VALÈNCIA. Con más de 80 años, Paul Verhoeven sigue manteniendo intacta su mirada provocadora e iconoclasta. También su capacidad para desconcertar jugando con las expectativas del espectador a través de un espíritu desvergonzado y juguetón. Su última película, Benedetta, se ajusta a la perfección a ese estilo cimentado a lo largo de tantas décadas a la hora de explorar el lado más turbio del deseo y de adentrarse en los límites de lo moralmente correcto. Pero también responde a una necesidad que el director siempre ha tenido presente. Para él la controversia es una forma de posicionarse frente al mundo, una forma de plantarle cara al sistema y de destapar sus miserias. Porque en el fondo, el cine de Paul Verhoeven siempre ha sido político.
La figura de Benedetta Carlini le sirve en ese sentido para hablar de la jerarquía eclesiástica de la época de la Contrarreforma en la Italia del siglo XVII y destapar su hipocresía y su corrupción, pero también para configurar uno de esos grandes personajes femeninos que ha construido a lo largo de su carrera y que escapan a cualquier estereotipo: fuerte, magnético, manipulador, adelantado a su tiempo, independiente y, al mismo tiempo víctima y verdugo. Aunque lo más interesante sea precisamente el misterio que encierra y su imposible definición en términos reduccionistas, algo que comparte con Catherine Tramell en Instinto básico, o Michèle en Elle.
Así, el calificativo de ‘monja lesbiana’ al que siempre ha estado asociada Benedetta Carlini, estalla por los aires después de asistir al recital de Virginie Effira en la película, ya que maneja todos los registros para moldear la personalidad indescifrable de su personaje, en el que la ambigüedad adquiere una importancia fundamental, sobre todo a la hora de cuestionar ciertos estigmas, como la locura, a través de los que se ha intentado deslegitimizar a aquellas mujeres que no regían su conducta de acuerdo a los cánones convencionales. Nunca sabremos si Benedetta miente o es una santa, pero no importa, porque lo que la define es su constante desafío contra el conservadurismo de la época a través de la reivindicación de sí misma.
Resulta inevitable hablar del género de la Nunsploitation, que el director abraza sin reparos, sobre todo si tenemos en cuenta que el look setentero de la película, que podría remitir perfectamente a Los demonios de Ken Russell, con la que comparte su teatralidad escénica o Interior de un convento, de Walerian Borowcyk y su pulsión erótico-festiva.
Verhoeven mezcla la imaginería onírica y fantástica de las visiones de Benedetta (algunas de ellas de un carácter psicotrónico en las que aparece un Jesús espadachín cortando cabezas) con el despertar sexual de la protagonista a través de escenas explícitas que incluyen la penetración con un consolador tallado a partir de la estatuilla de una virgen que se ha convertido casi en el leit motiv de la película
por su capacidad de sincretizar en un solo objeto lo sagrado y lo sacrílego. Lo profano y lo divino, se encuentran en constante pugna, dando lugar a numerosas dicotomías, entre ellas, el espíritu y la carne, lo sublime y lo terrenal. También dibuja a la perfección el entono histórico, el panorama apocalíptico del exterior, marcado por la propagación de la peste negra y las luchas de poder dentro del convento.
El sufrimiento, el dolor, el castigo y el sentimiento de culpa también aparecen como formas de represión asociadas a la religión católica y el elemento masculino se encuentra retratado como una representación de la crueldad y la violencia. El patriarcado no sale bien parado en Benedetta.
La película está basada en el libro de Judith C. Brown Inmmodest Acts: The Life os a Lesbian Nun in Renaissance Italy, aunque Verhoeven se lo lleva a su terreno, elevando el sexo, la manipulación y a la mentira como formas de poder dentro de un entorno opresivo y repleto de intrigas, un ecosistema podrido en el que no hay lugar para la inocencia. Tampoco para la comodidad. El director se divierte jugando con este material para desafiar las convenciones, algo que siempre ha hecho, incluso cuando se encontraba dentro de Hollywood. Siempre ha defendido una libertad creativa casi kamikaze en la que la amoralidad se convierte en un estilema.
Hay elementos escabrosos, grotescos, una imaginería entre mística y chabacana, humor más que negro, purulento. Nunca sabemos cuándo Verhoeven habla en serio o en broma, es una de sus características más desconcertantes, pero también de las más estimulantes de su impronta, porque obliga a repensar de forma constante las imágenes que vemos dotándolas de nuevos sentidos a medida que avanza una narración que parece estar mutando a cada momento. Quizás ahí resida su grandeza. En su espíritu caótico y lúdico, en sus puestas en escena a medio camino entre lo artificial y lo naturalista, entre el más puro sentido arbitrario y la radicalidad expresiva. Entre el desafío total y el instinto básico.