Ripollés, el artista castellonense, continúa triunfando en China y Europa mientras es orillado en la Comunitat Valenciana, anatematizado por su amistad con políticos condenados por la corrupción como Carlos Fabra
VALÈNCIA.- Ripollés se encuentra en su casa estudio en Mas de Flors. Este pequeño casco urbano de origen medieval es una pedanía de la localidad de Sant Joan de Moró (Castellón), ubicado geográficamente en la Rambla de la Viuda, a 180 metros de altura sobre el nivel del mar. La casona se halla junto a la plaza que lleva el nombre del artista. Para acceder a ella hay que bajar unos pocos escalones. La puerta está abierta. El cartero entra sin llamar. En el interior se encuentra Claudia Oaca, que está ordenando y limpiando. Recoge el correo. Claudia es la hija del guardés de la casa, Georghe. Rumano, oriundo de Cracovia, es la mano derecha del artista en el cuidado del campo y los animales. Claudia explica que Ripollés está en la cocina, ubicada en la planta baja que da a los huertos.
El artista, al oír que han entrado los visitantes que aguardaba, llama desde la cocina. «Aquí, aquí», dice. Acude a la puerta del comedor limpiándose las manos con una servilleta. Se disculpa. Acaba de terminarse una rodaja de sandía. «No había comido nada aún y anoche no me dio tiempo a cenar», se excusa. Conduce por la estancia amplia, donde al fondo se ve la cocina, abierta, conectada con el comedor, sin pared que les separe. En un lateral se puede distinguir una pequeña bodega donde atesora vinos de la tierra. Una pata de jamón serrano preside la encimera. Todo el espacio está decorado con un batiburrillo de obras de arte, objetos antiguos y elementos decorativos rurales.
Son las once de la mañana. Ripollés lleva horas allí. Se suele levantar a las cinco y media en su domicilio, en Castellón, y se acerca a la casa estudio. En ocasiones se queda a dormir. No es el caso. «He aprovechado y he recogido un poco todo esto, que ayer estuvieron unos amigos todo el día y parecía que habían llegado los bárbaros», bromea. Una vez a la semana Ripollés convoca a sus amigos a comer en Mas de Flors. Algunos de ellos lo son desde hace décadas. A otros los ha conocido recientemente. A todos trata por igual.
Corta en rodajas la corteza de la sandía y con ella y otros restos vegetales llena una cesta con la que se dirige hacia el corral que tiene a espaldas de la casa. «Trabajar en el campo es como ir a un gimnasio porque siempre hay cosas que hacer» —dice— «es un gimnasio continuo», añade. A él se le acumulan los asuntos pendientes ahora que está recién aterrizado de Asia. Allí ha estado entre Taichung (Taiwán) donde comparte estudio con un escultor local y proyecta nuevos prototipos de esculturas, y Fujian (China), donde supervisa los trabajos de fundición de una de las tres esculturas que el magnate taiwanés Guan Tsao le ha encargado para los tres parques ceremoniales que la familia Tsao posee: el Yuzi Paradise (Guilin), el Moon Lake Sculpture Park (Shanghai) y la necrópolis ceremonial de ChinPaoSan (Taiwán).
Ripollés también está preparando varias esculturas para el empresario, urbanista y coleccionista de arte chino Lee Bo, así como su próxima exposición en Pekín en el National Art Museum of China, considerado por muchos como el centro artístico más importante del país asiático, una muestra que después viajará al Museo de Shandong. En el NAMOC la obra artística española es bien conocida. Allí se exhibió en 2013 una colectiva titulada De Picasso a Barceló. Escultura española del siglo XX, en la que se reunieron 79 piezas de artistas como Picasso, Gaudí, Chillida, Gris, Gargallo, Oteiza o Leiro. También se realizó una muestra dedicada a la suite Vollard de Picasso. Que Ripollés protagonice una macroexposición monográfica le sitúa a ese nivel, al de los grandes nombres: A sus 85 años el artista valenciano, nacido Juan García Ripollés el 4 de septiembre de 1932 en Alzira, está viviendo uno de sus mayores éxitos profesionales. Algo que no parece haber afectado a su peculiar personalidad, compuesta a partes iguales de bonhomía, inocencia y carácter.
