Hay meses que uno no sabe de qué escribir. Y luego hay días en que empiezas tres artículos diferentes y los tienes que tirar todos a la basura porque antes de terminarlos ya ha salido una nueva bomba informativa que los deja inservibles
La actual avalancha empezó en Murcia, donde PSOE y Cs pactaron un asalto al poder con sendas mociones de censura, en la Comunidad y su capital, donde actualmente gobierna el PP. Pactar con el PSOE es lo más inteligente que podía hacer Cs… en mayo de 2019. Ahora, ha sido una clarísima señal de desesperación, ejecutada encima sin tener en cuenta las rencillas internas que, al parecer, son corresponsables de la deserción por sorpresa de medio grupo parlamentario de Cs camino del PP. La maniobra del PP, por otra parte (“premiar” con consejerías a los cargos díscolos de Ciudadanos), ha sido escandalosa incluso para los parámetros españoles, donde el Pacto Antitrasfuguismo muchas veces es papel mojado. ¿Existe la posibilidad que esto le pase factura electoralmente? Pues existir, existe, pero creo que les resulta irrelevante: incluso si un panel de politólogos hubiese probado más allá de toda duda que este flagrante caso de compra de diputados iba a costarle votos al PP, el PP lo habría hecho igual. Desde los tiempos de Manuel Fraga, la dirección del PP tiene una cosa muy clara: lo primero es garantizar la supervivencia del partido, los gobiernos vienen después.
Una caída del gobierno murciano hubiese dejado en el alero otras autonomías donde la suma PSOE+Cs hubiese bastado para una moción de censura. Muy notablemente, Madrid y Castilla y León, donde el PSOE además es la lista más votada y el PP lleva gobernando 26 y 34 años respectivamente, con la consiguiente necesidad de airear (argumentos que ahora sonarían un poco hipócritas tras los pactos de 2019, ¡pero que hasta ese momento eran el mantra de Ciudadanos!). Y sin Madrid, el PP se quedaría en cuadros. Y la maniobra, por muy fea que resulte, ha funcionado: el partido que se ha derrumbado es Ciudadanos, cuyos cargos están saliendo en desbandada rumbo al PP.
Pero el terremoto no paró ahí, porque en seguida vino una réplica en Madrid, donde la presidenta Isabel Díaz Ayuso anunció por sorpresa la disolución de la Asamblea, al no fiarse de su socio de gobierno. La oposición intentó entonces registrar sendas mociones de censura, aprovechando que el acuerdo de gobierno estaba firmado pero no formalmente publicado, para impedir la convocatoria de elecciones. La cosa derivó en un sainete, con la Mesa de la Asamblea admitiendo a trámite las mociones (y con Vox votando a favor de la moción de Mas Madrid y en contra de la del PSOE – es decir, a favor de la que permitía denunciar sin riesgo alguno los “golpes de estado” de la izquierda, y en contra de la única que quizás hubiese podido prosperar), una resolución del TSJM diciendo que lo que prima es la convocatoria de elecciones, y el papelón de Ciudadanos: votando a favor de que las mociones fuesen admitidas… al tiempo que declaraban que, caso de producirse las mociones, votarían por Ayuso. No fueron muy bien recibidas estas declaraciones de amor: Ayuso destituyó fulminantemente a todos los consejeros de Ciudadanos. Lo que no ha impedido a estos asegurar que tras las elecciones estarán encantados de volver a apoyarla. En este esperpento se refleja todo el drama de Cs: hace dos años, recogió muchísimos votantes de derechas exasperados con los continuos escándalos del PP de Madrid, una comunidad que lleva cinco presidentes en diez años, incluyendo a algunos tan notorios como Ignacio González (investigado por el “Caso Lezo”), Cristina Cifuentes (que dimitió tras filtrarse un video de seguridad donde aparentemente intentaba hurtar una crema en un supermercado, una filtración cuyo origen nunca se supo pero que muchos apuntan al propio PP, donde querían deshacerse de ella por el desgaste de su Master de la Universidad Rey Juan Carlos), o Angel Garrido (que tras menos de un año dimitió de todos sus cargos… para irse a Ciudadanos, ¡el partido del futuro!). Sin embargo, Ayuso ha polarizado tanto al electorado que la mayoría de votantes de Cs volverían al instante al PP si sospecharan por un momento que Ciudadanos pudiese apoyar un gobierno de izquierdas.
