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Berchtesgaden: paisaje de ensueño, pasado oscuro 

En la frontera con Austria, es un enigmático rincón de Baviera repleto de parajes sacados de cuentos, leyendas y un pasado oscuro

| 19/10/2019 | 5 min, 40 seg

VALÈNCIA.- Seguramente, el nombre de Berchtesgaden no te diga nada, pero si nombro a Hitler y recuerdo la casa de retiro bautizada como Nido del Águila —es uno de los pocos edificios relacionados con la Alemania nazi que siguen en pie—, ya te suene de algo. En mi caso no fui por eso sino porque posee uno de los paisajes más increíbles de los Alpes Bávaros. Y bueno, porque después de tantas ciudades y castillos me apetecía hacer un poco de senderismo y respirar aire puro. Y sí, este es el lugar.

El punto de partida para adentrarte en el parque nacional de Berchtesgaden, junto a la frontera austríaca, es el embarcadero del Lago del Rey (en alemán, Königssee). Después de un buen rato haciendo cola —y eso que aún no era verano— compré el ticket de ida y vuelta que lleva al muelle de Salet (cuesta diez euros). Hay otras opciones pero me decanté por ese porque quería llegar hasta la cascada de Röthbachfall que, con 470 metros, es la más alta de Alemania. 

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Cuando el barco se aleja un poco del muelle te das cuenta de que el Lago del Rey (de origen glaciar) es una auténtica postal, con sus aguas de color verde esmeralda, los picos de las montañas reflejándose en ellas y el sonido lejano de alguna cascada que desemboca en él. Y a mitad de camino el conductor se detiene, abre una ventana y toca con la trompeta una tradicional melodía bávara para que apreciemos el eco del Königssee —la intención es buena pero con el gentío te pierdes la mitad del show, al menos en mi caso—. 

La primera parada es St. Bartholomä —aquí el barco se vacía— y ya la última es la del muelle de Salet. Bajo en ella para ver el lago Obersee, algo más pequeño que el primero pero que me deja sin palabras. La gente se concentra en el lago así que a medida que te vas alejando te vas quedando a solas y con la única compañía de mirlos, carboneros y vacas que pastan a sus anchas, sobre todo a escasos metros de la cascada. La ruta es muy sencilla— con la única complicación de esquivar los pastelitos que van plantando las rumiantes y no doblarte el pie con alguna piedra— y las vistas son siempre atractivas porque según la luz que penetre en el valle el paisaje es completamente diferente.

Eso sí, no hay que encandilarse porque el último barco parte a las 18:00 horas. No apuré al máximo así que en el trayecto de vuelta hice una parada express para ver la iglesia de St. Bartholomä y el Monte Watzmann más de cerca. Aquí me contaron que los picos representan al rey, la reina y sus siete hijos, que fueron convertidos en piedra por culpa de la crueldad del rey. Honestamente no vi nada de eso... Y bueno, también aproveché para tomarme una buena jarra de cerveza (Hofbräu München) y recuperar fuerzas. El tiempo se echó encima así que cogí la barca para ir al punto de inicio y así descansar en el alojamiento. Me quedé con las ganas de hacer más excursiones por la zona, de subir al Nido del Águila —hoy es un restaurante cuyas ganancias se destinan a fines sociales—  o al monte Jenner, pero siempre debe quedar algo en el tintero para tener la excusa de regresar. 

Hacia las profundidades de la Tierra 

Donde sí que fui es a otro de los grandes atractivos de la zona: las Salzbergwerk Berchtesgaden (para que nos entendamos: las minas de sal). Desde 1517 se extrae el llamado ‘oro blanco’ y, aún hoy, siguen activas. Es uno de los reclamos turísticos de la zona así que, aprovechando el día de lluvia, me decidí a ir. De hecho, al tiempo que subía el funicular la niebla iba cubriendo todo el valle en una áurea de misterio que no me abandonó en toda la visita. 

Desde donde se compran las entradas (17 euros) hasta la verdadera puerta de acceso a la mina hay un pequeño paseo. La espera se me hizo interminable, en parte porque no había dónde sentarse y la lluvia comenzaba a calarme —mi chubasquero era una bolsa de plástico en la cabeza (el glamour por los suelos)—. Comencé a ver la luz cuando ya estaba dentro de la cabaña y un rato después llegó mi turno. Tras una breve explicación y de vestirme con un mono verde, nos llevaron por un angosto y lúgubre túnel con el techo de piedra casi a ras de la cabeza —menos mal que soy bajita—.

El guía explicaba la historia —aunque era más sencillo la audioguía— y lo cierto es que me sorprendió mucho, sobre todo imaginarme a los trabajadores sudando la gota gorda —y eso que la temperatura es de -12 Cº— para horadar seis centímetros de roca al día (hoy las máquinas consiguen seis metros diarios). Al llegar a la llamada Catedral de Sal se produjo un pequeño alboroto al ver el tobogán de 40 metros. Todos descendían en parejas así que un chico muy amable me preguntó si quería tirarme con él, a mala hora dije que sí porque al bajar me di un buen golpe en el culo y un poco más muero aplastada por él.  Pero bueno, al menos grité en compañía... 

El recorrido por la mina prosigue y tras bajar por otro tobogán —esta vez me puse detrás— te quedas sin palabras al ver el lago subterráneo (también ayuda la ambientación). De ahí ya sales al exterior en una especie de tren en forma de tronco en el que tienes que ir muy agachado para no darte un buen golpe en la cabeza. No estaba en mis planes visitarlas pero si estás por la zona y vas con niños pequeños es una muy buena opción. En el coche puse rumbo a Salzburgo y no voy a mentir a nadie al decir que puse a Mozart y la banda sonora de Sonrisas y Lágrimas

* Este artículo se publicó originalmente en el número  60 de la revista Plaza

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