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Caminar para escribirse a uno mismo

19/12/2021 - 

VALÈNCIA. Para mí, caminar es resistir. Me refiero a caminar por los alrededores desiertos de El Saler, donde apenas hay gente. Hablo de moverse entre una paz que nadie parece echar de menos, el sosiego que ayuda a discernir qué quieres y hacia dónde te diriges. Hace años, en una entrevista con Juan Cruz, Juan José Millás dijo que le daba miedo que llegara el día en que ya no pudiera pasear porque cuando camina resuelve muchos asuntos. Caminar entre la naturaleza es resistir y caminar por la ciudad es persistir en la supervivencia, como si se tratara de abrirse paso en una jungla sin vegetación. En la urbe aflora una violencia que no estoy muy seguro de que existiera antes, como si la crisis que estamos viviendo hubiese promovido un egoísmo atroz, que digo yo que habrá quien llame a esto instinto de supervivencia, o ellos o tú; y entonces pasa, casi rozándote, el patinete a una velocidad prohibida, o has de esquivar, uno tras otro, cuerpos que caminan absortos, hipnotizados por un móvil incapaces de articular una sonrisa o un gesto de empatía. Solamente prisa, cansancio, hostilidad.

Caminar es escribir, aunque no te dediques ni al periodismo ni a hacer libros. “Escribir es caminar -escribió a su vez Antonio Muñoz Molina en uno de sus artículos para Babelia-, imaginar, recordar, escuchar, mirar, la naturalidad es tan perfecta que hace falta mucha atención para apreciar el artificio que la hace posible”. Caminar es una actividad que, de practicarse en solitario, ayuda a ordenar las ideas y a analizar cómo nos sentimos. En silencio o con música, en cualquier estación del año, El Saler es un espacio infinito que espolea los sentidos. Al igual que hace Manel Baixauli, yo también camino para encontrar cosas, seguramente para encontrarme a mí mismo sabiendo que es cuestión de tiempo que me vuelva a perder en la voracidad de la rutina laboral y doméstica. En realidad, son las ideas quienes dan conmigo. Las ideas revolotean a nuestro alrededor como mosquitos invisibles y nos lanzan picotazos. Se posan brevemente sobre la piel y entonces el mecanismo se pone en marcha de nuevo. Una idea para un artículo. Una frase para una novela. Unas palabras que te gustaría decirle a una persona en concreto, la única que puede entender eso que vas a decirle.

Por más que recorra los mismos lugares, jamás me canso de ellos porque nunca los veo de la misma manera y tampoco sé lo que me deparan. Qué sensación me provocarán, que emoción activarán en este enésimo recorrido. Lo que pasa en mi cabeza mientras ando va alterando el modo en que percibo el paisaje que me rodea. A veces la música es la culpable. La música amplifica esos procesos. Hay días de verano en los que se me revelan universos enteros que, tan solo unos minutos después, se han esfumado al sumergirme en el mar. Las nubes, el cielo, el color del agua del lago o de la playa. Me paso la vida escribiendo sobre esas cosas porque son un enigma, un misterio perenne que despide una energía inagotable. Quisiera pensar que el proceso es inverso, que son el mar, el cielo, las montañas recortándose contra el horizonte las que recogen información sobre mí para que no me vaya del todo cuando ya no esté aquí. Y selecciono en mi móvil “Golden hours” de Brian Eno y vuelvo a escuchar cosas que me gustaría decir también: “Parece que haya pasado una eternidad, te sorprenderías si alcanzaras mi nivel de incertidumbre”.

Las pinadas, los caminos, la orilla de la playa contienen las coordenadas de mi futuro. Todo con lo que sueño queda vertido allí. Todo lo que me hace daño duele menos si estoy allí. Hay lugares en los que soy feliz porque son fieles a lo que espero de ellos. Puedo seguir el rastro de mi evolución moviéndome entre esos paisajes. En silencio, observando lo que me rodea, aspirando los diferentes perfumes que envuelven al paisaje cuando brota la primavera, cuando la lluvia moja la arena y las plantas y refuerza el aroma que perfuma el aire. Tan parecido todo esto a lo que Rimbaud escribió en el poema “Sensación”: “En las tardes azules, por las sendas iré / Picado por los trigos, a la hierba menuda; / Soñador, su frescura en los pies sentiré / Y me bañará el viento la cabeza desnuda” Caminar a solas o hacerlo en compañía de José Luis Grau, que me cuenta historias de cuando coincidía en Tavernes o en París con su paisano Rafa Chirbes o de sus amigos de la infancia, Eduard Ibáñez y Antonio Girbes, artistas que tarde o temprano acabarán apareciendo en alguno de estos textos. Caminar al ritmo de canciones eternas o canciones nuevas que seguramente también acabarán siendo eternas. Hay palabras y melodías que cobran mucha más fuerza mientras la naturaleza me acoge sin rechistar.

La persona que vuelve a casa tras una de estas caminatas es la misma que salió de ella, pero regresa con un estado de ánimo diferente, con otra predisposición. Son inmersiones en lo que yo considero una variante gótica de eso que Rafa Lahuerta llama “la rutina amable”. Uno entra por la puerta con los bolsillos llenos de cosas que no sabía que tenía. Caminar es avanzar, es pretender mirar al futuro con cautela, es darle la espalda a lo que molesta. Es darse cuenta de que estás más vivo de lo que creías. Tengo el privilegio de habitar en un sitio que me mantiene constantemente conectado con lo esencial de la vida y la existencia. Porque lo que de verdad importa no se puede fotografiar con un móvil aunque sea de alta gama. Te acompaña en silencio y solamente puede verse a través de uno mismo, como si te pusieran al trasluz. No sé qué nombre ponerle a eso, aunque en realidad, es lo de menos.

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