi abuelo tocaba la citra”, relata. “¿Usted sabe lo que es una citra?”, pregunta amable. “Después tiraron todo. Teníamos higueras, limoneros…”, prosigue.
A principios de milenio La Punta fue devorada por las excavadoras. Los intentos infructuosos de abogados y asociaciones como Per L’Horta no consiguieron evitar que la huerta fuera laminada en aras de la ZAL. La Generalitat, entonces gobernada por el PP, defendía el proyecto por su interés general para la sociedad. Sólo pequeños grupos de activistas protestaron contra el plan y su desarrollo. No sirvió de nada.
En la actualidad La Punta cuenta con más de 2.000 habitantes. En torno a 300 de ellos se concentran en las casitas verdes que se pueden contemplar a la entrada de València por la autopista de El Saler, poco antes de la Ciudad de las Artes y las Ciencias. Parece un emplazamiento idílico, como una urbanización, pero no lo es. “Esto es una isla. Antes aquí había una playa pero ahora es un gueto”, se lamenta Ramón Marín. “No nos llega el autobús, no tenemos Farmacia, ni panadería… nada”, apunta su amigo de la infancia Jesús Marco Belenguer.
Marín representa a parte de los afectados por las expropiaciones. En su caso fueron terrenos, los que trabajaba desde que era niño. “Cuando tenía 10 años”, recuerda, “venía aquí a trabajar la tierra. Aquí plantábamos tomates, patatas… lo que da la huerta. Cuando estaba cansado me iba a refrescarme a la playa que estaba ahí delante”, dice. Y señala a un muro de contenedores que se puede ver en la distancia.
La cita con Marín y Marco Belenguer es en la casa del doctor Bartual. Desde la Autoridad Portuaria de València aseguran que la movieron “ladrillo a ladrillo” desde su emplazamiento original al actual. No hace falta ser un experto en construcción para descubrir que no queda ni un ladrillo original en ella. Es una reconstrucción. “Ni siquiera las palmeras son originales” apunta Vicente Romeu, de la asociación de vecinos L’Unió.
A Marín, Marco Belenguer y Romeu les acompañan otros vecinos de la pedanía, afectados todos ellos por las expropiaciones, obligados a dejar sus tierras, sus casas, para que se construyera una ZAL que aún no está en marcha. Son José Gimeno, Salvador Soler y su hijo Óscar, Miguel Orient y Julio Planells, que se incorpora al grupo. Planells había salido a pasear su perro por el parque adyacente. Vive desde 2009 en los adosados verdes, no muy lejos de la casa en la que nació en el lejano año 1943 y de la que le echaron en 2003; seis años de paréntesis en su vida. “Allí nací yo”, señala. Y su dedo apunta al vacío porque donde estaba su casa sólo hay un espacio diáfano, una de las pastillas de terreno donde se instalará la ZAL; perfectamente urbanizada, sí, pero sin nada.
El historial de agravios de los vecinos de La Punta es considerable. El propio Marín evoca que a lo largo de su vida ha sido expropiado cinco veces. Y las enumera: “Mercavalencia, la autopista de El Saler, el tren, la V-30 y ahora la ZAL”. “Esto ha sido un abuso y para nada”, se lamenta. “Nos sacó la Policía Nacional con nocturnidad y alevosía”.
A la hora de rememorar, los vecinos recuerdan sobre todo el largo periodo de tiempo que pasaron desde que fueron desalojados hasta que pudieron volver a La Punta. “Yo tuve que vivir cinco años y medio en Pinedo”, dice Marco Belenguer.
Marco Belenguer poseía tres anegadas y media que desaparecieron, como toda la huerta de la zona. “Era una tierra riquísima”, se queja Marín, y señala el techo de una vieja alquería aún en pie. “Ahí arriba, durante la Guerra, tenían un nido de ametralladoras. Eso es lo que teníamos que haber hecho; subirnos ahí”, agrega agitando el dedo.
En total hay 77 casas nuevas que se han construido respetando las pocas casas originarias que había en la zona, a las cuales han enclaustrado. A las calles de esta pastilla de viviendas se les han dado nombres de grandes figuras del mundo de la cultura valenciana y española. A la filóloga Zaragoza María Moliner se le ha dedicado una vía importante, la que da al parque. El crítico Vicente Aguilera Cerní también tiene una calle en este complejo solitario. Y a la pintora Jacinta Gil Roncalés, la única mujer del Grup Parpalló, presa del franquismo, se le ha dedicado poco menos que un triste callejón; más que un honor, parece un castigo.
