Las tradiciones de la huerta valenciana pasan por productos autóctonos con los que se preparan recetas históricas. Un legado que el paso de los años amenaza con borrar
VALÈNCIA. El Mas del Molí Vell se yergue en un camino impreciso entre las huertas de Almussafes y de Benifaió, rodeado de campos de labranza e indolente al paso del tiempo. Sus paredes de piedra datan de 1781, pese a que desde hace una década ha iniciado una nueva vida a cuenta de las reformas. Uno de los propósitos más importantes del cambio es la recuperación de la acequia que alimentaba sus entrañas, sobre la que en su día llegó a pender una noria, e incluso en la que se instaló un vivero de anguilas. En estos momentos el agua bordea el edificio, en el que también hay una granja de animales. Desde que la familia Marco i Sansano adquiriera la finca para su rehabilitación, el terreno se ha destinado a la preservación. De la historia, de la tradición, de la artesanía; del producto autóctono del campo valenciano; del arros senia, la tomata cuarentena y el caucau del collaret.
En una de las estancias del molino, abarrotada de maquinaria arcaica, encontramos a Teodoro Alepúz. Labrador, hijo de Benifaió y vecino de Almussafes. Apenas alumbrado por una bombilla, está sentado en una taula de tria con al menos un siglo de historia, por la que desfilan los cacaus separados en dos rieles. En un lado están los que sirven; en el otro, los que no. “Al menos de cara al mercado, porque de sabor están todos buenos”, asegura el agricultor, con la experiencia que le confiere haber pasado toda la vida en el campo. La separación manual –que antaño se efectuaba a cuatro manos y una persona a cada lado de la mesa– es en realidad la última parte del proceso de recolección de esta vaina, tan vinculada a la tierra valenciana, pero cuya herencia se encuentra en peligro de extinción. Del cacahuete de l'Horta de Valencia, del auténtico caucau del collaret, ya solamente quedan 4 hectáreas de cultivo, frente a las 700 que llegamos a tener en los años 60. El resto de variedades de nombre afín las estamos importando de China y Estados Unidos.
Esto también conlleva la desaparición de recetas tradicionales elaboradas a partir del producto local, cuyo sabor resulta difícil de equiparar, dado su alto contenido oleico y los aromas del suelo donde se cría. ¿Turrón de almendra? Que le pregunten a las abuelas, hijos y nietos de las comarcas de la Ribera, como Alginet, Almussafes, Benifaió, Silla o Sollana. Todos ellos han oído hablar del torró de cacau del collaret, una delicia que el paso del tiempo amenaza con disipar en el olvido, con la pérdida patrimonial que implicaría para el paladar de los valencianos. De textura densa, de sabor dulce, de recuerdos felices.
La receta tiene el don de la sencillez, como comprobamos ante los fogones de la cocina del Molí. Un lugar mágico para dejar que el día se apague, junto a la chimenea, frente a la mesa de azulejo, de la que cuelgan utensilios de mimbre y flores disecadas. Vertemos en la cazuela un vaso y medio de agua, un kilo de azúcar y otro de pasta de cacahuete, que deben cocinarse hasta alcanzar una temperatura de 109 grados. Cuando se funda, al molde y a enfriar. Hay especialidades que añaden al almíbar una pizca de ralladura de limón, rama de canela o miel; liturgias que pasan por cortar el turrón en bloque o servirlo prensado dentro de una oblea; historias sobre las meriendas al calor del brasero cuando cae la tarde sobre los campos y el frío recoge a las familias bajo el techo de la alquería o del molino.
La estampa clásica del carácter valenciano, que nos ha hecho ser como somos, amenazada por una industria cada vez menos artesanal. En el sector turronero, lo que se lleva es la almendra marcona y la avellana; la yema tostada y el chocolate. ¿Hay futuro para el cacau en la cocina, más allá de tostar unos cuantos para servir con el esmorzaret? Los hay empeñados en que sí, como el pastelero Jordi Bresó, de Estudi Pastisseria de Algemesí, quien ya intentó reivindicar el producto local mediante un recetario que fundía pasado y futuro. Así fue como imaginó, a base de turrón de cacau, un macaron relleno de helado de calabaza, una torrija caramelizada con fartó y hasta un brownie con L’Oli del Xispes. Se pueden cruzar las fronteras del tiempo, incluso en la huerta, y este es solo un ejemplo.
La planta del cacahuete es originaria de América del Sur, pero se cree que alcanzó Europa a través de los colonos que cultivaban en África. España no tardó en hacerse con el liderazgo en el continente, siendo Valencia la principal provincia productora durante siglos. Pero si bien en 1956 los boletines estadísticos de la FAO hablaban de 9.000 hectáreas en todo el país, a partir de los 70 comenzó a reducirse la superficie y los números llegaron a índices testimoniales. “La responsabilidad de que ahora haya apenas 4 hectáreas cabe buscarla en la competencia de las grandes extensiones y los monocultivos más onerosos”, explica Josep Marco i Sansano, propietario del Molí Vell. Un hombre que se define como “aprendiz de labrador”, pero que en realidad es empresario metalúrgico y presidente de Slow Food en la Comunitat Valenciana, una asociación ‘ecogastronómica’ con presencia en todo el mundo, cuyo credo pasa por la alimentación saludable, el producto local y la agricultura ecológica.
