El actor pasó por el Festival Internacional de Cine de Guadalajara (México), donde recibió el Mayahuel de Plata al Cine Iberoamericano
VALENCIA. Es uno de los rostros más internacionales del cine español. Tanto, que muchos ya identifican más a Antonio Banderas con Hollywood que con su Málaga natal. El actor, productor y director pasó hace unos días por el FICG, Festival Internacional de Cine de Guadalajara (México), para recoger el Mayahuel de Plata al Cine Iberoamericano, que el certamen otorga cada año “a personalidades cinematográficas cuya trayectoria ha traspasado las fronteras de sus países de origen y de la misma manera ha enriquecido con su arte las pantallas del universo cinematográfico a nivel mundial”. En la ceremonia de entrega, Banderas recordó los lazos que le unen con México. “He hecho siete películas aquí. Casi tres años de mi vida, porque algunas de ellas han tenido rodajes largos, como las dos entregas de El Zorro, que se prolongaron durante seis meses. He viajado desde Campeche hasta Guaymas, Chiapas, Tlaxcala, Guanajuato, San Miguel de Allende… Y siempre me he encontrado en mi casa”.
Aprovechando su visita al país azteca, ha cerrado también la financiación de un proyecto que perseguía hace años. “La sombra de Picasso siempre ha estado muy presente en mi vida. Nacimos a dos manzanas de distancia en Málaga. Y él también se marchó de su tierra. Tengo una enorme fascinación por él, que a veces me ha costado mucho dinero. Y me alegra poder decir que acabo de llegar a un preacuerdo para que un productor mexicano haga la aportación final para levantar una película sobre los treinta y tres días que invirtió en pintar el Guernica. He venido a México a encontrarme con Picasso. No soy el productor principal, pero Carlos Saura me ofreció la posibilidad de interpretar al personaje y me involucré en la búsqueda de financiación”.
El premio, que se concedía a toda su trayectoria, invitó al actor a echar la vista atrás. “Si lo hago, veo a un niño que en los años sesenta iba al teatro de la mano de sus padres, grandes aficionados, a ver obras de Jardiel Poncela y Lope de Vega, y que soñaba y reflexionaba sobre las complejidades del ser humano. En algún momento, de forma inesperada, ese niño comenzó a sentirse incómodo en el lugar que ocupa el público. No era otra cosa que la necesidad de saltar al otro lado del espejo y ser yo quien contara las historias, quizá para escapar de la realidad de aquel momento. Vivíamos en una dictadura, en un país anestesiado. Ese niño, un día de agosto de 1980, se subió a un tren Costa del Sol con la sensación de dejar atrás a José Antonio Domínguez Banderas para convertirse en algo más, que no sabía realmente lo que era”.
Todo cambió cuando, mientras trabajaba en el Centro Dramático, apareció “un señor gordito con un maletín rojo y me dijo: ‘Tienes una cara muy romántica y deberías hacer cine’. Se llamaba Pedro Almodóvar, y alguien me comentó: ‘Ha hecho una película, pero te aseguro que este tío no va a hacer más’. Y es que el mundo está lleno de sabios”. Su primera colaboración se produjo en Laberinto de pasiones (1982), a las que seguirían muchas otras, como Matador (1986), La ley del deseo (1987), Mujeres alborde de un ataque de nervios (1988), ¡Átame! (1989) y, mucho tiempo después, Lapiel que habito (2011), donde se produjo su reencuentro. “Pedro es un director increíblemente difícil, porque no se conforma. Te rompe en mil pedazos y luego te reconstruye a su manera. Y cuando alguien te arrebata la seguridad que has ido forjando durante años y te quita el suelo que crees que estás pisando, te provoca un pánico extraordinario. He visto a grandes monstruos del cine español deshacerse frente a él. Pero ese poder se lo permito a un genio, que rompió con lo que había hasta entonces. El público tenía que metabolizarlo. No era labor de una o dos películas, sino de un trabajo continuado, porque no solo atacaba las formas narrativas tradicionales, sino la moralidad de la época. Cuando hicimos La ley del deseo, la gente tenía muchos problemas con la relación homosexual de mi personaje. Pedro fue muy persistente en esas ideas y logró suavizar la relación que existía con la sociedad heterosexual y machista de la España postfranquista, para que se convirtiera en algo mucho más tolerante”.