Criado en Castellón tras la muerte de su madre durante su parto, Ripollés se ha labrado una fama de hombre peculiar, bon vivant, una especie de buen salvaje rousseauniano. Generoso y divertido, fue el escritor Manuel Vicent quien en Ángeles o neófitos (Editorial Destino, 1980) le bautizó como Beato Ripo, un sobrenombre con el que se siente cómodo. Camino del corral donde tiene tres burros, cabras, gallinas y gallos, reflexiona sobre cómo han cambiado los modos de vida y el diferente significado que tienen ahora las edades. «Estamos desorientados con el tiempo. La evolución del ser humano ha ido muy deprisa. La propia Naturaleza ha cambiado al hombre. Se vive más y los trabajos han cambiado, ya no son como antes», reflexiona.
«estamos desorientados con el tiempo. la evolución del ser humano ha ido muy deprisa. la propia naturaleza ha cambiado»
Pese a ser consciente de los derroteros por los que se conduce la modernidad, Ripollés mantiene una serie de peculiaridades que le atan al siglo XX. Por ejemplo, no tiene cuenta corriente. «No me hace falta», dice. Sonríe al comentarle la existencia de las redes sociales. Telúrico, le gusta alimentarse de lo que produce su huerta. Señala a sus campos. «Aquí tengo todo lo que necesito. Aquello son judías, esto es lechuga, ahí puerros, zanahorias… ¡Mira, cerezas!». Cuando viaja solo lleva dos mudas. Al llegar al hotel cada noche lava en la bañera la ropa que ha usado y la deja secar un día. Los pañuelos que se enfunda en la cabeza tienen puntas de colores diferentes (azul, verde o blanco) según su estado anímico. Antes también tenía pañuelos con puntas rojas que advertían de que estaba enfadado. Cuando alguien que le conocía le veía con ese pañuelo sabía a qué atenerse. «Daba miedo», bromea su amigo el periodista Eduardo Alcalde. Hace tiempo que no los emplea. «Ya no me remueven la sangre ni los nacionalistas», explica el artista.
Vestido con una almazuela realizada por su suegra a partir de un chubasquero Karhu remendado con otras telas, la única modernidad que se permite en su utillaje cotidiano es un móvil sin internet, que emplea para llamar y ser llamado, nada de mensajes ni por supuesto WhatsApp. Como sonido de timbre ha seleccionado rebuznos de burro. Recibe una llamada a la que atiende. Le piden hacer algo ese mismo día. No puede, asegura. Su interlocutor insiste hasta que Ripollés se enfada y le dice que no, que ya verá si lo hace al día siguiente. La conversación prosigue. Más relajado, el artista comenta a su interlocutor: «Mi secreto es que no tengo agenda. No quiero saber lo que tengo que hacer al día siguiente».
Cuando abre la puerta del corral los animales se le acercan. Por un instante parece San Francisco de Asís. Les habla mientras reparte la comida por el suelo. Las gallinas y los burros le rodean. Las cabras tardan un poco más. Ripollés mira satisfecho a los animales comer y se acerca a Georghe con quien comenta algunas cuestiones de la huerta. Junto al corral se encuentra la caseta donde pinta buena parte de su obra, un estudio en el que se arraciman desde sopletes de pinturas a lienzos. Ahora no hay ninguna suya terminada. «Desde que he llegado [del viaje] no he pegado ni una pincelada», se lamenta. Sí que están algunos bocetos de Juan Rivero, un pintor cubano que lleva años con él en la casa y que forma parte de su paisaje humano, junto a Georghe, Claudia, las dos Ana… «Me dijo que si le dejaba quedarse no se iría, y sigue aquí» —bromea— «yo no pienso echarle».
