La casa que albergó parte de mi infancia, adolescencia, todos mis sueños y la felicidad fue la de mi abuela Pepica, en Gavarda. Una casa lindante con el lavadero público, con el constante sonido del agua acompañando la rutina, cada día, cada hora, cada noche que incorporaba el croar de las ranas y los sapos. Una casa familiar entrañable, con su corral y línea de paso de los carros, con aquellas piedras pequeñas de río… Una casa mediterránea, abierta y luminosa, con sus enredaderas de bugambilia y jazmines, con infinitas macetas que mi añorada abuela cultivaba con pasión y constancia. El gran limonero presidía aquel patio de la casa donde nacían y morían las corrientes del viento que caracterizan las construcciones mediterráneas, desde la entrada hasta la huerta. Era la casa de las flores, la casa del agua.
Aquella casa de mi abuela desapareció engullida por la Pantanà de Tous, el 20 de octubre de 1982. El dolor fue inmenso, a pesar de la alegría de encontrar a mi abuela en perfectas condiciones. El dolor, la abrumadora limpieza del barro y la destrucción, dejaron el trágico poso de no saber cómo renacer desde cero para cientos de familias que habitaban casas centenarias. La solución inmediata fue construir pueblos nuevos, aunque previamente sus vecinas y vecinos habitaron `casas prefabricadas’, contenedores fríos y hostiles con la convivencia familiar y comunitaria.
La Casa es una película de Álex Montoya, con guión suyo y de Joana M.Ortuela, y basado en la gran novela gráfica del estimado Paco Roca. La recreación de la casa de tu infancia tras la muerte del padre, desencadena un espiral de emociones demoledora y también bellísima. Tres hermanos se reúnen en la casa familiar y tienen que decidir el destino del inmueble, si vender o mantenerlo. Una decisión nada fácil.
Tanto el libro de Paco Roca como la película de Álex Montoya ya han merecido prestigiosos reconocimientos. El contenido tiene una enorme carga anímica, una telaraña compleja que enreda el pasado, el presente y el futuro. Pero, como en mi caso, esas casas de pueblo, familiares, son partes imprescindibles de la identidad y el cultivo de los afectos. Si desaparecen nos quedamos huérfanos, navegando en el tiempo sin reproducir aquellos aromas, colores, texturas y sonidos de lo que representó nuestra felicidad, quizá la única felicidad de la vida.
Pero, al mismo tiempo, conservar las casas físicas no son la solución de la supervivencia de las personas arraigadas. Hay que avanzar y seguir caminando, con las casas a cuestas, como los caracoles, como las mujeres que vivimos y sobrevivimos cargando mudanzas de memoria y afectos perdidos.
La novela gráfica de Paco Roca, y ahora la película, desnuda la relación de tres hermanos, los recuerdos, el amor y los odios fraternales, la belleza de un espacio anímico y también onírico. La casa que nos acogió y nos dio lo mejor, la casa que nos hizo felices frente a otras casas que odiamos y nos dieron la infelicidad.
Hay casas de lazos de sangre que atormentan y duelen. Hay casas que se lleva un pantano, casas para sobrevivir y no sentir, casas para nacer y morir, casas para el amor y el desamor, casas de crianza, de cuidados y de abandono, casas de rencores, odio, distancias, venganzas, casas oscuras de familias rotas. Mis casas viajan conmigo, embaladas en cajas anímicas imprescindibles. Hay casas que construyen un hogar del que acaban expulsándote. Hay casas bellas y malditas. Pero las casas, por siempre jamás, van dibujando el mapa de cada persona. Son la metáfora de la vida vivida.
La Casa, esta maravillosa película basada en el maravilloso libro gráfico de Paco Roca, nos sitúa frente al espejo del paso del tiempo y de la ‘insoportable levedad del ser’ (Milan Kundera), la fragilidad de las familias y su evolución, la vulnerabilidad del ser humano y sus afectos. Y el deterioro constante de los entornos vitales.
Mi vecina Carmen cocinó ayer un Arrocito de Castelló, ese plato marinero que situó en el mapa de la popularidad Manolo García, El Último de la Fila, y que bordó el chef Miguel Barreda. Mi vecina también lo borda, con ese sepionet de punxa, rape, langostinos de Vinaròs, alcachofas de Benicarló en conserva casera y ese sofrito básico que mi vecina domina a la perfección, sumando sus hilos de azafrán.
Carmen también ha leído el libro de Paco Roca. Ella ha viajado por medio país, sin arraigo hasta que los partos fueron una especie de ancla en Castelló. Sus casas familiares, en Madrid y València desaparecieron de su vida, lo lamenta, pero siempre me recuerda que forman parte de nuestro crecimiento, que aquella belleza y ternura nos ha ido construyendo como personas. Y las pequeñas copas talladas que conserva, de una amorosa abuela, le recuerda esas manos que la abrazaron, la protegieron, esa mujer que le dejó bien claro que la vida para las mujeres es la persecución de sus sueños.
Buen lunes. Buena semana. Buena suerte.