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crítica de cine

'Cementerio de animales': Una marchita resurrección

5/04/2019 - 

VALÈNCIA. Stephen King escribió Cementerio de animales en una de sus muchas épocas de explosión creativa. Ese mismo año, en 1983, publicaría Christine y El ciclo del hombre lobo. Se encontraba impartiendo, a finales de los setenta, clases en la Universidad de Maine y su familia alquiló una casa al lado de una carretera por la que pasaban enormes camiones a gran velocidad. La tasa de mortalidad de animales a causa de los atropellos era tan grande que en un bosque cercano había un cementerio de animales donde los niños iban a enterrar a sus mascotas. La familia King también perdió a su gato en esa temible carretera, pero el mayor susto llegó cuando uno de sus hijos estuvo a punto de morir de la misma manera. 

El escritor tomó estos sucesos como base para escribir una de sus novelas más célebres y profundas. En ella hablaba de la culpa, del dolor, de la muerte de los seres queridos y de la imposibilidad de aceptar su pérdida y para ello recurría más que al imaginario zombie, al mito de Lázaro en versión oscura y terrorífica. 

Unos años más tarde, en plena efervescencia de adaptación de novelas de King (en los ochenta se llevaron a la pantalla entre otras El resplandor, Creepshow, Cujo, La zona muerta, Christine, Los chicos del maíz o Cuenta conmigo) se estrenaría la versión cinematográfica de la novela, Cementerio viviente, a cargo de una de las escasas directoras que tocaron el género de terror durante esa época, Mary Lambert, que procedía del mundo del videoclip y había rodado con Madonna algunos de sus hits míticos como “Like a Virgin” o “Material Girl”. El guion fue escrito por el propio Stephen King, que también hizo un cameo en la película. 

Vista con retrospectiva la película de Lambert resulta de lo más reivindicable y supera, a pesar de sus limitaciones, este nuevo remake dirigido por Dennis Widmyer y Kevin Kölsch (responsables de ‘Starry Eyes’), mucho más convencional y descafeinado. 

El punto de partida en ambas sigue siendo el mismo: Una familia, los Creed, se traslada a una nueva residencia, una casa cercana a una carretera famosa por ser la responsable de la muerte de buena parte de los animales del vecindario. Louis es doctor (Jason Clarke) y ha aceptado un puesto de menor responsabilidad en un hospital cercano para estar más tiempo con sus dos hijos, la pequeña Ellie y el bebé Gage. El quinto miembro de la familia es el gato Church. Al llegar conocerán a su vecino Jud (John Lithgow), que les hablará de la existencia de un cementerio de animales cercano a la propiedad. 

A partir de ese momento, la muerte adquirirá una presencia latente en el relato y se incrustará en el inconsciente de cada uno de los miembros de la familia. En el hospital, un joven morirá en brazos del doctor Louis y comenzará a aparecérsele en sueños para avisarle de que corre un grave peligro si va más allá del cementerio de animales, a una zona donde la tierra se encuentra corrupta. Mientras, su esposa Rachel (Amy Seimetz) rememorará de forma constante la forma en que falleció ante sus ojos su hermana, enferma de una terrible dolencia. 

Cada uno tendrá una forma diferente de enfrentarse a ese sentimiento de muerte: Louis, como médico, lo hará desde un punto de vista más racional y empírico y Rachel desde una perspectiva más espiritual y religiosa. Pero todo cambiará para Louis cuando Church sea atropellado y su vecino lo acompañe a enterrarlo a un antiguo cementerio indio que perteneció a la tribu de los Micmac y del que emana un poder especial: el de resucitar a los muertos. 


En la película de Lambert, asistimos a un progresivo descenso a los infiernos del personaje masculino. A partir del momento que pisa el cementerio indio la fatalidad lo acompañará y un influjo corrosivo comenzará a apoderarse de él, de manera que los aciagos acontecimientos que tiene lugar lo irán sumergiendo en un estado de progresiva locura hasta terminar adentrándose en un clímax totalmente enfermizo en el que se pierde la perspectiva entre el bien y el mal, ya que nos sumergimos en un terreno más mental que físico. En la nueva adaptación, además de algún cambio sustancial que seguramente tenga que ver con lo perturbador que resulta ver a un niño de tres años empuñar un cuchillo, se apuesta por una atmósfera más contenida, menos nociva y sobre todo más rutinaria en su forma de adentrarse en la parte más oscura del ser humano. Así, el elemento terrorífico queda minimizado en beneficio de un drama familiar sobre el sentimiento de pérdida que no se encuentra bien equilibrado con el verdadero sentido de la película: sumergirnos en una espiral de insania por ser incapaz aceptar la muerte de un hijo. 

Los directores no se muestran capaces de profundizar realmente en la verdadera esencia del libro de King ni en los delicados temas que trata y se quedan solo en un sustrato superficial en el que no encontramos garra ni personalidad. Para colmo abundan los sustos fáciles y los recursos trillados que tienen que ver con las presencias fantasmales y una total y absoluta falta de atmósfera. Una simplificación correcta, pero sin verdadero poder sugestivo y corrosivo. 

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