Rivero no se encuentra ahora. Ripollés explica que está empleando su técnica para sus pinturas. Usan pintura en polvo («como los primitivos»), colas y agua para limpiar los cuadros después de haberlos fijado. Ripollés innova constantemente con los materiales. Ahora ha incorporado cristal de Murano a sus grabados para darles una mayor presencia matérica, hasta el punto que son casi relieves. Está convencido de que buena parte de su osadía creativa se debe a su ignorancia de las normas clásicas, que admite no saber sin tapujos.
«En los oficios se sabe si las cosas están bien hechas, pero en lo creativo no; por eso en la creación uno no sabe por qué hace cambios. Hay muchos artistas que lo hacen por el intelecto, porque piensan que tienen que evolucionar, y se equivocan. Tienes que dejarte llevar. El creador debe ir siempre a lo desconocido, sentir lo que hace, y si no tienes que evolucionar, igual es porque no tienes nada más dentro». Para Ripollés el mejor aprendizaje pasa por el método prueba-error, método que aplica a todas las facetas de su vida. Como diría Kipling, no cree ni en el éxito ni en el fracaso, las dos caras de la misma falsa moneda. Es por ello que asegura que él «nunca» ha fracasado en su vida. «No recuerdo ningún fracaso. Lo que la gente llama fracaso yo lo llamo experiencias. Y espero tener muchas», agrega.
De vuelta a la casa, por el camino de la acequia, aparece su corredor de seguros. Ripollés le saluda. Se conocen desde hace años. Todo lo que rodea al artista lleva tiempo con él. Padre de tres hijos, explica que uno vive en Alemania, otra en Holanda y una tercera en Castellón. El primero le ha dado dos nietas, y las hijas sendas nietas. Precisamente en Holanda inauguró el pasado mes de julio una escultura de 11 metros y 7,6 toneladas de peso en la ciudad de Kerkrade, Viva la Vida, una obra que costearon los vecinos del pueblo y que se inauguró con motivo del célebre festival internacional de bandas que se organiza cada cuatro años. Allí es una estrella. Su hija, que tiene una galería de arte, vende obra de su padre constantemente.
Muy relacionado con Carlos Fabra, el expresidente de la Diputación de Castellón condenado por corrupción, Ripollés sigue defendiéndole a capa y espada. «¿Cómo no lo voy a hacer si lo conozco desde que era un bebé y gateaba? Yo trabajé para su padre y lo vi siendo un crío por su casa», se justifica. «Es mi amigo», insiste. Ni siquiera el hecho de que haya sido encarcelado le hará apartarse de su defensa. Es lo que cree que debe hacer. Es lo honesto. «Las personas públicas tenemos la obligación de ser honestas. Los grandes profesionales son gente honesta y humilde», señala.
No le molesta tampoco hablar de su buena relación con el expresidente del Gobierno José María Aznar, quien tenía una escultura de Ripollés en su despacho, y con su esposa, la exalcaldesa de Madrid Ana Botella. A ambos los conoció por mediación de Fabra, quien organizó una cena privada en la que estuvieron el artista y su pareja Pilar, junto a Fabra, la mujer de este, y el matrimonio Aznar Botella. «Cuando llegué allí, Fabra le dijo a Aznar: presidente, mucho cuidado con él que es un rojo», ríe. Fue en esa cena en la que Carlos Fabra le pidió a Aznar los permisos para hacer el aeropuerto de Castellón. «Lo necesito para la provincia», relata Ripollés. La amistad con Aznar la boicoteó el propio Ripollés de forma inconsciente al principio. Cada vez que le llamaban de La Moncloa el artista colgaba creyendo que le estaban tomando el pelo o que era un amigo bromista. La única forma la que consiguieron que les prestara atención fue cuando le dijeron que llamaban de parte de Carlos Fabra. Entonces sí que creyó que estaba hablando con el equipo del presidente del Gobierno.
