Se edita por fin en castellano el descomunal "33 Revoluciones por minuto. Historia de la canción protesta". Hablamos con su autor, el periodista británico Dorian Lynskey
VALENCIA. Hubo un tiempo, aunque ahora cueste creerlo, en el que ciertas canciones tenían la capacidad de funcionar como motor de cambio social. El problema de la segregación racial en los Estados Unidos, por ejemplo, no hubiera resonado con la misma fuerza sin canciones como Strange Fruit, de Billie Holiday. Ni el amargo tránsito de los eternos desfavorecidos de aquella tierra hubiera obtenido el mismo eco sin himnos como This Land Is Your Land, de Woody Guthrie. Las grandes guerras del siglo XX hubieran deflagrado con la misma rotundidad, pero a buen seguro que sus estragos, sin canciones como Masters of War (Bod Dylan) o War (Edwin Starr), no hubieran gozado de la misma onda expansiva en las conciencias del mundo occidental. Los desmanes de gobiernos elegidos democráticamente, así como su ineficiencia para solventar las desigualdades sociales, no iban a detenerse -desde luego- ante la denuncia rapsoda de ciertos gurús de la guitarra, pero sin temas como Ohio (Neil Young), White Riot (The Clash), Holiday in Cambodia (The Dead Kennedys), I Was Born This Way (Carl Bean) o Nelson Mandela (The Special AKA), las minorías desfavorecidas lo hubieran tenido aún mas difícil para que su problemática percutiera a través del impávido muro levantado por quienes se oponen testarudamente al progreso. Porque si toda piedra hace pared, también toda canción pone su granito de arena para derribar prejuicios.
El periodista británico Dorian Lynksey, colaborador habitual del diario The Guardian, reunió 33 canciones protesta (encájese el término en su acepción menos dogmática) hace cinco años, y es ahora cuando su enorme 33 Revoluciones por minuto. Historia de la canción protesta se edita en nuestro país y traducido al castellano, de la mano de Malpaso. Todos los temas que hemos citado hasta ahora forman parte de él: sin duda uno de los mejores libros de música popular de los últimos años, por cuanto cada una de las canciones escogidas (el listado empieza en 1939, con Strange Fruit de Billie Holiday, y concluye en 2003 con American Idiot, de Green Day, compuesta en oposición a la política del terror aplicada por George W. Bush respecto a Irak) responde a una problemática concreta, desenmarañada con detalle a raíz de cada composición, para un total de más de 800 páginas. Historia en carne viva del siglo XX y parte del XXI, explicada a través de la música popular.
En vista de que con el tiempo resulta cada vez más complicado localizar canciones actuales con la capacidad para galvanizar sentimientos colectivos, le preguntamos a Lynskey (quien nos atiende por teléfono desde Londres) si la música pop ha perdido definitivamente el filo para actuar como motor del cambio. Él nos responde que esa es “la gran pregunta”, y que “es muy difícil de resolver, porque podemos esbozar muchas teorías, pero en décadas pasadas la música era algo más central, con posiciones más radicales por parte de los músicos, algo que tenía pleno sentido en los 60, por ejemplo, pero que ahora no resulta tan natural”.
Explica el cambio de paradigma en torno a la idea de que “la gente esperaba que los músicos se posicionasen contra la guerra de Vietnam, por ejemplo, en sintonía con el movimiento hippie, y también se esperaba de los raperos a partir de los años 80 que se expresasen como se expresaban y denunciasen lo que denunciaban”. Las cosas eran distintas hace décadas, porque “aunque aún hay gente que hoy se posiciona -me viene a la cabeza ahora mismo, hablando de hip hop, el último Kendrick Lamar- obviamente era más fácil en la época en la que algunos músicos de renombre eran amigos de Martin Luther King, o cuando un músico intervenía en el Congreso y causaba una gran controversia: ahora el tema político no es tan central en sus discursos, y planea sobre ellos siempre la sospecha en el momento en el que lo hacen, hay un entorno mucho más crítico con su posicionamiento sobre esos temas”.
Cada una de las canciones incluidas en 33 Revoluciones por minuto desvela una intrahistoria que se concreta en un pedazo de nuestro devenir histórico durante las últimas siete décadas. Que nadie se engañe: Lynskey no desmenuza la canción, sino que la utiliza para tirar del ovillo y narrar, con toda clase de detalle, la tensión no resuelta entre la creación musical, el sustrato social en el que se desarrolla y las relaciones de poder que la condicionan. La música popular es en sus manos una herramienta para entender el mundo que nos rodea y subrayar sus desajustes. No el simple sarpullido hormonal, mero ardid escapista, en el que aún algunas mentes obtusas lo subsumen. De cualquier forma, que su relato se detuviera en 2003 (con Green Day), nos obliga a preguntarle si, en el caso de verse en la tesitura de reeditar su obra y tener ampliarla, contaría con canciones de esta última década. Y cuáles serían, en caso afirmativo. “Es una buena pregunta, que nadie me ha hecho”, confiesa, y asume que “redactar una lista de canciones es fácil, pero hacerlo de forma que cada una de ellas tenga una narrativa detrás que hable de una tendencia más grande, que es la idea de mi libro, es difícil porque no faltan canciones de protesta ahora mismo, pero no están conectadas a movimientos políticos, ni son grandes éxitos ni representan ningún movimiento estilístico más grande”.
