VALÈNCIA. El documental empieza con imágenes de Tito y Kurt Waldheim en una visita a Yugoslavia. El segundo, en calidad de secretario general de las Naciones Unidas. Se pasean en descapotable, hay brindis. A continuación, un diplomático yugoslavo veterano habla en una entrevista años después. Tiene media sonrisa. Dice que, cuando se encontraron, Waldheim le dijo al Mariscal Tito "¡Qué hermoso es su país! ¡No sabía que Yugoslavia era tan bonita!" A lo que Tito contestó: "¿Nunca había estado en Yugoslavia?".
Había fotos suyas en Podgorica que servían de prueba, pero a Tito no le hacían falta. Sabía quién era porque había combatido contra él. Waldheim había ejecutado las órdenes de Alexander Löhr, procedentes de la cancillería del Reich, de aplicar represalias a la población local por cada acción de los partisanos. Se le situó en la ofensiva de Kozara, en el noroeste de Bosnia, donde 25.000 civiles fueron asesinados y los partisanos heridos, ejecutados in situ.
Del mismo modo, su unidad estuvo presente mientras se deportaba a los judíos de Salónica, en Grecia. Acabaron con el 98% del pueblo hebreo de la ciudad, la tercera parte de la población. 48.000 personas. En definitiva, Waldheim había combatido en los Balcanes con un rango destacado del lado de los nazis y debió haber participado por acción, omisión o conocimiento en múltiples crímenes de guerra.
Sin embargo, nadie lo sabía. El informe con su currículum militar estaba en un cajón y él en la posguerra se había animado a hacer política. Primero fue designado embajador en Canadá, luego ante la ONU, después intentó ser presidente de Austria, pero sin éxito y se conformó con un cargo que no estaba nada mal: secretario general de las Naciones Unidas.
Hasta los años 80, en los que se convirtió por fin en presidente de su país, le había ido muy bien. Pero metió la pata. Una autobiografía publicada en 1985 puso a los periodistas tras la pista de las posibles omisiones que pudiera contener y descubrieron que había empezado la guerra como voluntario nazi. Él negó la mayor y en eso consiste la mayor parte de este documental, en cómo va negando, entrevista tras entrevista, todos los detalles hasta que no le queda más remedio que ir admitiendo algún que otro dato, pero siempre contextualizando que todos cometieron "atrocidades" en aquella época.
El documental de Ruth Beckermann, estrenado este año en el Atlàntida Film Fest de Mallorca, sigue perfectamente cómo la fachada del gran hombre se va desmoronando a medida que fueron saliendo los datos sobre su pasado, pero al mismo tiempo, muestra también cómo a su alrededor surge una red de apoyo que le sostiene y que rompe tabúes a la hora de manifestarse. Se muestran como lo que son, como decididos nazis. Y son ciudadanos de a pie.
Son impagables las conversaciones que tienen espontáneamente los manifestantes. Se escuchan, en plenos años ochenta, a sujetos asegurar que los judíos dominan el mundo. Se les escapan insultos antisemitas. Hay mujeres que intentan hacer razonar a los opositores a Waldheim explicándoles que en los años treinta hubiesen votado por cualquier que les hubiese dado trabajo, que no entendían nada. Todo pretextos precocinados de nazis que salen del armario.
Esa es la parte más escalofriante de la película, comprobar que el monstruo seguía ahí, muy vivo. Mediante interesantes entrevistas El caso Kurt Waldheim contextualiza muy bien cuál era la situación en Austria. Se explica que Alemania, tras la guerra, no tuvo escapatoria ninguna. Fue la derrotada, lo tuvo que aceptar, capitular, pedir perdón por todos sus crímenes, sentar las bases para que no volvieran a ocurrir e indemnizar a sus víctimas. No fue un camino de rosas, llevó décadas encontrar a todos los nazis y sacarlos de las instituciones pero de algún modo en Alemania estaba clara la línea entre el bien y el mal.
En Austria fue diferente. Ellos, tras la guerra, no aceptaron ser un derrotado más. Exigieron sus papel de víctimas, la primera, además, el primer país que Hitler se anexionó. Logró mantener ese estatus y en la posguerra mantuvo una extraña posición de neutralidad, ni cayó en el campo comunista ni se entregó al alineamiento occidental. Quedó en tierra de nadie, pero en lo esencial, no hizo los deberes.
No fue verdugo en teoría, pero entre los austriacos había medio millón de nazis como mínimo. La democracia echó a andar y todos los partidos tuvieron que contar desde ese momento con que ese perfil de votante existía, era numeroso y convenía ganárselo. Los resultados a la vista están, ahora la ultraderecha tiene opciones de hacerse con el gobierno.
Pero eso no es solo lo inquietante. También son difíciles de olvidar las imágenes en las que Waldheim, en Israel, no rendía el debido respeto en las ceremonias judías a los muertos cubriéndose la cabeza como es debido. Le preguntaban los periodistas y él echaba balones fuera. Al conocerse el caso, uno entiende por qué se resistía íntimamente a pasar por el aro y lo manifestaba en un detalle absurdo, pero simbólico y cargado de significado. Seguía llevando el nazismo dentro muy profundamente y actuaba en consecuencia en la medida que le era posible, que era poca, pero era.
La que es más difícil de entender, incluso hoy, es la defensa que Helmut Kohl hizo de su homólogo austriaco. Aunque lo explica una imagen que también sale en el documental y que dio la vuelta al mundo, la de llevarse a Ronald Reagan a mostrar su respeto a las tumbas de los SS caídos en la II Guerra Mundial en el cementerio militar de Bitburg. Era por la reconciliación, igual que cuando Waldheim recibía a ex criminales de guerra nazis liberados de presión como si fuesen héroes. El pretexto era que lo hacían para olvidar.