He entendido lo que a muchos les perturba y nunca dicen, lo que a muchos les repele y nunca admiten. He entendido ahora -un poco tarde- la atracción irrefrenable por las colas, la fascinación de los que piensan que las colas significan que al final hay algo bueno, que el criterio de unos muchos siempre implica la excelencia o que incluso la más mínima expectativa de encontrar un nuevo Dorado les compensa en esa espera. Cuando llegan al final se congratulan. Unas veces gratis, otras solo encuentran la reconfortante pertenencia al colectivo (da lo mismo cuál), cuando entre ellos se sonríen incapaces de aceptar que el resultado fue un engendro -la estulticia humana es infinita pero nunca suficiente para aceptar haber perdido el tiempo en una cola-. Unas veces son interminables, otras veces se disponen bajo el sol o la inclemencia del invierno.
Yo abomino de ellas porque representan lo peor.
Solo hay colas con ofertas dos por uno de productos que no sirven, con descuentos en las prendas que no quieren en la tienda, con los precios aumentados para luego rebajarlos, en los cines donde exhiben esas cosas innombrables, los teatros donde miran a través de un agujero o te cantan esas vidas del que no tiene interés, o se visten de leones, o se mojan con espuma. Veo colas si racionan la comida, en la cárcel u otra parte, veo colas en el metro, el autobús y en los trenes donde solo sirven cosas en envases de papel, veo colas en el súper y en el outlet, en las fiestas donde beben garrafón, en los sitios donde suena reggaetón, en las playas donde hay máquinas de vending, en los picos de montaña con cadáveres a un lado, en las tiendas de magnolias envasadas y de gatos que saludan, y de dulces de colores que se pesan al instante. Colas en los restaurantes donde bailan camareros, donde nadie va a comer, donde todos tienen pinganillo para hablar y no entenderse. Colas para ver partidos amañados, combates amañados, jugar a la ruleta como Bond y perderlo todo como Edward G. Robinson -loser él por excelencia-. Colas en la puerta del distribuidor de un móvil hueco, en las plazas donde entregan los folletos a manojos y dos bolis con el logo de un partido, o la gorra, o abanicos, donde dan un vaso que arde con el chocolate y dos churros esmirriados, todo gratis, por supuesto, todo por y para la vergüenza del humano sin vergüenza, que es gregario y más que adicto al colectivo, todo por la tapa revenida, con el queso ya-sudado-casi-exhausto, la fritanga bien pegada a la rodaja de baguette, el pimiento congelado y mahonesa del envase maxi grande.
Cuántas colas para el ascensor a la azotea, para hacerse fotos en Manhattan con un toro, con meninas disfrazadas, con las ranas del imaginario de Jonathan Swift, con sirenas, con lavanda, con enanos mingitando, con letreros en los bancos o en forjados. Solo hay colas en los vuelos con destinos saturados, en museos donde juegas con colores, en garitos donde comes entrecôte por quince euros, en los corners de tabaco de las bodas, en los corners de gin-tonic de las bodas, en las mesas de las chuches cuando no es de noche todavía. Solo hay colas en fronteras, en la guerra, en las fiestas patronales del que no sabe la Historia, cuando quieres expresar tu descontento, o mostrar tu indignación ante el estado de las gambas que llevaron a invitados a Urgencias -donde hay cola y mucha tos-.
He entendido que una cola es el lugar donde se pierde el individuo, donde se desvanece, funde y asimila con la masa, donde a veces obligado -o de manera voluntaria- deja un poco de ser él y se convierte en esa pieza que ahora encaja -ya era hora, sí-.
Y resulta que una vez que lo he entendido, tengo miedo de las colas. Tengo miedo si imagino que en la feria cuando firmo se organicen esas filas infernales para verme en la caseta. Temo convertirme en todo aquello que detesto. Si algún día alguien me dice que ha esperado más de una hora para conseguir unas palabras y mi firma, no sé si seré capaz de retractarme, si lamentaré que me recuerden este escrito, si en el fondo entenderé que es algo bueno lo que puede que le espere a ese lector tras una hora. Yo lo digo por si acaso. Que mejor organizarse en varios turnos y que nadie tenga que esperar mirando el móvil. ¡Qué vergüenza que se formen esas colas en mi cara! No hay mayor augurio conclusivo que una cola. El final del individuo. El principio del adiós a tu existencia de hombre libre.
Nunca entenderé a los que hacen colas. Ni tampoco al escritor que las desprecia si son suyas.
Hurtado y Ortega Editores han tenido el buen gusto de publicar la voz única de la gallega, un faro áspero que ilumina los aspectos más grotescos de la era del like