VALÈNCIA. El conocido como “Muro de Adriano”, quizás la construcción vertical más larga que levantaron los romanos fue declarado Patrimonio de la Humanidad en 1987. Con finalidad defensiva y más de cien quilómetros de longitud ha resistido, casi veinte siglos, los embates de las tribus autóctonas de Britania, además de toda clase de fenómenos naturales. Sin embargo acaba de sucumbir uno de sus tramos al aparentemente inofensivo turismo del selfie, masivo, insensible, egoísta e incívico. En este caso el ejercito de seguidores de la serie Juego de Tronos, no dudaron un instante en anteponer su fanatismo al respeto por un patrimonio de dos mil años. No ha sido una castastrofe irreparable pero al parecer una parte del muro se ha venido abajo por el continuo trajín del turisteo deseoso de inmortalizarse subidos, como émulos de sus héroes, en esta construcción, lo que no deja de ser un símbolo de unos tiempos complejos. Y el caso es que en el lugar hay carteles advirtiendo de la prohibición, pero son muchos, demasiados, los que la obvian hasta convertir en masiva la rebeldía turística. Quien iba a decir que la inocente cámara del teléfono móvil iba a constituirse en un arma indirecta de riesgo potencial. Fue también recientemente en Lisboa, en su Museo Nacional de Arte Antiguo, cuando un turista, mientras intentaba sacar la foto perfecta, en ese proceso un tanto ridículo a la búsqueda del ángulo perfecto, sin dejar de mirar, absorto, la pantalla de cristal líquido, tropezó con con una talla policromada del arcángel San Miguel del siglo XVIII, precipitándola con gran estrépito contra el suelo. Desastre, y no es el primero. Hemos de hacernos a la idea de que periódicamente saltará en los teletipos una noticia de esta naturaleza.
La tendencia del turismo global puede ser explicada mediante una gráfica en la que una línea ascendente se aleja paulatinamente y con firmeza de la horizontal. Una “clara tendencia alcista”, como dicen los gurús de la bolsa, que va a conllevar efectos positivos y negativos. Cierto que también hay una parte del patrimonio, “no icónico”, de hecho la mayor parte del mismo, que a pesar de tener un valor extraordinario, a penas se visita. Algunos pasamos ahí los mejores momentos cuando descubrimos y visitamos ese patrimonio que vive “tapado” y en algunos casos sobrevive. Sin embargo lo “mainstream” es pasto de las masas de las que formamos parte, hay que reconocerlo, careciendo, por tanto, de autoridad moral para criticar el infierno que es visitar la Fontana di Trevi, sea la hora que sea, cuando ciertamente formamos parte del mismo.
La tormenta perfecta se ha producido al unir masificación y tecnología ¿cuándo se rompió la magia?, ¿Desde cuándo la tecnología doméstica ha convertido la visita a determinados espacios “sagrados” en un pandemonium?. La nube de fotógrafos ocasionales de una Gioconda a penas se intuye tras una muralla de dispositivos móviles es una imagen que se sitúa entre lo surrealista y lo nauseabundo. Decenas de instantáneas al minuto, no de la obra de arte, sino de un lugar y un momento. La obra de Leonardo como excusa, prueba del “Yo estuve ahí” o incluso más inmediato “yo estoy ahora aquí” como único propósito perseguido. Va siendo hora de que los grandes museos se planteen seriamente la prohibición de realizar fotografías en una lucha, no ya en protección del copyright, sino contra la estupidez humana.
Hasta yo caí en la mundana tontería. Reconozco que hace años una vigilante de sala me reprendió en el Prado, concretamente en la sala que se exhiben los fabulosos bodegones de Luís Melendez (1716-1770) porque desenfundé mi teléfono móvil cortando la quietud del momento el click de la cámara del iphone. Creo que el detalle retratado era la asombrosa cortada de salmón, entre otros víveres y utensilios, de uno de sus “still life”. No había nadie más en la sala pero las normas son las normas. La vigilante incluso me informó, como si fuera un púber rebelde, de que todos y cada uno de los cuadros expuestos están en alta resolución en la magnífica web del museo, cosa que no sabía por aquel entonces, lo que hizo sentirme, y con razón, como un tonto puesto que mi “gamberrada” no tenía mucho sentido. Si tienen la tentación de conectar la cámara de su móvil en el Prado, ya lo saben. Lo mismo podría decir de otras muchas pinacotecas importantes que ya disponen de webs muy completas y con fotografías mucho mejores que las que podamos hacer nosotros.
La semana pasada asistí a un breve debate en el muro de Facebook de un amigo historiador con otro, profesor de filosofía, a cerca de si, en prevención de estos pequeños desastres debía de alguna forma “filtrarse” al tipo de visitante que accede a estos espacios según su interés, preparación etc. No quedo la cosa clara pero, al menos, se puso sobre el tapete un tema del que hay que empezar a hablar, aunque sea muy complejo de poner en práctica, sin correr el riesgo de caer en cierto elitismo intelectual y cultural. Piénsese en la cantidad de visitantes que sin preparación alguna, incluso con una actitud un tanto displicente, entre los muros de un museo su mente hizo un click definitivo. Dicho esto, no es menos cierto es que en las salas de muchos museos se vive, permítanmé, cierto desmadre y anarquía que no casa demasiado con la reverencia y recogimiento que merecen lugares de los que penden, silentes, obras maestras del arte. El disfrute del arte reclama del espectador atención a través de un grado asumible de silencio, del menor número de interferencias visuales posibles y, en definitiva, cierto sosiego ambiental, pero la empatía brilla por su ausencia.
Esta misma semana hemos conocido la huelga del personal de sala del del Louvre, desbordado por la avalancha de turistas indisciplinados cuyo número ha subido considerablemente en la última década, cuando el de personal, paradógicamente, ha disminuido. “El Louvre se asfixia” titulan su comunicado a la dirección. Ciertamente visitar un museo sorteando grupos, esquivando fotógrafos instagramers, escuchando comentarios hilarantes o cruzándote con esos personajes que arrastrados por otros van recorriendo las salas pendientes de su grupo de watsap, condiciona el disfrute de aquellos, que quizás no tengan la oportunidad de regresar, que desean una visita por lo menos apacible.
Afortunadamente, para los amantes del arte, nunca la mejor tecnología posible hará que sea sustituible la mágica presencia de la obra original a poco más de un metro por reproducción virtual, pero también parece claro que los museos deben plantearse algunas medidas, no digo exclusivamente de tipo coercitivo pero sí impulsar otra forma de visita, a través de la pedagogía del sentido común. No albergo dudas de que los museos pueden activar programas para educar y, finalmente, “convencer” a los visitantes, si no se quiere directamente prohibir, que fotografiar la Gioconda es absurdo, ridículo. De hecho no se me ocurren muchas razones por las que la mayoría de los museos autoricen realizar fotografías. Hay que decir que el Prado es una de las excepciones. La vanidad es el pecado capital de los grandes museos: miles de fotografías diarias son miles de interacciones en las redes, millones de fotos en Instagram y la consiguiente publicidad de las colecciones y exposiciones temporales, por tanto más visitas reales y virtuales. La guerra por el click llegó y esperemos que, tal como lo hizo, se vaya.