Tras romper el cascarón de la mano de Almodóvar, su siguiente gran paso fue la entrada en el cine estadounidense, gracias a Los reyes de mambo tocan canciones de amor (The Mambo Kings, Arne Glimcher, 1992). “Cuando se estrenó, ni siquiera la entendía. Rodé sin conocer el idioma. Hollywood no es ni bueno ni malo, sino todo lo contrario. Ya no existe, en realidad. Se ha convertido en una marca. Y si lo tienes y lo llevas contigo, no importa donde trabajes, te van a asociar a Hollywood. Si Robert DeNiro se va a hacer una película a Australia, será una película de Hollwyood. Los norteamericanos han sabido industrializar muy bien el cine. En Europa y Latinoamérica se ha enfocado mucho más al arte. Pero hay que ser honestos: El cine es ambas cosas. A veces los que hacen cine artístico se quejan de que no tienen impacto industrial, pero hay mucha gente en Hollywood que admite que se están repitiendo mucho. Manejarte en medio de esos mundos con cierta habilidad y jugar con las cartas que te da la vida ha sido importante. Yo aprendí inglés con 31 años, y no era fácil, porque siempre he tenido un hándicap para luchar con mis compañeros. Me llegaban guiones que antes habían rechazado muchos otros. Y tienes que agarrarlo y tratar de hacerlo bien. Y no puedes parar nunca”.
No lo ha hecho. Y se ha sometido a paradojas como la de rodar en inglés Los 33 (The 33, Patricia Riggen, 2015), una película, todavía inédita en España, sobre la tragedia vivida en 2010 por un grupo de mineros chilenos. “Tuve muy buena relación con ellos, y en particular con el que inspira mi personaje, Mario Sepúlveda. Son hombres que al final no recibieron nada. Están probablemente peor que antes del acontecimiento que relatamos en la película”, asegura el actor, que afronta su futuro inmediato con unos objetivos claros. “Quiero convertir mi profesión en lo que fue al principio: Mi hobby. Quiero comprar mi libertad para hacer las cosas que quiero hacer y decir las cosas que quiero decir. Probablemente utilice para eso más mi faceta como director que la de actor. El actor tiene mucho poder, pero interpreta las ideas de otro. Las puede enriquecer, claro, pero el director crea el universo, el mundo, y nos cuenta cómo lo ve, cómo son las relaciones humanas. Lo puede deformar, agrandar, romantizar, mil cosas. Y eso me interesa. Yo salto a la dirección porque en algún momento de mi carrera no estoy de acuerdo con mis directores. Pero soy un actor muy disciplinado, y hago lo que me dicen. Pensé que las forma más honesta de reaccionar era colocarme detrás de la cámara y hacerlo yo, experimentar. He rodado dos películas basadas en novelas y con guión de sus autores (Locos en Alabama, 1999; El camino de los ingleses, 2006), pero ahora me apetece escribir y ponerme tras la cámara para filmar una historia mía”.
Banderas iba para futbolista, pero una lesión en el pie le hizo replantearse su futuro profesional y pensar en convertirse en actor. “Llegó un momento en que se transformó en una necesidad. Y muy angustiosa, porque yo no tenía tradición familiar de actores. Mi madre era maestra y mi padre policía, y en Málaga no había industria teatral ni cinematográfica. Me sentí desplazado, como un ser extraño que tenía unos sueños que no iba a poder cumplir, aunque empecé a encontrarme con otros locos como yo, que hacían teatro, y me enteré de que había una escuela en la ciudad. Empecé a estudiar con una actriz que, durante la guerra civil, se había hecho con todo el vestuario del Teatro Nacional Español, y vivía de alquilarlo en carnavales. Era magnífica, se parecía a Gloria Swanson, tenía la cara blanca del polvo de arroz que se usaba entonces para maquillar. Ella nos dirigía y montábamos obras. Fueron años de mucha lucha, pero muy bonitos”.
