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covid-19 / OPINIÓN

Bitácora de un mundo reinventado (día 53º)

28/08/2020 - 

VALÈNCIA. Tolerar la pandemia se apoya en dos puntos: la razón y la belleza. Pensar y contemplar. Me refugio estos días en la belleza de Menorca que es voluptuosa, intacta, huele al romero que la brisa mueve despacio en el mediodía, al yodo que la posidonia retiene y exhala en cualquier orilla. 

Todo el mundo quiere una isla en los momentos difíciles. Una Isla al mediodía, como la de Cortázar, el cuentista argentino, abarcable desde la ventanilla de un avión. Mediana, no muy grande, donde la fantasía de un perímetro propio se pueda dar, uno que se cierre sobre sí mismo, un litoral que actúe de cerco, de rompeolas; el sueño de soltar amarras y reducir el mundo propio a una geografía doméstica, al alcance de la mano. 

Menorca lo permite y va más allá. Plagada de espacios vírgenes y senderistas callados, la mediana de las Baleares te desnuda, te quita lastre, según alcanzas la orilla de cualquier cala en el sur descubres que has perdido capas y capas por el sendero de tierra, el paisaje se desnuda también bajo el sol de agosto y sobre la orilla blanca ya sólo espera un tacto arenoso y caliente en los pies, un reflejo involuntario para despojarse de las chanclas y dejar que las olas tímidas laman tu piel. 

Siempre aterrizamos aquí a final de verano y la isla nos espera con una sonrisa enigmática, como una estatua griega erosionada y digna, que mira a otro lado y se deja contemplar. 

Este año, cómo no, la isla ha soportado al coronavirus. Tiene una historia de resistencia. Su tradición ha sido la de aguantar todo tipo de presiones: especulativas, sociales, oleadas migratorias, invasiones varias. Su alma conserva la dureza de los pagesos que gastan pocas palabras y gestos sencillos. Venimos con la intención de templarnos, ganar aliento para un año duro, cerrar tensiones familiares, convivencias veraniegas, heridas efímeras y superficiales como los amores del verano. 

“La isla está medio vacía, es vuestra…”, nos anuncia Andrés en la recepción del hotel. Nos embarga un extraño sentimiento de culpa que tardará en disiparse, que hace la ofrenda más sensual, más prohibida. Estos meses, los isleños han vivido con ambivalencia la llegada de visitantes y ahora la entregan a los osados turistas. No nos retienen en su Lazareto, ni siquiera nos han tomado la temperatura en el aeropuerto. Se bastan con nuestras ganas de olvidar el invierno y desatender las noticias de la península.  

En el hotel al que venimos sólo quedamos una veintena de huéspedes. En el pueblo damos con las mismas caras que se encogen de hombros y sonríen de forma templada, ofrecen los reclamos de cada año, gastronomía, naturaleza y los mismos ojos desapasionados. Desde la Edad de Bronce, los menorquines han sido testigos de un gran trasiego, las últimas disputas fueron entre Francia e Inglaterra en el 1700 y ahora parece recuperada para los ibéricos: sólo se escucha el castellano y el catalán. En los bloques que alojan a los ingleses las fachadas miran al mar con los balcones mudos, cegados, no hay colorido de toallas ni bullicio en los pubs; en sus piscinas secas retumba un vacío de salitre y micrófonos muertos.

¿Hoy no te bañas mamá? En cuanto mi familia se enrosca los tubos de snorkel los veo convertidos en un borrón fosforescente que se aleja despacio. Me acomodo feliz sobre la roca y oscilo entre los libros y el cuaderno. Intento adormecer mi dolor, que es una lista de dolores. Dolor de no escribir, de volver al trabajo, dolor de familia que muta; dolores de crecimiento. Por encima de todos: el dolor de la isla, que es el dolor de la belleza. Paso un largo rato frente a la línea del horizonte y entiendo que ya no admite más fotografías: debo dejarlo marchar. Ni siquiera debería intentar una instantánea con palabras.

Ya que no escribiré voy a atender a la piel. La isla te convierte en piel. Hace que descubras las plantas de los pies: enormes, voraces de arena y de mar, los pezones y su lenguaje en morse (punto o ralla según la brisa y la sal), el ombligo, los nuevos pliegues, el sudor que los macera aquí y allá. Ya que no escribo está el cuerpo, las líneas del tiempo, sus regueros; el nuestro y el de los niños, siempre en declive inverso. Ya que no escribo los salpicones de agua (y mi mal humor cuando me mojan, que les divierte tanto), la espuma en las rodillas de Rocío, corriendo hacia mí como una virgen marinera. El tacto. Ya que no escribo, el tacto. La arcilla sobre la cara y el gesto atrapado, salvaje, los ojos de la niña fosforecen sobre las mejillas tiznadas. El paisaje, ya que no lo pondré en palabras, la inundación del paisaje. La fractura vertical de la caliza y el lomo del mar en verano: amaestrado, fácil, complaciente. Hay memorias de temporal en los troncos color escayola que se dejan lamer sobre la arena. Sus ramas parecen turgentes como venas jóvenes pero el interior es pura ceniza. Ya que no escribo el silencio, el de los peces, silencio superlativo, de catedral inmensa, desierta. Iridiscentes y huidizos, los peces hacen sus requiebros y se alejan soberbios, la luz filtrada parece todo su alimento. Dejan a la vista el baile de la posidonia, la batuta del Mediterráneo, emitiendo su único acorde repetitivo. Cuando ya no escribo es la respiración la que ocupa el centro, resonando en el tubo o hecha burbujas, acompasada con las algas o revuelta en el pecho de los niños nada más desplomarse en la toalla. No escribo y están ellos, la torpeza con las palas y la exploración por la roca, saliendo a tumbos del agua como astronautas primerizos, los bocadillos con arena y la sandía plagada de avispas. Las moscas de la siesta y los caracoles que Rocío me pide que le guarde en la funda de los bolis. El esqueleto de erizo se lo disputarán hasta la cena.

Ellos son el paraíso al margen de las palabras, el que aún no conozco porque aún no lo he perdido. Son la belleza y el tiempo que, como esta isla, no tiene dueño. Debo dejar de resistirme a su mutación permanente, a su herida, siempre abierta. Es lo que nos ha enseñado la pandemia. 

“Un paraíso soñado es un hilo que se garra ─me asiste Maillard─. Creer nos impide soltarlo. La paz es sin imágenes. Descreed. Soltad los hilos, la querencia, el ansia. Abrid la boca. Soltad. Demasiado tiempo apretando los dientes”.

Rosana Corral-Márquez es psiquiatra y escritora


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