El cacahuete está marcado por las peculiaridades con respecto a otros productos de la huerta de tipo leguminoso (sí, es una legumbre, no un fruto seco). Empecemos por aclarar el nombre: lo de collaret le viene por la estrecha ‘cintura’ que la vaina presenta entre los dos granos. La textura rugosa y el color rojizo se deben a la calidad de las tierras de Benifaió y otros pueblos limítrofes, lo que también fomenta el gran tamaño de la semilla y su ocupación de casi toda la cáscara. También por este motivo tiene un 20% más de óleo que otros cacahuetes del mundo, lo que incrementa su intensidad y lo hace idóneo para elaborar ricos aceites, capaces de separar los sabores mejor que las variedades de oliva.
Lo que se pretende salvaguardar es precisamente el sistema de cultivo tradicional para que el resultado esté a la altura de la leyenda. El cacau se siembra de abril a junio y se recolecta ahora, en noviembre, cuando las matas se arrancan a mano y se dejan secar sobre el surco (2/3 días por cada lado). Para separar las vainas de la mata, se prepara una era circular en el mismo campo y se empiezan a golpear las plantas sobre los barrotes de una silla pequeña hasta que caigan todas, aunque también es válida la técnica del secador. Más tarde viene la mesa, en la que nos hemos encontrado sentado a Teodoro. “Todo se hace de manera clásica y sin rastro de químicos”, precisa Josep, ya que desde Convivium Valencia Slow Food rechazan el uso de glifosato sobre cualquier producto hortícola. "Esta defensa de lo natural es la que nos permite competir con las multinacionales, porque vienen clientes suizos y de toda Europa preguntando por el producto ecológico y sus semillas", argumenta.
Siguiendo estos parámetros, este año han recolectado 400 kilos de cacahuete, que en su mayoría destinarán al autoconsumo, a la distribución entre particulares de la zona y, como mucho, a la venta en algunos mercados locales, donde al cacau del collaret se le conoce como Les Perles de Benifaiò. Quedará a decisión de cada quien si pelarlo con mimo en una tarde aburrida, si tostarlo para servirlo en el bar, si guardarlo para hacer ubarras de turrón.
“Más allá de todo negocio, nuestra pasión es la recuperación de las variedades autóctonas”, afirma Marco i Sansano, al tiempo que pasea por el huerto y presume de todo lo conseguido en la última década. En el Molí hay patos, cerdos y gallinas; cabras a partir de cuya leche se elaboran quesos “sin ningún tipo de tratamiento, totalmente cruda”. También un invernadero donde crecen tomates y acelgas, mientras que las plantaciones de boniatos amenazan con enterrar lo que antaño fueran los tanques del molino. La riqueza de este complejo, más allá de su valor arquitectónico, es indiscutible. “Quedarme con él fue casi una responsabilidad con la tierra en la que he nacido, donde hay infinidad de cosas que se están perdiendo”, asegura, y añade con sorna: "Cada uno tiene sus aficiones".
La finca de Benifaiò está incluida en el inventario de bienes etnológicos de la Dirección General de Patrimonio, pero carece de calificación de protección como monumento. Colectivos vecinales y ecologistas habían solicitado su rescate para transformarla en un Museo del Agua. “Comprarla fue una manera de protegerla de usos menos adecuados, después de que una empresa extranjera se la quedara y las instituciones públicas no hicieran nada por su preservación”, explica. Las transformaciones realizadas durante los últimos tiempos dentro del recinto habían dañado gravemente los elementos originales, los mismos que ahora se tratan de enmendar. Un paseo por las estancias basta para admirar los suelos hidráulicos, los muebles de madera restaurados, los azulejos traídos de todos los rincones del pueblo. “Lo que otros llamarían trastos”, bromea Josep, quien ha pasado los últimos años nutriéndose de otras casas señoriales y alquerías derruidas.
¿Qué será del Molí Vell donde todavía se planta cacau del collaret? Habrá que estar atentos a su devenir. Una de las posibilidades es destinarlo a fines sociales relacionados con la agricultura, para lo que se requeriría un marco normativo más flexible e inversión por parte de otros socios, incluso participaciones populares. “Pero eso hay que verlo bien", comenta el presidente de Slow Food, mientras pasea por las estancias solitarias, bellas, con vistas a los inmensos campos de huerta, sobre los que empieza a caer la noche. Allí recogen sus utensilios los últimos faeneros y emprenden la vuelta a casa. “Mientras vemos que pasa con el molino, si los poetas me dicen que van a venir a leer a Vicent Andrés Estellés, ¿pues qué voy a hacer? Les dejaré”, dice Josep. Se refiere a un recital en torno al escritor que acogieron hace dos años, pero la voz del poeta parece elevarse sobre la conciencia para decirnos a todos los valencianos que no se pierda la tradición, que no se pierda el cacau.