Luego llegaría el traslado a Madrid. “Me fui con menos de cien euros, esa era mi perspectiva económica. Mi madre me cosió un bolsillo por dentro de los pantalones para llevar el dinero, para que no lo encontraran si intentaban robarme. Y cuando quería pagar un café, me tocaba irme al baño para quitármelos (risas). Iba por las calles mirando siempre entre el borde de la acera y los coches aparcados, por si encontraba alguna moneda. Nunca encontré ninguna. Llegó un momento en que decidí dejarlo todo. Llevaba año y medio sin conseguir nada, estaba pasando hambre, no tenía dinero… Yo iba generalmente a una cafetería que está debajo del Teatro María Guerrero, porque conocía a un camarero que cada noche me daba un sándwich y una cerveza. Saliendo de allí una noche, ya con la idea de regresar a Málaga, me crucé con Alicia Moreno, la hija de Núria Espert, entonces directora del Teatro Nacional Español. Me detuve, volví y como sabía que trabajaba en la administración del teatro, le pregunté qué había que hacer para conseguir un puesto allí. Me pidió un teléfono, le di el de una amiga en una servilleta y me fui. Al día siguiente, mientras hacía las maletas, sonó el portero automático. Era mi amiga. Habían llamado para avisar de unas pruebas. Cogí un taxi, entré directo al escenario del teatro y me topé con Núria Espert y el director LluísPasqual. Leí unos fragmentos de La hija del aire, de Calderón de la Barca, me dijeron que ya me avisarían y decidí aguantar unos días más en Madrid. Mientras, se produce el golpe de estado de Tejero, y a los dos días me llaman para otra prueba. Leí y al terminar me dieron la fecha de comienzo de los ensayos. Si no me llego a volver aquella noche en aquel bar, ¿estaría aquí ahora? Eso es la vida”.
Banderas también tuvo tiempo para hablar del momento político en España. “Creo que la gente sabe por dónde respiro. Pero me acarreó muchos problemas manifestarme públicamente en las campañas de 1993 y de 1996, así que desde entonces opto por mi derecho al voto directo y secreto. La situación actual es compleja. Se ha demonizado al bipartidismo. No estoy a favor ni en contra, pero hay grandes democracias, como la norteamericana, que se sustentan en él. Gran Bretaña cuenta ahora con una tercera opción, pero tradicionalmente han sido conservadores o laboristas. Hamlet es una gran obra, pero si la hacen malos actores no hay quien la aguante. La Constitución Española es eso: Una buena obra que trajo concordia y tolerancia al país, que acabó con la dictadura y nos dio un marco para entendernos. Y si fallan son los actores, no debemos cambiar completamente el guión. La crisis ha propiciado muchos populismos, y los populismos me dan miedo, porque le cuentan a la gente lo que quiere oír, pero después hay que confrontar la realidad. Muchas veces, aparecen personajes haciendo trucos para que nos creamos que nos van a arreglar la vida. Me preocupa que los españoles nos convirtamos en nuestros mayores enemigos. A lo mejor no necesitamos un presidente, sino un psicólogo, que nos diga que somos mejores de lo que creemos. A pesar de que están muy denostados, existen políticos con vocación pública. Y en España ha habido algunos a los que respeto mucho, como Felipe González, que hizo una labor muy buena durante la Transición”.
Un discurso que deja bien claro el posicionamiento de un actor que, en lo que respecta a su profesión, siempre ha mantenido los pies en el suelo. “Mi propia inseguridad, y no es falsa modestia, me ha impedido creerme las cosas que me han ido pasando. He tratado de ser muy cauto. Y siempre he sido muy consciente de la eventualidad de mi profesión. Y de que uno en realidad es lo último que ha hecho. Si es un éxito, eres bueno; si es un fracaso, eres malo. Prefiero negociar eso de otra manera, con visión a largo plazo, sin que me afecte demasiado. El camión de la fama te puede atropellar y puede resultar muy duro, sobre todo para la gente que no está preparada. Gestionar ese tsunami es complicado, y a veces hay quien no lo hace bien y termina siendo víctima de sí mismo. A mí me ha venido bien mantener una distancia casi brechtiana con mi propia vida”.