Como la tipografía vasca, Leixuri, acodado sobre su chaflán de Cirilo con Grabador Esteve, parece tallado en la piedra del Ensanche. Procedente de un medievo que viaja hasta 1982
En un marco de cambios frenéticos y fidelidades livianas, el culto a la cocina de cuna de Macedonio y Arantxa podría resultar una apuesta con fecha de caducidad, como en la tapa del yogur. Leixuri -que siempre estuvo allí- ha aprovechado los relámpagos amenazantes para reivindicarse.
Sorteando el peso de la solidez y afilando su cintura, desde hace pocas semanas han sacado el bacalao, el rodaballo y las alubias de Garitondo a pie de calle. Han hecho inventario de sus propiedades. Han cambiado de sitio los muebles. Han abierto su propio porche. Han sacado algunas mesas a la calle. Ahora a Leixuri te lo encuentras al paso como a ese vecino de toda la vida con el que jamás intercambiaste mucho más que un hastaluego.
Amamantados en el cuerno de la abundancia del campo y el mar vasco, resultan más contraculturales que nunca. Aunque tratan de acercar a un público nuevo a base de pintxos y cazuelitas, suspiramos porque perdure su salón noble, símbolo de emancipación para las generaciones empeñadas en envidiar a nuestros padres.
Incluso Leixuri se ha cansado de perdurar en el pasado y retozarse en la melancolía de los sitios que cerraron porque los amábamos tanto que habíamos dejado de ir. Se trata de honrar al futuro.