VALÈNCIA.- Para comprender en su esencia al Aquarium, sito en la Gran Vía Marqués del Turia, zona noble del cap i casal (unos cinco mil euros por metro cuadrado en venta), hay que asomarse primero a su clientela. Podemos pasar por delante de su terraza plastificada y cruzar el umbral de su puerta, y que todo se convierta en madera y en una radiografía de lo que dicen que es una burguesía casi extinta, o podemos echar un vistazo a disertaciones varias volcadas en columnas de opinión —todas escritas por caballeros, este dato es relevante para entender la huella autoral—.
También podemos hablar con Roberto Montes, uno de los socios del Aquarium, pero eso será dentro de un par de párrafos.
La clientela del Aquarium es: agradecida con el uniforme de los camareros —corbata con pasador, camisa blanca, chaqueta, el usted en la boca, la mesura en la mirada—; educada hasta el tercer dry martini, que es la unidad exacta para desencorsetar permanentes y tupés; conocedora de la calidad invariable, de la estabilidad dentro de los tiempos líquidos de las auténticas casas del pueblo —pueblo alto y bajo—, los bares.
La clientela del Aquarium se siente parte de una extensa familia conservadora —expresión leída dentro de una rama de este grupo editorial— y le gusta que le guste decir que no siente vergüenza de ser parte de una gran familia conservadora. Metapreferencias, se les llama.
La clientela del Aquarium reclama para sí este histórico de la hostelería en València —«Desde 1957, año en que fue fundado, solo se han contabilizado ocho clientes de izquierdas, en su gran mayoría socialdemócratas tibios», se lee en la columna de opinión de un asiduo al establecimiento, Javier Carrasco—, pero la clientela del Aquarium es un oxímoron de una palabra.
* Lea el artículo íntegramente en el número 86 (diciembre 2021) de la revista Plaza