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CRÍTICA DE CINE

'Chesil Beach': La playa del desencanto

29/06/2018 - 

VALÈNCIA. Hace diez años, en 2008, se publicó la novela de Ewan McEwan Chesil Beach. Una novela corta, aparentemente menor de su autor después de obras tan importantes y monumentales como Expiación, que escondía en su esencia íntima una gran cantidad de reflexiones en torno a la sociedad de los años sesenta en la que transcurría la mayor parte de la acción.

Estaba construida Chesil Beach casi como si fuera una pieza de cámara, como una obra suspendida en un espacio y en un tiempo destinados a desaparecer. Cerrada y minimalista. Y ese mismo espíritu es el que ha intentado capturar en su adaptación cinematográfica el director británico Dominic Cooke.

Se trata de su ópera prima después de haber sido una de las personalidades fundamentales de la escena británica y convertirse durante algunos años el director artístico de The Royal Court. Casi con cincuenta años se puso por primera vez tras la cámara gracias a una serie para la BBC que bajo el título The Hollow Crown se encargaba de adaptar diferentes obras de Shakespeare como Ricardo III o Enrique VI.

Resulta curioso comprobar tras esos precedentes tan teatrales y épicos que Cooke se haya aclimatado de una forma tan especial y delicada a la caligrafía de McEwan, que por cierto firma el guion de la película. El director siempre tuvo desde el principio claro que iba a contar una historia de amor entre dos personas que simplemente tuvieron mala suerte y se dejaron llevar por las circunstancias, por su juventud y su inexperiencia para terminar olvidando su inocencia para siempre por el camino.

Chesil Beach narra la historia de Edward y Florence, que contraen matrimonio en 1962. Y lo hacen en una Inglaterra que empezaba a despertar con el Swinging London con todas sus dosis de rebeldía, pero se trataba de un despertar lento y la realidad era que la mayor parte de la sociedad todavía permanecía dormida y aplastada por los fantasmas de la II Guerra Mundial. Las nuevas generaciones necesitaban escapar de la represión de sus padres, pero todavía flotaba en el ambiente el miedo heredado del pasado. Los progenitores se sentían asfixiados por el sentimiento de culpa y lo habían traspasado a sus vástagos que crecieron en un ambiente represivo y dominado por las diferencias de clase. Un tema que se convirtió en fundamental en los años sesenta gracias a dramaturgos como Harold Pinter o a cineastas como Joseph Losey.

Pero volvamos a Edward y Florence en su noche de bodas, descritos por McEwan como jóvenes, instruidos y vírgenes. Ambos han puesto todas las expectativas en ese momento después de atravesar un sinfín de contratiempos para estar juntos, sobre todo porque él pertenece a la clase trabajadora y ella a una familia elitista. Se han enfrentado a ellos, pero ahora tienen que pasar una prueba en apariencia fácil, consumar el matrimonio. Y fracasan estrepitosamente. No están a la altura del papel que se supone que tienen que interpretar y quizás por esa razón, porque han estado arrastrando sus miedos a lo largo del noviazgo, ese momento les provoca vergüenza y asco, les paraliza por completo. La incomunicación saldrá a flote, tanto la emocional como la sexual. Y se abrirá un abismo entre los dos, insuperable, doloroso y de una crueldad insostenible.

El director utiliza el relato fragmentado e inserta diferentes capítulos del pasado en ese núcleo central que constituye la noche frustrada de bodas y que adquiere una dimensión alegórica abrumadora. Cooke es consciente de la fuerza expresiva de este pasaje y la construye con mucha precisión, fijándose en cada pequeño detalle, posando la cámara con delicadeza en las expresiones y los objetos que adquieren un carácter narrativo y que ayudan a que entendamos el drama por el que atraviesan los protagonistas.

Es una película sobre cuerpos que se atraen y cuerpos que se repelen. Que se buscan y que después se alejan entre sí. Cuando se encuentran encerrados en la habitación de hotel se palpa la asfixia, la incomodidad, una sensación que se perpetuará cuando salgan hacia el exterior y caminen por una playa en la que por ambos lados hay agua y solo pueden avanzar o hacia delante o hacia atrás sin ningún otro tipo de posibilidad.

Consigue Cooke quizás lo más complicado, captar esa fatalidad romántica que impregnaba la novela y que se traduce en sensación de nudo en el estómago cuando se conoce el destino de los personajes, cuando la inocencia y la ignorancia dan paso al desencanto. Eso está en la película, en parte gracias a la capacidad del autor a la hora de trabajar los sentimientos, pero también gracias a la elección de los actores, una Saoirse Ronan que nunca ha tenido los ojos más azules y desconcertados y un auténtico desconocido, Billy Howle que se convierte en el descubrimiento más inesperado de la función gracias a su personaje de chico atormentado y humilde.

En Chesil Beach no hay heroínas ni verdugos, no hay vencedores o vencidos. Solo seres frágiles y perdidos, víctimas de sus entornos y de sus fantasmas internos, de una sociedad que moriría poco tiempo después y quizás ellos fueran sus últimas cabezas de turco.


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