“Ill Manors, de Plan B, de hace tres años, sería de una de ellas”, acierta a recordar. Y también le fascina la forma en la que Muse “incorporan pinceladas políticas en su música sin que nadie se aperciba, como las teorías de la conspiración o el falseo de documentos oficiales, o la forma en la que expresan cómo mucha gente tiene creencias de lo más extravagantes”, recalca. “Algunas de esas dos bandas podrían sostener un buen relato, aunque, si consulto mi blog, en el que voy colgando listas, sería algo relacionado con el femimismo y las cuestiones de género lo que ahora mismo debería resaltar”, puntualiza, al tiempo que asume que “de hecho, si pudiera cambiar algo del libro (aunque esto no responda exactamente a tu pregunta), hubiera ampliado el término de canción protesta para incluir alguna que lidiase con la problemática feminista actual, pero no desde la óptica de un himno o algo demasiado obvio”.
Llegados a este punto, no queda más remedio que consultarle si cree que el lenguaje del pop ha exprimido ya todas sus posibilidades expresivas, y si esa utopía que sería la canción protesta perfecta (caso de ser posible) debería mantener ese complicado equilibrio entre una denuncia social que no caiga en la demagogia y una modulación del mensaje que, por contra, tampoco caiga en lo abstracto, de forma que lo haga incomprensible. Lynskey matiza: “Bueno, si echamos la vista atrás, algunas que han tenido éxito son muy obvias, no son nada sofisticadas, pero simplemente funcionan. Pero puedo estar de acuerdo en que la perfecta canción protesta debería tener algo de ambigüedad, lo que es bueno, porque está bien que las canciones expongan un punto de vista, pero al mismo tiempo ese enfoque se complica si el punto de vista emocional de quien la canta se ve envuelto en contradicciones: esas son mis favoritas, de todos modos, canciones como Ghost Town (The Specials), Mississipi Goddam (Nina Simone), Strange Fruit (Billie Holiday) o Fight The Power (Public Enemy). Canciones a las que puedes volver siempre, con un lenguaje muy inspirador”, resume. Y reconoce la dificultad que el entorno siembra ahora mismo para su actual proliferación: “Ahora el desafío es mayor, porque la gente es más crítica, y aquellas canciones eran modélicas en su empleo del lenguaje, pero al mismo tiempo no podemos desdeñar la necesidad de la gente de ver en la música pop reflejados sus problemas actuales, ahora mismo”.
El periodista británico encuentra sobre la marcha, en plena conversación, un punto de inflexión a raíz del cual cree que los mensajes sociopoliticos de los músicos de gran calado se van tornando más opacos: “Creo que fue cuando todo el mundo pareció entender que los Radiohead que comenzaron a abrazar la electrónica, o los Arcade Fire del segundo álbum transmitían un mensaje político en sus canciones, que no se nutría conscientememte del patrón más obvio de canciones como, pongamos por caso, White Riot (The Clash) o What's Going On' (Marvin Gaye)”, puntualiza.
¿Nos encontramos pues ante un problema mayor? ¿Es la carencia de estilos novedosos y con poder de atracción transversal uno de los obstáculos para que fermenten canciones con capacidad para envasar el signo de los tiempos? “El folk rock, la psicodelia, el punk o el hip hop eran movimientos excitantes, y ahora todo es más difuso, eso es cierto”, encaja, y abunda en esa idea resaltando que “incluso las bandas que ganan Grammys, como Arcade Fire, carecen de canciones que todo el mundo conozca, son como grandes bandas de culto: todo el mundo sabía quienes eran Stevie Wonder, U2 o Springsteen, pero ese esquema se ha roto ya, y es muy complicado que ahora un músico se convierta en universal, más allá de fenómenos como Taylor Swift o Rihanna”.