Pese a tener que viajar constantemente, Ripollés no se lleva bien con los aeropuertos, donde ha protagonizado algunas situaciones curiosas por su forma de ser. Una de ellas se produjo en Manises, cuando tenía que tomar un avión con destino a Palma de Mallorca. Fue un viaje que no le apetecía, explica. Mandó un día antes a su pareja, Pilar, con el compromiso de que acudiría al día siguiente. Sentado en el aeropuerto escuchó varias veces que llamaban por megafonía a un tal ‘Juan García’. «Pensé: este va a perder el avión». Al cabo de un rato una azafata de tierra se le aproximó a él y le preguntó: «¿No es usted Juan García?». Y entonces recordó su nombre verdadero. «Pensé: Pilar no me va a creer; va a decir que he perdido el avión adrede». Y así fue.
En el comedor de su casona se pueden ver distintos objetos, a cada cual más extemporáneo. En una cómoda en un lateral se amontonan de forma ordenada gorras militares y de la Guardia Civil. También hay numerosos objetos de cerámica y porcelana. Hasta una pianola. Muchos de estos gadgets Ripollés los ha adquirido mediante trueque con gitanos nómadas que le conocen y se los ofrecen a cambio de obra suya. Es como una reminiscencia del pasado, una imagen de otro tiempo, que se ajusta a la personalidad de un sencillo primitivismo del artista. Un artista al que no le gusta tomarse en serio a sí mismo. «A veces, cuando me preguntan cuál es mi trabajo, en cuestionarios, en formularios, yo escribo que soy pintor de brocha gorda. Y eso es verdad, porque yo fui pintor industrial; ese es mi oficio».
Ripollés mira la hora en su móvil. Tiene que irse. Ha quedado con unos amigos. Antes de marcharse, ofrece jamón y olivas. Regala botellas de Mistela. «Ahora le digo a Georghe que os dé unas lechugas». Camino de su destino, volverá a llamar a la casa para indicar dónde está el queso curado y las cervezas. «Tomad todo lo que queráis», se despide. Tomad y comed todos de él. Del beato Ripo. Beatus Ille.
VALENCIA.- Fue el entonces alcalde de Castellón, Alberto Fabra, quien con el tiempo sería el último presidente popular de la Generalitat, quien le encargó en 2004 que realizara una escultura en homenaje a las víctimas del terrorismo, tras los atentados del 11-M. La obra se tituló La Paz. De 29 metros de altura y 34 toneladas de peso, se realizó con acero inoxidable, acero corten y cobre. La composición era de dos manos con antebrazos saliendo del suelo, con tres palomas de colores negro, amarillo y blanco, que reflejan las tres civilizaciones clásicas (África, Asia y Europa). Inicialmente la obra se iba a instalar en el cruce de la Plaza de la Libertad con la Avenida de Valencia de Castellón, pero por sus dimensiones se decidió ubicarla en la rotonda de la Carretera de Almassora y la Ronda Este. Se inauguró el 28 de septiembre de 2010 y tuvo un coste final de 180.000 euros. Apenas dos años y medio después, el 26 de enero de 2013, un temporal de viento con rachas de más de 100 kilómetros por hora derribó la obra.
Fue entonces cuando el artista decidió dejarla tal cual estaba. Su argumento es que la escultura le había hablado y prefería quedarse así, tumbada, rota. ¿Qué mejor metáfora del terrorismo que algo destrozado? «La vi y ella [la escultura] me decía que estaba bien», explica. El Ayuntamiento no le dejó e izaron las manos. Ripollés pagó con obra suya los trabajos que realizó el grupo Enrique Gimeno, pero la restauración se realizó a medias. Cinco años después, las palomas siguen sin instalarse, están en un solar del antiguo cuartel Tetuán XIV en Castellón, por lo que ahora solo se puede ver una obra parcial. Ripollés sigue creyendo que estaba mejor antes, cuando estaba partida en el suelo, rota por la fatiga de los materiales y el empuje de la Naturaleza. En algo es evidente que tiene razón: entonces estaba completa.
* Este artículo se publicó originalmente en el número 44 de la revista Plaza