Marín recuerda sus años mozos, sus horas en el campo. Y su amigo Marco, un poco más mayor y que le conoce desde que era niño, bromea con él. “Pero ¿tú cuándo has trabajado?”, ríe. Marín habla en voz alta, como hacen las gentes de la huerta. “Desde que era crío. Yo venía aquí a trabajar mis campos”, le replica llevándose el dedo al pecho. Cinco anegadas, cinco. Eran de su familia. Ahora son propiedad del Puerto y ya no se puede sembrar en ellas.
“Cuando nos instalamos en la Malvarrosa recuerdo que le tenía que decir a mi marido que no gritase tanto”, bromea María Elena Belenguer en casa de su hija. “En el campo siempre gritas para que te oiga el del otro huerto, pero en la ciudad no es igual”, comenta. Una adaptación, a la ciudad, que fue incómoda y en algunos casos desesperanzada. “Estamos desengañados”, admite María Elena. “La huerta ya no se puede recuperar. Mi hermano ya no vota. Recuerdo que me decía: la derecha nos tiró y la izquierda no nos defendió”.
La inmensa mayoría de los vecinos de los adosados vivían en la zona, pero hay unos pocos que proceden de otros barrios. No todos los desalojados quisieron optar a ellos en la subasta pública. Por desilusión y por el precio. Porque no se les dio casa por casa. Se las vendieron por 132.000 euros. Ahora hay alguna a la venta en el mercado inmobiliario por 195.000 euros.
La sensación que tienen los vecinos es de cierto desamparo. El parque cercano está destrozado. Todos los bancos de madera están rotos. La canalización de agua que iba a evocar una acequia está seca. El motor que iba a tenerlo en funcionamiento, lo han robado. Todas las farolas están rotas. Un ciprés yace tumbado en medio del camino. La basura se acumula por todos lados. El pequeño lago que iba a servir de mirador está seco y se ha convertido un agujero donde crecen cañas, malas hierbas, y en ocasiones se han visto “ranas”.
El mismo estado de la casa del doctor Bartual es sintomático. Tiene el cristal de la entrada roto. Hay esculturas ornamentales que yacen decapitadas. En la base del edificio, que se supone que iba a ser la alcaldía pedánea, hay un enorme agujero que nadie explica quién lo hizo y para qué. “Va a venir la concejal en persona a arreglar el jardín”, bromea Romeu.
“No nos recibe nadie”, se queja Marín. Sí que les visitaron. El alcalde Joan Ribó acudió a la pedanía con el teniente alcalde Jordi Peris y el concejal de Urbanismo, Vicent Sarrià. “Parecía los viejos tiempos de Rita Barberá”, comenta Romeu.
Este pasado lunes los afectados de la ZAL se reunieron en el bar Cristóbal, en la avenida Jesús Morante Borrás. Este lunes está previsto que vuelvan a verse. Están organizándose para reclamar las indemnizaciones que ha reconocido el Supremo a dos de ellos. Básicamente, el Alto Tribunal obliga a la Generalitat a compensarles porque les expropió para una ZAL que aún no está en marcha; ante la imposibilidad de revertir la urbanización, la administración deberá indemnizarles en una cantidad aún no estipulada.
“¿A qué venía esa prisa de tirarnos?”, se pregunta María Elena Belenguer. “Es que no han hecho nada”, dice Marín. Y señala a los terrenos de la ZAL, también vacíos, pero en los que, curiosamente, ninguna farola está rota. “Es que ellos tienen vigilancia privada”, comenta Marco Belenguer. Los realojados de La Punta ni eso.
Algunos vecinos quieren sumarse a esa reclamación. Otros, ni lo sopesan. Están cansados. Ese es el caso de María Elena Belenguer. “Es que mi abogado…”, murmura. “Pero tienes que mirarlo mamá, tienes que reclamar”, le apunta su hija. Y mientras deciden, algunos como Marco Belenguer admiten que lloraron cuando les tiraron la casa, cuando derribaron sus vidas. Lo reviven como si fuera ayer, como si fuese una pesadilla que nunca se acabará del todo. “Claro que lloré. Y aún hoy hay noches que lloro”, murmura.