Unas elecciones no se convocan con la intención de perderlas, y efectivamente todas las encuestas daban una gran subida del PP y una cómoda victoria. Por eso el tercer terremoto resulta más inexplicable aún: que el vicepresidente del gobierno Pablo Iglesias anunciara su intención de dimitir para presentarse a las elecciones de la Comunidad de Madrid. ¿Para qué?, se ha preguntado todo el mundo. En el video con el que anunció su decisión, Iglesias habla de los logros logrados, recorre los propósitos de Podemos, y ataca a “la derecha criminal”, apoyada en los grandes intereses financieros. Nada realmente nuevo… salvo señalar que dicha batalla tiene su frente más acuciante en la Comunidad de Madrid, donde la ultraderecha puede acabar en las instituciones.
El movimiento, visto con unas dosis de pragmatismo (y también de cinismo), tiene varias ventajas: demuestra que Iglesias no está apegado al cargo, o al menos que la participación en el gobierno esta legislatura ya ha llegado a su límite de utilidad, particularmente con los últimos desplantes del PSOE en materia de alquileres. Además, cumple sus promesas de retirarse y que la próxima candidata de Podemos pueda ser una mujer (para lo que apoya a la ministra de Trabajo Yolanda Díaz, muy bien valorada en las encuestas). Algunos le han afeado que haya apartado a Isabel Serra, la anterior candidata y actual portavoz de Podemos en la Asamblea, pero a Serra parece que ya la iba a apartar la justicia: está condenada por el TSJM a 19 meses de inhabilitación por desórdenes públicos durante un antidesahucio. Aunque la sentencia está recurrida ante el Supremo, una candidata que en unos meses tal vez tenga que abandonar el escaño es un riesgo mayor que traer a un peso pesado del partido. Máxime cuando Podemos en 2019 apenas superó el umbral del 5% de votos para entrar en el reparto de escaños. Con Iglesias al frente, ese peligro al menos parece alejarse. Y tras los decepcionantes resultados de Podemos en Cataluña y el País Vasco, puede ser el revulsivo que necesita el partido.
¿Los inconvenientes? Que es una figura que polariza, incluso más que Ayuso, y va a movilizar al electorado de derechas… que por otra parte ya estaba bastante movilizado. Pero parecen riesgos asumibles: en el peor de los casos, se pierden unas elecciones donde la izquierda lleva sin gobernar 26 años. Y ni siquiera se pierden para otros cuatro años: en 2023, Madrid se “reenganchará” al ciclo electoral del resto de autonomías. Quizás el movimiento adquiere más sentido como desafío a Más Madrid, el partido de Íñigo Errejón, que se llevó gran parte de los votos de Podemos en la Comunidad. Tras hacer una oferta de cortesía por presentar listas conjuntas, Más Madrid ha optado por presentarse por su cuenta, con una candidata solvente, Mónica García, trabajadora de la sanidad pública y que viene de las mareas blancas. Dada la ley electoral madrileña (distrito único con umbral del 5%), ir separados realmente permite recoger más votos. Pero si aun así Iglesias lograra el sorpasso, la presión para ir en listas conjuntas en próximas elecciones crecerá. En este punto concreto, Iglesias está actuando como Teodoro García Egea en Murcia: primando la supervivencia del partido. Esta regla no es privativa del PP, ¡faltaría más!, sino que la tiene cualquier partido medianamente exitoso. Con ciertos límites éticos y estéticos, por supuesto, pero estos ya no dependen tanto de los partidos como de sus votantes.