VALÈNCIA. Cabe preguntarse si tanto sacrificio, si llevar encerrados ocho meses, ha servido de algo. Ha vuelto a subir la cifra de muertos, hasta los 325, y han repuntado los contagios. En Suecia las autoridades renunciaron a imponer la reclusión cuando estalló la pandemia. Sus resultados han sido mejores que los nuestros, los de españoles, italianos y franceses, que figuramos entre las naciones más golpeadas por la peste china.
En una farmacia vacía de clientes he preguntado si tenían guantes. El auxiliar se ha sonreído sin malicia, y ha negado con la cabeza. “¿Cuándo van a tener?”, insisto. “Esta mañana le he enviado un wasap al proveedor y no me ha dado una fecha”, se excusa. Antes de despedirme le he pedido que me incluyese en la lista de espera, pero no la hay para estos casos.
Ya tengo los diarios de Iñaki Uriarte (Pepitas de Calabaza). En cuanto acabe con la biografía novelada de Mussolini me pondré con ellos. Excelente encuadernación. Las tapas son duras. El color de la portada es entre blanco y azul. Al fondo se ven unos rascacielos que bien podrían ser los de Benidorm, ciudad por la que el autor siente una devoción que es la mía. Me excita el tacto de las páginas.
La Conselleria de Educación ha publicado las instrucciones para el final del curso académico. Ayer se supo que los alumnos no volverán a las aulas. Hoy me entero de que cualquier estudiante, con independencia del número de suspensos, pasará de curso e incluso obtendrá el título de Secundaria. Si el equipo de profesores de algún instituto incurre en la temeridad de hacer repetir a un alumno, se enfrentará a una enorme carga burocrática que lo disuadirá por completo de hacerlo.
Este aprobado general encubierto es un fraude colosal de un Gobierno que pasará a la historia por haberle disparado el tiro de gracia a la enseñanza pública.
A los chavales les harán un flaco favor con esta medida bochornosa. Se les conocerá como la promoción del coronavirus. No se distinguirá entre capaces y trabajadores e inútiles y vagos. Todos entrarán en el mismo saco, y cargarán con este sambenito en el mercado laboral.
Mi madre está preocupada por si mi padre deja de cobrar las pensiones. Mañana bajará al banco a poner la libreta al día. Cumplo con mi papel de hijo responsable y trato de tranquilizarla quitándole hierro al asunto. Los pensionistas —formidable granero de votos— serán los últimos en dejar de cobrar del Estado. Les precederán los parados y los funcionarios, por este orden.
Los mafiosos del fútbol se han salido con la suya: habrá Liga en junio. El dinero acaba imponiendo su ley. El ridículo de estadios vacíos para que los clubes y las televisiones sigan haciendo negocio.
A veces pienso que escribo demasiado de política en este diario. Al fin y al cabo, la política es una parte insignificante de la vida. Tendría que escribir más de mi panadera y menos de los ministros embusteros.
Al final de la mañana he entrado, por curiosidad, en la oficina de Correos. No había clientes. La plantilla trabajaba en silencio. Siempre me han gustado las estafetas postales. Los carteros me caen bien. Un cartero es un trabajador mal pagado y peor considerado. Los veo tirar de sus carros por las calles, y llamar a los timbres de las viviendas, y me enternezco, y no hay asombro de ironía en mis palabras.
En mi adolescencia y primera juventud escribía cartas, como mucha gente hacía. Cartas a familiares, a alguna novia, a amigos. Luego lo dejé. De aquella costumbre sólo me queda el ritual de felicitar la Navidad por carta.
Nadie me escribe. Y si recibo una carta es una notificación de Hacienda para que me presente a rendirle cuentas. No hay año que falte.
En estas semanas de arresto me he planteado volver a escribir cartas a mis seres queridos, cartas de amor para recordarles que pienso en ellos, a pesar de todo. Escribir una carta es derrochar amor por quien lo merece.
Con paciencia y esmero, dándonos el tiempo necesario ante unas cuartillas en blanco, dejemos que los latidos del corazón se transformen en palabras para una madre, una novia o un amigo.
Después de esta tragedia deberíamos volver a escribir cartas, como deberíamos regresar a la sencillez de costumbres, a separar el grano de la paja y a apreciar lo que de verdad importa, que es el amor de los tuyos y la tranquilidad de espíritu.