VALÈNCIA. La adolescencia es ese espacio mágico que se inicia en algún momento indeterminado de la infancia y se esfuma con el paso de los años. Con la potestad de un imperio y la fragilidad de sus fronteras, durante un periodo abstracto supone la exploración de un sinfín de nuevas realidades: la identidad, el cuerpo, las relaciones con los demás, la sexualidad, el tiempo, los sueños, los límites, la responsabilidad, el escepticismo, el sarcasmo, la decepción. Por todo ese universo de impactos y pequeñas variaciones es imposible que se haya repetido una adolescencia igual a otra, porque cada situación, cada contexto, cada decisión ante el nuevo mundo es arbitraria y única.
Por todo eso, también, es imposible que un adulto capture lo que se respira en ese imperio inabarcable e irrepetible. Puede bordearlo y aplicar sus propias experiencias e incluso convencer a otros adultos de que aquello que sucede en su narrativa se parece a la adolescencia de alguien. Los 400 golpes (François Truffaut, 1959), El club de los cinco (John Hugues, 1985) Cuenta conmigo (Rob Reiner, 1986), El club de los poetas muertos (Peter Weir, 1989) Bienvenidos a la casa de muñecas (Todd Solondz, 1995) Kids (Larry Klark, 1995) Barrio (Fernando León de Aranoa, 1998), Las vírgenes suicidas (Sofia Coppola, 1999), Donnie Darko (Richard Kelly, 2001), Elephant (Gus Van Sant, 2003) 7 Vírgenes (Alberto Rodríguez, 2005) o Déjame entrar (Tomas Alfredson, 2008) son solo algunos ejemplos de buen cine y, a la vez, un fútil intento frente a Chasse Royale (Lise Akoka y Romane Gueret, 2016).
La cinta que se proyecta estos días en el festival internacional de mediometrajes La Cabina se proyectó a la inversa. Akoka y Gueret estaban realizando un casting en barrios desfavorecidos de Francia. Buscaban a adolescentes sin experiencia previa. El proyecto de largometraje para el que trabajaban dio al traste, pero ellas decidieron que dos de los chicos que habían encontrado en aquella búsqueda eran un diamante ante la cámara por muy distintos motivos. Angélique Gernez y Eddhy Dupont son los protagonistas de esta cinta mágica, que extrae de ellos lo que las cineastas francesas pudieron comprobar en su proceso de casting: de ella, una actitud resistente, fuerte, especialmente malhablada y agresiva; de él, sensibilidad, atención, emotividad y expresión.
La historia alcanza un extraordinario grado de pureza, surgida en el sentido inverso al proceso natural de producción: de los personajes al drama. Más realista que naturalista y más accesible que experimental, Chasse Royale nos aproxima a la adolescencia a través de las palabras, las miradas y el lenguaje corporal de dos interpretaciones poderosas y una dirección impecable.