Como soy de otra época, me cuesta comprender a personajes como David Beckham y Sergio Ramos. Ver cómo la tinta ha emborronado sus cuerpos me provoca rechazo. Siento decirlo así, pero me parece algo vulgar, chabacano, más propio de quinquis de que millonarios, pero lo cierto es que cada vez hay más quinquis millonarios, plebeyos que tiran de chequera. Y si no, miremos los estadios de fútbol
En mi niñez asociábamos los tatuajes al Vaquilla y El Lute. Llevar un tatuaje significaba haber estado en la trena una temporada. Era el distintivo de gente que se movía por los bajos fondos, tipos de mandíbula patibularia que transitaban por el mundo de la delincuencia. Aquellos tatuajes eran muy elementales, sin la sofisticación de ahora; los modelos se reducían a un corazón acompañado por la leyenda “amor de madre”, una cruz o el escudo de la Legión. Los clientes de este mercado eran pocos y con escasos recursos, lo que explica que el tatuaje fuera cosa de aficionados y no de profesionales.
Hoy el mundo ha cambiado tanto que te pueden volar la cabeza en el metro y estar tatuado es sinónimo de ir a la moda. Qué cosas. Ahora leo que se cumplen veinte años desde que el tatuaje salió de la marginalidad y se convirtió en la mejor tarjeta de visita para acceder a según qué ambientes. Músicos y deportistas se han contagiado de esta fiebre —que como toda fiebre es enfermiza— y son imitados por gran parte de la juventud que, a falta de otras propiedades, dispone de la de su cuerpo.
Como soy de otra época, me cuesta comprender a personajes como David Beckham y Sergio Ramos. Ver cómo la tinta ha emborronado sus cuerpos me provoca una sensación de rechazo. Siento decirlo así, pero me parece algo vulgar, chabacano, más propio de quinquis que de millonarios, pero lo cierto es que cada vez hay más quinquis millonarios, plebeyos que tiran de la chequera. Y si no, echemos un vistazo a los estadios de fútbol, que se parecen más a la pasarela Cibeles que a un recinto deportivo. ¡Hasta el pequeño Messi se ha tintado el pelo de rubio después de fallar su enésimo penalti!
Hoy el mundo ha cambiado tanto que te pueden volar la cabeza en el metro y estar tatuado es sinónimo de ir a la moda
Sin embargo, observo con agrado que el rechazo que siento por los tatuajes comienza a extenderse. Todo exceso acaba cansando. Con los tatuajes también sucede. Hace unos días, paseando por mi ciudad, me fijé en el cartel de un establecimiento que decía: “Borra al ex de tu vida”. Enseguida pensé que podría ser una agencia de sicarios suramericanos o del Este, pero estaba equivocado: se trataba de un local dedicado exclusivamente a eliminar tatuajes.
Por lo que se ve, mucho divorciado se lamenta ahora de cargar con su ex en el brazo o incluso en partes más íntimas. Debe de ser embarazoso pedirle la pensión a quien fue tu marido y darte cuenta de que el juez te observa con el rabillo del ojo porque llevas aún tatuado el nombre de él en la muñeca. Entonces te acuerdas de la desdichada Melanie Griffith. Todo esto no sucedería si fuésemos más sensatos y no perdiésemos el tiempo enamorándonos de la persona inadecuada, por ejemplo, de Antonio Banderas.
Ahora que a los pobres sólo nos queda el ocio barato de ir a la piscina municipal, uno se siente un bicho raro por ser de los pocos bañistas que conservan la piel virgen y libre de cualquier mancha de tinta. Si a ello le añadimos que no me depilo, podemos concluir que soy un ejemplar del siglo XIX, coetáneo, como poco, del general Espartero. En la piscina, tendido en la hierba, me limito a observar estos cuerpos esculpidos en el gimnasio, laboriosamente trabajados, mientras la vista, protegida por unas gafas de sol, se va fijando de manera discreta en toda clase de flores dibujadas, palomas, serpientes, puñales, cruces gamadas y la inevitable figura del Che Guevara.
Hasta cierto punto, estos cuerpos jóvenes me dan un poco de repulsión —ya lo dije antes— y de pena. Repulsión porque el tatuaje lo considero reñido con la estética y pena porque esos cuerpos envejecerán pronto, con o sin tatuajes. Pero esto queda para mí, que milito violentamente contra mi tiempo y no entiendo esa extraña afición por tatuarse la piel ni la moda extendida de salir a la calle con chanclas y en bañador, como si fuéramos uno de esos turistas andrajosos que tanto abundan hoy, a quienes dan ganas de tirarles una limosna. De veinte céntimos, claro.