Tras una noche de excesos y unas cuantas horas de sueño irregular amanezco (algunas veces) más allá de las once. Consciente de que ya no es oportuno un desayuno al uso, me dejo engullir por las tragaderas de la ciudad que en ese momento me parece un fondo croma
Plano 1. (interior pub, noche) Varón en los cuarenta (yo mismo) bebo un vodka con hielo apoyado en la barra de un pub de la Gran Vía con nombre de Rolling Stone. Una chica en los treinta que se parece a Uma Thurman se acerca para pedir. El camarero está ocupado y ella espera con la barbilla apoyada en una mano.
-«¿Cansada?», le pregunto.
- «¿De qué?», responde ella.
- «De estar aquí, de la noche», contesto.
- «¿Qué eres, terapeuta?», suelta ella en tono burlón.
- «No. Y no estoy casado», lanzo saltando en doble mortal a una piscina hirviendo.
- «¿No estás cansado de estar aquí o de la noche?», dice ella.
La observo preguntándome si ella ha confundido los términos “casado” y “cansado” o si me está vacilando. La chica pide un gin tonic, paga y antes de marcharse se dirige de nuevo a mi. “Yo si que estoy cansada, y ese chico moreno y alto de allí es mi marido». La miro mientras se aleja y descubro que estoy repentinamente enamorado.
Plano 2. (interior habitación, mañana). El varón (yo) entreabro los ojos esperando que sea otra realidad la que me rodea. Sigo soltero y echo mucho de menos que alguien me abrace por detrás y me diga que soy guapo, aunque sea mentira. Me pongo en pie, siento flojera en las piernas y (como buen hipocondríaco) pienso que quizá me desmaye. Aunque es la hora del brunch no es el momento para el brunch. Necesito procurarme el placer que nadie me proporcionó anoche y de paso nivelar el volumen etílico en sangre. Desciendo las escaleras mecánicas del Mercado de Colón mientras la brisa fresca de mayo despeja mi rostro. Hoy desayuno en Las Cervezas del Mercado.
«Bebes cerveza de tía», me dijo no hace mucho un conocido. Yo sujetaba mi Timmermans de cereza con la mano izquierda, dejé caer la mano derecha hacia atrás desde la muñeca en plan Boris Izaguirre y contesté, «así es, querido». Esa Lambic afrutada es mi cerveza favorita desde que descubrí que sus orígenes son tan fortuitos como los míos. A mi no me esperaban y ella fue fruto de un error malicioso. La noche anterior al concurso regional de cata en el que iba a participar, unos conspiradores de la competencia echaron cerezas en la barrica con el fin de perturbar su sabor. A la mañana siguiente el jurado la descalificó alegando alteraciones en su embocadura, pero nadie pudo negar lo especial del resultado.
Su tono rojo intenso incendia el vaso helado. El sabor es potente, con una acidez amansada por el suave chute azucarado que me lanza en vuelo de parábola hasta el recuerdo de los veranos de niño, los labios jugosos, los pies descalzos sobre el suelo caliente de terrazo, la sal en la boca, la piel húmeda, un beso largo y desmañado, el gazpacho, un huevo frito, las cerezas que extirpas del rabito atrapándolas con los dientes y cuyo hueso lanzas a la arena.
«¿Quién no se ha tomado una cerveza para combatir la resaca?», me cuenta Alicia López, Horeca-manager de Bierwinkel, y añade, «el Mercado de Colón es un buen lugar para el día después de casi todo». Acompaño mi Lambic belga de una porción de tarta Sacher, dos capas de bizcocho de cacao anexadas por un suave estrato de mermelada y cobertura de chocolate negro firmada por Paco Torreblanca. Desayunar cerveza de cereza con tarta Sacher me reconcilia con mi yo diurno pues sus sabores se impulsan a golpe de vals. Cada trago me desvela un cacho, me despierta un tanto adormeciendo los espectros de la sombra. A mi me gustan las cervezas de chica y me cautivan las mujeres que beben cerveza Samichlaus, negra y áspera, envejecida diez meses antes de ser embotellada y almacenada en el sótano de un castillo. Arriba es de día, pero abajo es lo que nosotros queramos ser.