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los recuerdos no pueden esperar

Aquellos horrendos años ochenta

14/10/2018 - 

VALÈNCIA. Es increíble cómo se han magnificado los años ochenta. A este paso es probable que llegue un momento en el que estén más idealizados que los sesenta. No hay comparación posible, por supuesto, pero la mitomanía en tiempos de internet es así, una idea se propaga, echa raíces, crece, echa ramitas y no se puede hacer nada por evitar que se consolide como lo que no es. Los ochenta fueron mi década. En 1980 tenía 17 años; 27 en 1990. Imaginad todo lo que pude vivir, las experiencias, los descubrimientos a todos los niveles. Nada puede competir con esos años, por supuesto que no, pero eso no significa que el contexto histórico fuese el mejor del mundo. Fueron años importantísimos en mi vida. Ese es el motivo por el que evito idealizarlos.

Toda esta reflexión viene a cuento porque el otro día estaba leyendo sobre la nueva caja de David Bowie que se ha publicado, Loving The Alien [1983-1988]. Desde hace un tiempo, los álbumes de Bowie aparecen anualmente agrupados en cajas que obedecen a un segmento temporal que a su vez delimita una de sus etapas artísticas. Los albores del glam y la huida de este antes de quedarse atrapado en un concepto que, como todos los relativos a la música pop, tenía fecha de caducidad inmediata. La fase americana que le acercó al soul. La etapa berlinesa y sus consecuencias. Y ahora, el tramo que cubre su paso por los años ochenta. Cada vez que leía sobre esta caja pensaba “madre mía, los ochenta de Bowie; a ver cómo se las apañan para vender eso”. Porque la clave de la cuestión reside ahí. Bienvenida la perspectiva que ofrece el tiempo porque estas cosas, en su momento, son imposibles de percibir. Hay  asuntos que necesitan el tiempo suficiente para poder ser entendidas. Los ochenta son uno de esos asuntos.

Una nueva escala 

Durante una de estas reflexiones fugaces de verano, se me ocurrió que estaría bien crear una especie de unidad para medir el impacto y la capacidad de sorpresa de los discos. Algo parecido a los amperios, los ohmios o los grados de la escala Richter. Le daría a esa unidad la nomenclatura de bowies. Y así, sale el nuevo disco de pongamos por ejemplo Anna Calvi, y después de escucharlo y analizarlo, le otorgas siete bowies. O tres bowies. O diez. Lo más gracioso –la mente humana, ese contenedor de idioteces- es que me dio por medir en bowies  los discos del propio David Bowie, con el consiguiente riesgo de generar un bucle en el espacio-tiempo que me engullera a mí y a la humanidad entera. Al medir los discos de los ochenta, los resultados que arrojaba el experimento eran lamentables. Una hecatombe cuando llega el momento de valorar Never Let Me Down, el disco que grabó en 1987 y que ningún admirador sensato de Bowie soporta. Cuando digo sensato quiero decir cabal, no cegado por la idolatría. Siempre he pensado que en una carrera como la de Bowie, las cagadas son muy importantes porque revalorizan los aciertos. Sus años ochenta empiezan bien, con un disco comercial, Let’s Dance, con el que ya apenas arriesga y a partir de ahí, y salvo algunas pequeñas excepciones, la ruina artística.

No os preocupéis, que ahora vienen los U2

El caso es que, si un artista como Bowie, que abarca seis décadas de música popular y es el amor y señor de una de ellas, tocó fondo durante la de los ochenta, eso significa que esta fue una década muy peligrosa. Y está claro que lo fue. Hay quienes piensan así porque fue la época en la que el rock sucumbió al pop. Levantaría cabeza después,  en los noventa pero ya nada fue lo mismo porque a partir del cambio de siglo, el rock pasó a ser un género más, no el que decidía por dónde discurriría la música popular. Los defensores del rock hecho con guitarras lo pasaron mal  en los ochenta, claro. Yo lo pasé mal también porque en aquella época defendía esos valores que me parecían importantísimos y que en realidad nunca han servido para nada. A mí me fastidiaba ese efecto años ochenta que lo dulcificaba todo, amaestraba la música, la dejaba fofa, sin  mordiente. Para colmo, alguien nos envió a U2 para que se convirtieran en el antídoto a todo eso.

El futuro brillaba demasiado

Los ochenta tuvieron un comienzo deslumbrante. Aparecieron los primeros grupos ingleses con sintetizadores, Orchestral Maneouvres In The Dark, Human League, Soft Cell, que representaban el futuro y que en cierto modo lo fueron porque se convirtieron en la alternativa a lo que ya era un camino erosionado. Pero esa alternativa también se consumió rápido. Del futurismo pasamos al barroquismo, luego al rococó y luego ya a la combustión espontánea. A partir de 1985, la década de marras comenzó a ser un pelín insoportable. Los sintetizadores dejaron de tener el encanto de lo analógico. Su condición de instrumentos digitales les confirió un poder que pasó a ser omnipresencia. Mientras, Prince había cogido el testigo de Bowie y era el que imponía su ley como artista comercial que a su vez era atípico porque arriesgaba. Lo más divertido de esos años fueron los grupos que contrarrestaban los excesos del pop comercial establecido. The Smiths, Pixies, The Stone Roses. Todos ellos hacían discos que, si los hubiésemos medido en bowies, habrían ganado de largo a los discos del propio David Bowie. Una tragedia.

 

Sonido pasado de moda

En su tramo final, los ochenta fueron responsables de llevarse por delante la carrera de algunos grupos estupendos, como Psychedelic Furs o The Cars. Discografías que, cuando llegas al penúltimo disco ya te dan ganas de saltártelo. Los ochenta fueron una década caníbal. Que se lo digan si no a Michael Jackson que reinó antes de sucumbir a ella. Madonna, que siempre ha sido muy larga, les sacó todo el provecho posible. Esos años finales los recuerdo como una época de bastante hartazgo. Me atraía lo contrario a lo predominante. A veces gente como Marc Almond, que siempre andaba con un pie en el mainstream y otro en el pozo. Nick Cave, que entonces aún no se había convertido en un artista respetable, no porque no lo fuera ya, sino porque todavía no existía ese tipo de consenso. Entonces no le habrían llovido los bowies a sus discos como ocurriría ahora. El tiempo consigue esas proezas. Incluso ha conseguido que los discos más feos de Bowie salgan en una caja y no nos parezcan tan horripilantes. Desde hace casi 20 años, el sonido de sintetizadores de los ochenta se ha instalado en nuestra música pop. Primero parecía un revival pero resulta que es para siempre. Los que entonces teníamos entre 20 y 30 años ahora tenemos entre 50 y 60, y eso genera nostalgia, idealización, y también u mercado. Pero no nos engañemos, en la segunda mitad de los años ochenta se establecieron unos arquetipos sonoros que entonces parecían muy modernos y que hoy suenan a viejo.

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