VALÈNCIA. Lo dicen los mapas, la intuición, la inercia, pero ya no existe. Técnicamente ya no. El Turia no tiene desembocadura. A la altura de Quart de Poblet una pequeña represa almacena los últimos alientos del río y, tras ella, un gran canal, flanqueado por dos autopistas, aguarda a que lleguen los días de aluvión, cada vez menos, cada vez más espaciados, para volcar el agua al mar. València, ciudad fluvial durante milenios, ya no tiene del río ni su salida. En su lugar, un jardín, el más grande de la ciudad, le provee de vida.
Al final de lo que fue el río hay una pequeña manga de tierra. En los mapas se la nombra como ‘antiguo lecho’. Un puente, el de Astilleros, la atraviesa. Un puente sí, porque debajo hay agua, pero no es la de un río, no viene de los Picos de Europa ni brota de ningún manantial o lago. La Confederación Hidrográfica del Júcar no reconoce ese suelo como fluvial. Lo parece pero no lo es. Es un brazo de agua de mar al que se le unen los depósitos de las acequias. “Es una cloaca”, comenta un vecino. Para evitar que las aguas se estanquen, los servicios municipales deben oxigenarla. Fue desembocadura, pero ya no se ve el mar. Apenas un kilómetro más adelante se halla el puerto, cuya silueta llena de grúas domina la perspectiva como un decorado.
Esta semana la Asociació de Veïns i Veïnes de Natzaret ha presentado sus alegaciones al Plan Especial de Nazaret Este. Apenas unos días después, lo ha hecho el grupo municipal de Ciudadanos. Ambos coincidieron en pedir que el Parque de Desembocadura vea el mar, que sea abierto, que lo que fue en su día río y aún lo parece, vuelva a serlo. Esta misma semana también el Puerto de València ha comenzado a desbrozar los terrenos adyacentes, los que va ceder como concesión durante 25 años a la ciudad para que alberguen el Parque de Desembocadura. Un parque que, tal y como está concebido ahora, no tendrá desembocadura. Concluirá con un muro.
“Si no es un río, ¿qué es?”, se pregunta Julio Moltó, de la asociación de vecinos de Nazaret. Entre el lecho siempre lleno de agua y el polideportivo de Nazaret está un paseo de palmeras que suelen usar los vecinos para salir con sus perros. Es un cul de sac. No lleva a ninguna parte. Por un lado se topa con el Puente de Astilleros y por el otro con el Puerto. Desde allí Moltó otea al fondo al Gran Hermano. “Dicen de México que es una pena que esté tan lejos de Dios y tan cerca de Estados Unidos; con Nazaret pasa algo parecido: está tan lejos de València y tan cerca del Puerto…”, ironiza.
Las casas del final de la calle Mayor de Nazaret, en su cruce con la calle de la Estacioneta, también distinguen a los lejos a los grandes cruceros internacionales que atracan en el Puerto de València, al otro lado de lo que fue desembocadura y ahora no lo es. En muchas de esas casas residen familias al borde de la exclusión social. Desde sus tendederos, donde cuelga ropa de marca blanca, gastada, lavada centenares de veces, se distingue claramente el último paquebote; tan cerca del lujo de la clase media, tan lejos. Sólo les separa lo que ya no es río.
El Puente de Astilleros cruza desde los años 30 del siglo pasado la desembocadura perdida. En sus pretiles llaman la atención dos letras entrecruzadas, P.A., que se interpretan como un acrónimo: Puente de Astilleros. Así lo bautizó la II República. Realmente querían decir Príncipe de Asturias, explica Moltó, porque el puente fue diseñado en tiempos de la dictadura de Primo de Rivera. Pero el cambio político borró la alusión monárquica. Puente de Astilleros se abrió, Puente de Astilleros se ha quedado.
En un recoveco, retirando parte de la tierra, dos mendigos han construido algo parecido a un hogar. Es una casa bajo el puente. Dos camas, cada una ella compuesta de dos colchones, muchas mantas para soportar el frío de las noches, un taburete de oficina, una silla de playa, una mesa de plástico y los restos de un intento de vida convencional: bolsas de Consum, de Mercadona, botellas de agua de Bronchales, garrafas de ocho litros, sal de ajo Hacendado, un mendrugo y una bolsa de plástico con tomates frescos. Podría ser el refugio de unos supervivientes de una zona en guerra. La vida se abre paso.
Lo que era el río, lo que fue el Turia, cambió a mediados del siglo XX. Ya se sabe: el Plan Sur, tras la riada de 1957, desvió el curso natural y lo sacó de la ciudad. La presión social logró que se convirtiera en un jardín con zonas deportivas, carril bici y caminos para runners, entonces corredores, coronado por la Ciudad de las Artes y las Ciencias. Un jardín que no acaba en el Mediterráneo, que tampoco tiene desembocadura. Muchos runners descubren con asombro que no se puede llegar hasta ver el mar. Es casi una broma de mal gusto. En un margen se topan con un muro a las espaldas del Ágora; en el otro, con las vías del tren y después el circuito de Fórmula 1, esperando a ser desmontado. València no tiene desembocadura.
Para entender el misterio de la desembocadura perdida hay que ir muy atrás en el tiempo. La original, la que generaron millones de años, glaciaciones, sequías, la anterior al ser humano, se hallaba más al norte. La misma línea del mar se hallaba más retraída. En tiempos de los romanos, la playa comenzaba en la plaza de Honduras. “Cuando hicieron las obras para el parking de J. J. Domine aparecieron restos del puerto de mar de Tomàs Güelda, de finales del XVII”, recuerda Felip Bens, escritor y cronista de los poblados marítimos. Siguiendo la costa, el parking se halla a unos dos kilómetros al norte de la desembocadura perdida y a ocho de la nueva, la que trajo el Plan Sur.
