Conduzco por la A7 y deslizo la mirada por la línea del mar, color flúor ayer, color ceniza hoy, quién sabe mañana. Mis ojos privilegiados se deslizan por la belleza mutante del horizonte y han aprendido la gratitud. Miro el sol inflándose sobre el agua como un globo y me sé dueña de un ticket nuevo para el viaje. El viaje se llama hoy. Se llama vida.
Los médicos de Nueva York se reúnen a la entrada del hospital para rezar juntos. Mi liturgia personal es literaria, escucho Cien años de soledad en la cabina del coche y el audiolibro proporciona un mundo más acogedor que el mío, con esterillas voladoras, pestes que sólo quitan el sueño, locos tiernos y muertos que no se mueren. Quiero contagiarme de la “insensata tenacidad” de las mujeres de la novela, estas mujeres inquebrantables, tercas hasta el delirio: Amaranta, Rebeca, especialmente Úrsula Iguarán, que no desfallece en la defensa de su estirpe. Los agrupa, los perdona, los recoge una y otra vez. Es la sanitaria del clan porque también los salva con mejunjes y emplastos, y es capaz de reñir como a niños a un regimiento de hombres con el valor erizado por su hijo, el coronel Aureliano. Él emprenderá una veintena de guerras inútiles. Ella sabe que la única guerra útil es la que mantiene la casa en pie. La guerra por el cuidado. La que ellas pelean.
Aparco y me dirijo a Lencería. Los sótanos del hospital son como las tripas del Titanic, reina una luz lechosa y crepitan los generadores, grandes tubos de ventilación emiten su ronquido por encima de mi cabeza. El auxiliar asoma taciturno al mostrador y no ha perdido la paciencia. Estos días tienen un trasiego histórico, hasta los psiquiatras nos enfundamos el uniforme. El hombre atiende solícito pero no exhibe el garbo ni los reflejos de las cajeras de Zara, tampoco sus sonrisas mecánicas, casi maniacas.
Pijama del Servei Valencià, zapatos blancos con cierre de velcro, sólo nosotros y los bailarines los calzamos, zapatos de Fred Astaire como describe estos días en Facebook un escritor metido a celador voluntario. Dos piezas, cuatro tallas. Uniforme de facultativo. El pijama se descuelga con facilidad tirando del cordoncito. En mi juventud era un elemento casi sensual, los adjuntos presumían de masculinidad asomando por el cuello de pico y alguna que otra se derretía con la estampa. Mis padres vinieron a contemplarme en mi primera guardia y no he olvidado su embeleso (tampoco mi bochorno).
Hoy nos preocupa un paciente suicida que no puede más con el confinamiento. Hace un mes intentó colgarse y no habla en broma cuando se queja. El equipo de salud mental lo sujeta por teléfono a diario. Su tos está estancada. Su tolerancia a los fantasmas de la soledad también lo está. Mi compañera y yo hacemos la ronda como si fuéramos de estraperlo. Despachos, ventanas y ventanillas, ahora toca el servicio de Preventiva. Conseguir una prueba de Covid es como negociar por un pitillo en Stalingrado. “Hay una zona de nebulosa ─señala el médico con hartazgo, estos días ha soportado el peso del mundo a su espalda─, después de los que ingresan, los sanitarios con síntomas y las residencias hay un campo indefinido donde podéis meter a vuestro paciente si en Dirección consideran…”.
Por el pasillo nos pregunta un señor. Es calvo y rechoncho, lleva una mascarilla FP2, mejor que las nuestras, y la frente se le perla de sudor. Trastabilla, se disculpa, lleva una carpeta que no acaba de consultar, sus dedos son de gelatina. Nos lleva tiempo discriminar si se ha perdido de camino a gine, uro o radiología. Se despide con una gratitud fanática. Después de dirigirlo hacia el ecógrafo del sótano me doy cuenta del espanto que tenía encima, se ha metido en Chernobyl con el reactor en plena debacle.
Quizá ha visto algo que nosotras no vemos, quizá seamos ya una legión de zombis que pierde la piel a pedazos o renquea o muestra algún estigma. Miro a mi compañera. Es una psiquiatra joven y guapa, goza de buena salud. Tiene las mejillas llenas y una sonrisa de campesina lozana. Me corrijo mentalmente: no ha visto Legión Zombi, ha visto a La Virgen, alguna que sostenga un corderito en el regazo, encaja mejor con el imaginario de un hombre nacido en posguerra. Quizá no vine al hospital, me digo, sino a Comala, en busca de mi padre. Me sube la literatura y me pregunto si al final de la pandemia descubriré que todos estábamos muertos, como Pedro Páramo.
Alcanzamos la cafetería con un sentimiento incómodo. En los bloques frente al hospital los vecinos han colgado una pancarta que reza “Héroes”. La letra es suficientemente grande para que podamos leerla desde el pasillo de Consultas Externas. Tanta alabanza se nos hace empalagosa, coincidimos. “No somos primera línea”, me dice ella. Y yo callo, porque no quiero recordarle cómo el martes pasado se enfundaba un EPI sobado para entrar en la UCI y salía de allí sobrepasada.
La residente de familia se nos une y auscultamos la situación en Primaria. Nadie debería morir ahogado en su casa y estos médicos se desgañitan para que la gente no llegue ni tarde ni pronto a urgencias. En su centro de salud llevan una agenda de 120 casos y lo hacen por teléfono, a tientas. Conocen mucho a sus pacientes, discriminan por el timbre de voz una neumonía o un simple acceso de miedo. Pero no tienen placas. No tienen signos. Los enfermos suelen decir que el ahogo es por los nervios pero esta doctora se extraña lúcidamente, “caminar por el pasillo no da ansiedad, señora”. Todos practican una nueva medicina, una medicina ciega. Mi sobrino pianista también se ponía una sábana sobre el teclado para aprender a tocar sin atender a sus manos, en Primaria desarrollan estos días una nueva destreza. Han sido el cortafuegos del hospital y nadie se ha dado cuenta todavía. Se cambian en los portales, como Spiderman. No es una novedad su anonimato. De Primaria nunca nadie se da cuenta.
Me pongo puñetera y las invito a dejar el oficio. Nadie lo ha pensado estos días, señalo, pero más de uno lo hará cuando la tormenta amaine. Me lamento de no saber hacer otra cosa y ellas lo desmienten enseguida. Tienen una hechura muy versátil: huerto, escritura, fotografía… Discurren jocosas por sus sueños pero lo hacen de puntillas, pronto están admitiendo que volverían a estudiar la misma carrera.
De vuelta a casa escucho el avance del virus por el planeta: crece en EEUU y se oscurece el pronóstico para los ingleses. Se mueve el medallero en esta olimpiada de la muerte que yo he dejado de atender, prefiero vivir en Macondo, donde la vida no se detiene ni en tiempos de paz ni de guerra.
Rosana Corral-Márquez es psiquiatra y escritora