En Almàssera hay un bar en el que no hay 3G, se peta los días de fesols i naps y a los camareros se la pela todo lo que no sea servir bocatas
Pido perdón a la ética periodística por este artículo. Ética, ruego que me perdones, te prometo que lo intenté. Cual comercial persistente de empresa de telefonía móvil, llamé durante distintas franjas del día intentando que me atendiera la dueña. A puerta fría me presenté allí, en el bar Les Tendes de Almàssera. Camarero a camarero, les expliqué quién era mi madre, mi padre, mi editor, mi señor feudal, mi propósito periodístico, las bondades para el negocio de un artículo majo en Guía Hedonista. Rien de rien, ni apareció la dueña ni el personal hizo algo por contactar con ella. «Yo el número de l’ama no se lo doy ni al Papa». Esto me lo dijo el encargado, llevándose la mano al corazón y haciendo una leve genuflexión.
L’ama no apareció.
L’ama es un ente incorpóreo. Maneja el cotarro por telepatía, distribuye los turnos guiñando el ojo derecho, hace el pedido a Makro alzando la ceja izquierda, el rollo de la gestoría lo resuelve alzando el mentón. Le voy a pedir que me presente la trimestral con un golpe de cadera.
Sé que es buenísima persona, me lo aseguró uno de sus camareros. «Nos cogió la dueña y nos dijo que aquí, con ella, en su bar, no nos iba a faltar pan ni a nosotros ni a los nuestros. Ni ERTE nos hizo». A l’ama le pega llamarse Milagros, Esperanza o Bonifacia, que según me cuenta la Wikipedia deriva del latín bonus (bueno) y fatum (hado), por lo que significa "buen amo”, en este caso, ama.
Tres veces fui, tres veces almorcé —tortilla de las últimas alcachofas, llomello amb faves, brascada—. Tres veces me sorprendí de lo que se da en los almuerzódromos de l’horta: honestidad, velocidad, tradición y un precio irrisorio. En la última de esas tres veces tiré la toalla al suelo lleno de corfas de cacao. Me daba por vencida, no iba a conseguir el permiso para hacer fotos de los pucheros en los que borboteaba cultura. Ni una instantánea de la estética atemporal o un contrapicado del techo cubierto por la Capilla Sixtina reproducida en un hule de 8 metros de largo. Con un techo de plástico nos habíamos topado.
En la selva tienen que transcurrir unas horas hasta que los animales se acostumbran a ti. Cuando aprendes a moverte al ritmo de la maraña de hojas y raíces y los ojos detectan el movimiento de la vida, puedes localizar monos araña, tapires y armadillos.
Di con ellos debajo de una cabeza disecada de toro. Dos ejemplares enormes, el mayor con el pelo blanco, el otro de un negro que clareaba en las sienes. Dos hombres en su hábitat: el bar a la hora de almorzar. No podéis ver la finura del costumbrismo que se desataba en aquella esquina por lo que os he dicho, nada de fotos. Me sabe fatal.
El del pelo blanco estaba como dejado caer sobre la silla, que le venía pequeña. Un brazo colgando por el respaldo, la piernas abiertas, la mascarilla asomándose por uno de los bolsillos del chaleco de cazador. Con la mano del respaldo gesticulaba para apoyar su discurso. En la otra mano tenía uno de esos relojes que te dicen los pasos y un montón de estadísticas que no van a ninguna parte. Supongo que se lo regalaron sus hijos —«papá, tienes que perder peso y moverte más. Con este reloj puedes controlar los pasos que das. ¿Ves? Te dice a cuánto te va el corazón y si progresas»—. De la barra de Les Tendes al comedor hay dieciséis pasos. Al baño hay veintitrés. A la tragaperras cuatro.
El otro caballero viste camisa beige con tres botones desabrochados y tirantes negros. Tiene el pecho imberbe, todo ese pelo lo lleva en el bigote. Un buen bigote, de galán de cine español. Estaba apoyado en la mesa con los antebrazos, un movimiento en falso y adiós a la botella de vino, dos copas, dos vasos de carajillo, un café a medias, un plato con huesos de aceitunas y una lama de madera de un antiguo arado. El apero podría estar en un museo etnográfico, pero está a centímetros de la mesa, justo al lado de un cuadro de uno de los tinglados de la Marina de València y una máscara de esgrima.
La conversación de los señores parecía que fuera a acabar en duelo.
En 2017 Les Tendes se llevó el reconocimiento de los Premis Cacau d´Or. Buenos tiempos aquellos, días de atar el perro con longanizas y marchar decenas de blanc i negre o tortilla de morcilla. El embutido como estatus. Estos días, me dijo el mismo camarero que venera a l’ama, está la cosa un poco floja. Salen almuerzos pero pocas tapas de las que engrosan la cuenta —son maestros del esgarraet y los caracoles en salsa—. Algún día hay algo de cola para comer, pero nada que ver con los fines de semana en los que la CV-311 se atasca con familias que quieren su ración de arroz negro con mucho alioli. Y natillas de postre.
Si hago un fuerte ejercicio de tolerancia puedo llegar a aceptar que alguien se pida un bocadillo de anchoas o que beba cerveza sin alcohol. Pero lo del techo, la Capilla Sixtina de PVC, se me escapa. Lo mismo está ahí en lo más alto porque la hija de l’ama se la perdió cuando fue a Roma con el instituto. La chiquilla se tragó una hora de cola y cuando le tocaba entrar, un funcionario de la Ciudad del Vaticano le dijo «è chiusa». Para que se le pasara el disgusto su madre cubrió el techo del bar con una reproducción de la obra renacentista. Esto no lo he pensado yo, me lo ha dicho Kike Parra, que es padre y escritor y sabe que un padre por su prole hace lo que haga falta, aunque sea juntar El Juicio Final de Miguel Ángel con el aceite de una ración de chipirón rebozado.
No sé si lo he dicho, pero en Les Tendes se almuerza de categoría y no necesitan un artículo que lo diga.