En 1403 los jurados de la ciudad debatieron sobre una propuesta que habría cambiado la historia de València tal y como la conocemos. La intención era abrir un gran canal para hacer que el agua del mar llegara hasta la ciudad, de tal forma que el río estuviera siempre lleno y la ciudad pudiera ser portuaria. Lo relata José Hinojosa Montalvo en De Valencia a Flandes. La nave della fruta. “El proyecto no pasó de tal en vista de las posibles dificultades que acarrearía la obra (posibles inundaciones del cauce, mayor insalubridad, etc…) y los elevados costes financieros de la obra”, escribe. El dinero, como siempre, como medida de todos los límites. Así que se optó por instalar embarcaderos.
El primer gran proyecto de puerto fue bajo el reinado de Fernando el Católico, en 1483. El 5 de mayo el rey le concedió al noble Antoni Joan y sus sucesores un privilegio para la construcción y explotación de un puente de madera para operaciones de carga y descarga. “En 1555 el muelle estaba arruinado”, explica Hinojosa. No será hasta el siglo XVIII que comience a operar un puerto en condiciones. Y no sin dificultades. “Los puertos con río fluvial tienen todos el mismo problema”, explica Vicent Palací, del Puerto de València; “van recibiendo las aportaciones del río y se tienen que ir dragando”. Un problema que en València se ha resuelto trasladando la desembocadura hacia el sur, apartando el problema como si se escondiera debajo de la alfombra lo barrido.
Aunque también pudo ser distinto. A finales del XIX hubo un profundo debate sobre si hacer que el puerto creciera hacia el sur o hacia el norte, mirando a Sagunto, recuerda Moltó. Lo recogió el geógrafo Josep Vicent Boira en su libro sobre el Grau. Ganó la opción sur. El misterio en parte está resuelto. València, como un trilero, ha ido moviendo la pelota roja de la desembocadura. Tanto, que ya no está en la mesa. Pero no cabe achacarlo a un capricho, sino a mera supervivencia. “Siempre ha sido una desembocadura problemática”, comenta Boira. “Los proyectos del XIX tenían que ver no sólo con el Puerto sino también con lograr que no se inundara el Grao. Aquí no le hemos llamado como al Júcar, el devastador, pero no ha sido una relación cordial. Era un río poco domesticado, sin una desembocadura clara, muy dependiente de las crecidas…”.
Volvamos al Puerto. Al lado de Palací, en una sala de reuniones de la segunda planta del edificio portuario, el subdirector general Manuel Guerra, 67 años, toda una vida dedicada a él. “Soy ingeniero, necesito mapas para explicarme”, comenta Guerra. Una vieja fotografía de la ciudad tamaño A-1, datada a principios de milenio, permite comprobar el trazado geográfico de la ciudad. “No está el Ágora”, apunta Kike Taberner. “Debe ser de 2000”, conviene Guerra. “Por aquí viene el río del Turia, aquí se desvía, y ésta es la desembocadura”, señala a la boca del Plan Sur. ¿Y la desembocadura anterior, la que fue la salida al mar del Turia hasta la llegada del Plan Sur en los años 60? “Esto no es un río, ni es un cauce para nada”, insiste.
El actual tapón de lo que fue la desembocadura, la rotonda que se quiere retirar unos metros, se concluyó en 2004, según recuerda Moltó. Ese mismo año el barrio sufrió inundaciones. El Puerto encargó estudios universitarios que demostraban que ellos no tenían la culpa, pero los vecinos miraban al Gran Hermano con aprensión. No les creían. Guerra insiste en que no puede ser culpa del Puerto. Dibuja en la libreta. A la izquierda, Nazaret; en el medio, lo que fue río y ahora no lo es; y a la derecha el Puerto. “El Puerto está a menos altura”, dice.
Desde el tejado de las oficinas portuarias se ve perfectamente esa manga de tierra que fue en su día río. Enfrente, en la margen contraria, el Polideportivo de Nazaret, las casas de la calle Mayor, el paseo inconcluso que termina a los pies del Puente de Astilleros. “Parece un río pero no lo es”, insiste Guerra. Más arriba, la zona pendiente de urbanizar del jardín del Turia, ese río de final amargo, difícil, cuya desembocadura ha sido un enemigo íntimo, un peligro. Y, como una cicatriz de una pelea barriobajera, el circuito de Fórmula 1. El Puerto domina esos terrenos. Los edificios más relevantes están vinculados a él. Las oficinas de MSC ya son un tótem identificable. No son poblados marítimos; ahora son terrenos portuarios. “València era una ciudad fluvial, marítima y en menor medida portuaria; ahora es una ciudad portuaria, marítima y nada fluvial”, sintetiza Moltó.
Tras el convenio firmado por el Puerto de València y el Ayuntamiento, parte de estos terrenos donde hubo una vez un río se transformarán en un gran parque de 195.600 metros cuadrados que se llamará, cómo no, Parque de la Desembocadura, aunque no desemboque en nada. De ellos, más de la mitad, 87.998 metros cuadrados, se dedicarán a espacio deportivo. Todo apunta a que allí instalará el Levante su ciudad deportiva. Pero los vecinos quieren un poco más, quieren que el Puerto abra el cauce, cree una nueva desembocadura y haga honor al nombre del parque. Es sólo quitar unos kilómetros de asfalto. No será la desembocadura original, perdida hace siglos; no será la oficial, inaugurada en los años 60 con el Plan Sur; será la desembocadura perfecta de la València que nunca fue, la postal idílica, convirtiéndola en una zona de recreo deportivo, con espacio para remo, deportes acuáticos; el final feliz a una historia de amor tortuosa. Como apunta Moltó, “tampoco cuesta tanto”.