Los problemas de la micronización del consumo musical de hoy en día, que no parece tener vuelta atrás, están ahí: “Hay discos todavía que rompen barreras y suenan nuevos, pero son individuales, no remueven una ola colectiva de actividad similar tras de sí. Hay una razón estructural para eso, claro. Y hay veces en las que músicos surgidos del underground asaltan el mainstream, y hacen una canción política, como le ocurrió a Dizzee Rascal en 2009 con Dirtee Cash, con un video clip que además era brillante, pero el gran público tampoco se entera, porque no está por la labor de fijarse debido al contexto en el que brota. Generalmente ocurre que la gente no está a la espera de que esa clase de canciones las difundan sus músicos predilectos, y eso desanima al músico, que ya no vuelve a plantearse exponer esa veta sociopolíticamente concienciada en su música”.
Puede parecer una absoluta contradicción, pero no deja de sorprender que cuanto más agitado está el tablero de las relaciones políticas internacionales y más motivos parece haber para que el reflejo de las crecientes desigualdades sociales se concrete en un plano musical, más escasa sea esa plasmación. “Cuando terminé el libro”, recuerda, “ florecían las revueltas estudiantiles en mi país, ante el nuevo gobierno conservador de David Cameron, luego llegaron los severos estragos de la crisis financiera, las revoluciones en el norte de África...hay tanto sobre lo que escribir ahora mismo”, asume, “a diferencia de la situación por la que atravesábamos a finales de los 90, cuando no había conflictos de guerra a amplia escala, la economía occidental funcionaba y había muchos líderes socialdemócratas en el poder, así que, ¿por qué resulta tan difícil expresar todo esto de una forma que parezca nueva?”, se pregunta. “Es un gran desafío artístico, sin duda”, concluye.
A diferencia de lo que ocurre en nuestro país, en donde el término canción protesta está desgraciadamente ligado a connotaciones que se remontan a nuestra Transición (y más allá), con clichés aún por disolver, en el Reino Unido y los EEUU (que es el terreno al que se circunscribe el libro mayoritariamente: Fela Kuti o Víctor Jara serían excepciones) siempre fue asumido con mucha más naturalidad. Y es en el primero de esos dos caldos de cultivo, el de la fértil tradición pop británica, en el que resulta más chocante el contraste entre la incesante actividad proselitista de buena parte de la clase pop británica en los 80 (la que se articulaba en torno a movimientos anti Margaret Thatcher como The Red Wedge, con Billy Bragg, The Style Council o Bronksi Beat) y la generalizada docilidad actual, rayana en la complacencia. Lynskey no desmiente esa desproporción, pero apunta a que hay nuevas vías para expresar la denuncia: “The Red Wedge fue un experimento, porque nunca se ha vuelto a dar el hecho de que un montón de músicos de renombre se manifiesten de forma asamblearia a favor del partido en la oposición, el laborismo de Neil Kinnock, en su caso. Y es verdad que el laborismo volvió a verse ensuciado, a su vez, con su apoyo a la guerra de Irak en 2003, y muchos músicos que habían mostrado su simpatía por Tony Blair se volvieron en su contra. Pero incluso en ese momento, en 2003, ya había un recelo mucho mayor que dos décadas antes”.
Los músicos británicos no han abjurado del activismo político, pero ¿por qué son tan poco propensos a plasmarlo en sus canciones? Dorian Lynskey no tiene una respuesta concluyente, aunque sí cree que están ampliando los canales para expresar su denuncia: “Damon Albarn, Brian Eno o Massive Attack, por ejemplo, comparten esa visión pro palestina del conflicto en Israel. Pero no termino de entender por qué es tan complicado colegir eso de su música, porque si ves a Massive Attack en directo, hay toda una teoría política expresada en las imágenes que proyectan en las pantallas, al fondo del escenario. Hay una intención política inequívoca. Anoche vi a U2, sin ir más lejos, quienes no han escrito ninguna canción protesta nueva en años, y utilizan su material antiguo para aludir a la crisis de los refugiados sirios, y es increíble la forma en la que utilizan eslóganes antiguos para adaptarlos al presente. Y les funciona. Así que estamos viendo, en los conciertos en directo y a través de las posibilidades visuales de la tecnología, que hay otras formas de exponer un punto de vista político sin necesidad de componer una canción”.
Una inquietud que quizá resulte impermeable a sus canciones, pero se traslada también a muchas de sus entrevistas: “Las de Grimes (Claire Boucher) son un ejemplo, ya que exponen una visión muy clara de las relaciones de género y del feminismo. Hay mucha gente inteligente y comprometida, que simplemente está ampliando las formas en las que expresan sus ideas. Es una forma de escapar de la sospecha que pesa sobre ellos y de la fragmentación del consumo musical, que les afecta. Que haya menos canciones protesta no significa que los músicos hayan dejado repentinamente de tener sus ideas políticas. Mi libro no podía llegar a captar todo eso que está ocurriendo ahora. Pero ahí está”.