Cocinar para toda la familia, con toda la familia

Arroz en el horno moruno de la abuela Adelaida

Lo tengo claro, mi mejor día de este verano, el más feliz, fue el que pasé en Baldovar. 

| 09/09/2022 | 6 min, 15 seg

Llegué a mediodía. Un grupo de cinco o seis chicas adornaba la estrecha carretera, en la entrada del pueblo, para las fiestas de San Roque. Al fondo se veía el frontón donde, por la tarde, empezaría otro año más el campeonato de 24 horas. Bajé del coche para preguntar la dirección de la casa a la que me dirigía y, entonces, me llegó el aroma de pan cociéndose. Aún no sabía que provenía del horno de Adelaida. Durante unos segundos solo hubo eso: pan y sol, pan y olor a pan.

A Adelaida Alvir Cebellán, de 93 años, se le despejó el sueño a eso de las 4 de la madrugada. Dos horas después, a las 6, tenía que empezar el baile, y el baile no era otro que encender el horno moruno. Adelaida se puso su bata azul, con un ligero estampado de flores. Imagino que después se peinaría bien su cabello gris, y haría más cosas por casa, mientras aguzaba el oído para ver si escuchaba al resto de la familia. Porque a este baile de encender el horno moruno estaba previsto que fuera la familia entera. Iba a ser un día que empezaba muy pronto y terminaría muy tarde, en el que del horno saldrán panes, tortas, arroces, asados de carne, verduras y hasta algún pastel. Se almorzará, comerá, merendará y cenará de lo que salga de las entrañas del horno. Saciará varias veces a los dieciséis que viven o veranean en la casa familiar (una casa con varias viviendas y patio familiar y horno moruno en una esquina). A las 5.30, Adelaida salió fuera, y allí se encontró con su nieta Ester y el marido, Xema, y con su otra nieta, Amparo y a saber si con alguno de sus biznietos. Ese día fue de cielo claro y a esa hora, seguramente, aunque no había amanecido aún, con mirar hacia arriba ya se sabría todo esto. 

Al cruzar la puerta de entrada al patio, me topé con Xema, trajinando con una pala de hornero. Ester se alejaba hacia la parte baja de la casa y volvió enseguida con más tortas de panceta y longanizas y con más panes listos para ser horneados. Su Sus hijos, Llum y Arnau, y una sobrina y algunos amigos ya andaban por allí, con sus panes y sus tortas. A todos les brillaban los ojos. Xema sonreía como si fuera el portador de las llaves del Cielo. Me contó lo que estaban haciendo, lo que habían cocido ya en el horno, lo que estaba por venir. Me pareció perfecto. Lo sé porque me entraron ganas de comerlo todo. De decirle a Chema, parad, ya hay bastante, con eso nos alimentamos el día entero.

El horno moruno tarda unas tres horas en calentarse, “cuando la piedra se ha puesto blanca”. A las 9 de la mañana, grandes y chicos empezaron a amasar, luego dejaron que la masa fermentara una hora (eso en verano, en invierno tarda más por el frío). A las 11 sacaron los primeros panes recién hechos. Habían sido varias tandas. 

En el comedor de abajo, un antiguo almacén ahora equipado con baño, cocina y nevera, nos sentamos a la mesa, una mesa muy larga con más de una docena de sillas alrededor. Cortaron las tortas de longanizas y panceta, sacaron vasos y abrieron una botella de vino. Llum llegó con una tarta de queso humeante. Ahora mismo, mientras escribo, mi cerebro está generando el recuerdo olfativo de aquel momento. Es como si estuviera saboreando lo mismo que comí a 92 kilómetros de distancia, hace 33 días. Pero no se preocupen, que no voy a cansarles con la magdalena de Proust.


Adelaida habla de la comida y de la vida como si fueran lo mismo. Es una de esas abuelas imperecederas, aquellas mujeres que durante los meses en los que no había colegio se quedaba al cuidado de los hijos de sus hijos para que los progenitores pudieran ir a trabajar. Le encanta leer y dar paseos con su hermana Felicidad. “A los 8 años ya cuidaba el ganao. A los 14 me fui a servir a Valencia. Luego trabajé cosiendo para Francis Montesinos”. Con estos tres detalles se puede escribir el guion para una serie de dos temporadas. Adelaida fue poco a la escuela, pero su padre le enseñó lo básico. “Él sí sabía leer, dividir y hacer contratos. Fue el presidente de las bodegas de Baldovar”. Su padre decía de su esposa que no sabía dividir pero sabía repartir: José Vicente, el Yesano, y Águeda. Me va contando estas cosas mientras Xema y Ester preparan las cazuelas de arroz que van a entrar al horno. Xema es cocinero en el IES Molí del Sol, de Mislata.

Es un arroz al horno con la carne y el embutido de orza. Para diez personas. 10 longanizas, 6 morcillas, lomo, costillas, patatas, garbanzos, tomate, ajos, arroz. Se cocina como cualquier receta de arroz al horno tradicional. Se sofríe la carne de cerdo, el embutido, se pasa a las bandejas, se sofríen los ajos con el aceite que han soltado y luego se sofríe el arroz y el pimentón, se reparte en las bandejas. A este arroz no le hace falta añadirle caldo, con el sabor del aceite de la orza y algo de agua, sin más, es suficiente.


Toca esperar, según la temperatura a la que esté el horno, 25 o 30 minutos para sacar las cazuelas. En ese tiempo, Adelaida me habla de su marido, que era alto y le gustaba mucho bailar, como a ella, así que cuando se jubilaron bailaron mucho. Me cuenta que su familia gestionó el horno comunal de Alpuente, que entonces las mujeres les entregaban “la polla” a los del horno, que no era más que el pago por cocer el pan: cada 20 panes 1 para los horneros, por 10, medio. Hasta me recita un dicho de aquella época: “Las mujeres en el horno solo riñen por dos cosas: por meter y por sacar, si me toca o no me toca”. De cuando la merienda era: pan, vino y azúcar; se utilizaba “el sustanciador”, el hueso de jamón para caldo que se compartía entre familiares y vecinos; y a todos los niños a los que les ponía de nombre Roque se morían pronto.

Luego comemos. El arroz está bueno y eso se sabe porque repetimos (y volveríamos a repetir). Tomamos café y un chupito. Adelaida solo le echa anís al poleo. Va a ser larga la sobremesa, aunque ella, a eso de las 5 de la tarde, se sube un rato a casa para echarse un rato la siesta. 

Quiero despedirme de ella, así que salgo al patio. Antes de que suba las escaleras, me señala una mata de tomates cherry que hay en el muro, junto al horno, “Todos los años sale la mata sin que nadie la plante. Ya lo verás el año que viene”. Adelaida tiene 93 años y el año que viene tendrá 94.

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