VALÈNCIA. A Díaz Zamora, figura clave de la renovación del teatro valenciano y maestro de la actual generación de directores al borde de la cincuentena, le gustaba recordar que había nacido en un teatro, Ruzafa, y que siempre recibía a la nueva generación de alumnos de la Escuela Superior de Arte Dramático con una pregunta ¿Por qué quieren dedicarse al teatro? Una mañana, durante una larga charla para el libro “La Galería de J.R. Seguí 2008-2012, UNED Valencia) comencé la suya con esa misma pregunta. Él confesó jamás haberla contestado porque suponía desnudarse.
“En una representación de Moliere me di cuenta de que estaba más pendiente de lo que sucedía a mi alrededor que del papel, y que lo que de verdad me gustaba era mover la escena, estar detrás y ver lo que sucedía en el escenario. Muy joven decidí aprender la vida a través del teatro porque en la vida me encontraba peor. El teatro me ha enseñado a saber vivir y aprender a reflexionar. El escenario da respuestas”, confesó con cierto tono de melancolía ante un café de mediodía.
Se ha ido otro de los iconos de nuestro teatro contemporáneo. Formador de tres generaciones de directores, un auténtico amante la escena en tiempos complicados y de regeneración o reconversión de política teatral. Melancólico, algo depresivo, lo que llevaba a esconderse largas temporadas en su casa sin querer ver a nadie, elegante, sencillo, dialogante y, sobre todo, dotado de una sensibilidad exquisita y extrema.
No se enfadó ni cuando recién creado el Centro Dramático de la Generalitat Valenciana, hoy Teatres, del que fue su primer director, sufrió una de las campañas más virulentas desde aquellos sectores que él mismo había educado. Quería llevar a la práctica su idea, un teatro público para el público pero no manejado desde otros escenarios, tanto políticos como actorales o profesionales más interesados en asuntos puntuales o inmediatos. Fue su error, como reconoció después. Hasta que dimitió cuando creativamente estaba en la cúspide intelectual. Esta sociedad es así de terrible e ingrata. Pero él se fue por la puerta de atrás, sin hacer ruido. Ya nunca lo hizo después. Pero renovó el teatro. Puso una semilla. Aquella caída de telón de “La Marquesa Rosalinda” muchos la guardamos en la imaginación, como su frivolidad en “Taxi al Rialto”. Su destitución política. El imaginaba escenarios e ideas.
Pero sí, removió el teatro valenciano para que volviera a tener esa personalidad afrancesada que había vivido tras las bambalinas siendo un adolescente. Después, como afirmaba, sólo intentó demostrar que se podía hacer teatro en Valencia en tiempo difíciles y luchar por dignificar a una profesión. Fue su vida. Un intento de saltar desde un teatro más liviano y festivo de la década de los sesenta y setenta a una dramaturgia renovadora capaz de hacer crecer a esas generaciones de actores y directores que habían pasado o lo haría por sus manos y enseñanzas didácticas.
El teatro fue su vida. Para él era evasión, poder “vivir la vida que no te gusta y puedes inventar”. O imaginar.
Díaz Zamora era culto, sensible, delicado, amante de los detalles teatrales, gran conversador. Por eso se le quería y respetaba. Dirigió clásicos y modernos, levantó actores, escenógrafos, movió el teatro universitario. Hasta que renunció a la vida de la escena. O al aplauso incómodo. A la lucha intestinal. Optó por la enseñanza desde el corazón.
“Uno se dedica al teatro porque lo que le da la vida no le satisface”, confesó aquella misma mañana en una cafetería próxima a su casa donde pasaba largas horas y en la que le volví a encontrar años después una noche acompañado del director Gustavo Gimeno y el músico Javier Eguillor. No dudó en poner acentos a la producción que Gimeno dirigía musicalmente en Les Arts de “Norma”, pero desde el más absoluto respeto y la racionalidad. Años después -ahora se puede contar- alguien pregunto quién podía ser la persona idónea para dirigir “Maror”, la ópera de Palau y Casp con la que se quería convencer que Les Arts no vivía al margen de la creatividad valenciana. La sugerencia era obligada. Era la persona idónea, aunque escociera. Pero él, más allá de actitudes arrogantes, lo que hizo fue reunir a sus discípulos para que demostrarán la calidad que existía en su entorno, como sucedió cuando dirigido los talleres de ópera del Palau de la Música, preámbulo de Les Arts, primer acercamiento regeneracional hacia la ópera de una sociedad huérfana escénicamente de lírica y que buscaba idealizar un nuevo espectador entre estudiantes. Así sucedió con el último espectáculo teatral público que dirigió, “Tres sombreros de copa”, de Mihura, en el Teatro Talía, un montaje que cosechó un auténtico éxito y lo mantuvo en él largo tiempo. Fue genial. De verdad. Grande. Mihura.
Díaz Zamora creía en el teatro como servicio público. Quizás fueron extremadamente crueles en algunos momentos con sus ideas para el Centro Dramático. Estaban equivocados o no creían que aquella realidad era posible. Tampoco se le dio una larga oportunidad. Él recordaba que pensó en él proyecto público como quienes lo hicieron con el IVAM, un ejercicio a largo plazo al que muchos no podían esperar por una cuestión de supervivencia. “La profesión es conformista y la subvención terrible”, comentaba frente a una necesidad de inmediatez.
Nos queda en la imaginación sus primeros proyectos, sus ideas, su concepto de teatro público. El decía, “Valencia es una ciudad difícil”. Y tanto.
Díaz Zamora creía en el teatro público como ejercicio al servicio de la sociedad, pero nunca del poder; como acto de belleza y rebeldía, imaginación y sueños. Me quedo con eso. Con la idea de que el teatro permite vivir otras vidas cuando no te gusta lo que te rodea.
“El teatro da respuestas”, decía. Gran Lección. Lo peor es que hace tiempo dejamos de crear referentes. Como el de Antonio Díaz Zamora. El que sugería que el teatro no se hizo para halagar sino para hacer creer que todo es posible.
“En cualquier oficio hay que dar la vida hasta conseguir que una profesión te reconozca como alguien suyo”. Nadie lo duda.