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tribuno libre / OPINIÓN

Ciencia jurídica sesgada

facultad dret
17/10/2022 - 

Los profesores de Derecho hemos jugado tradicionalmente un relevante papel en la vida pública. Mucha gente supone que somos nosotros quienes podemos aportar la información más rigurosa, objetiva y confiable acerca de qué normas jurídicas hay que establecer para lograr determinados fines y cómo hay que interpretar y aplicar correctamente las que ya han sido establecidas. El valor de esa información vendría garantizado, principalmente, por nuestra dedicación exclusiva a la docencia y la investigación del Derecho, por los métodos científicos que empleamos en estas tareas y por la posición desinteresada e imparcial que mantenemos respecto de los problemas que analizamos. De ahí que nuestra opinión sea requerida con cierta frecuencia por los poderes públicos encargados de aprobar o ejecutar dichas normas, muchos litigantes, otros ciudadanos afectados, los medios de comunicación interesados en los relevantes problemas que muchas veces éstas plantean, etc. 

A mi juicio, los receptores de estas opiniones harían bien en evaluarlas con una cierta dosis de sano escepticismo, por varias razones. En primer lugar, porque los problemas jurídicos suelen ser extraordinariamente difíciles y maleables. Determinar cuál es la interpretación correcta de una norma o la regla jurídica que conviene establecer requiere casi siempre efectuar juicios subjetivos que muy rara vez son evidentes y compartidos por todos. Recordemos, por ejemplo, las fuertes controversias suscitadas en relación con las medidas adoptadas por el Gobierno durante los estados de alarma decretados para luchar contra la covid-19.

En segundo lugar, la metodología que los juristas académicos hemos utilizado tradicionalmente en nuestro quehacer está lejos de tener el rigor y la fiabilidad de la empleada en otras ciencias, hasta el punto de que son legión quienes niegan que la jurídica sea una verdadera ciencia. Nuestras apreciaciones de la realidad casi nunca son el fruto de análisis realizados mediante la aplicación de los sofisticados métodos empíricos desarrollados por las modernas ciencias naturales y sociales, sino que suelen estar basadas simplemente en la intuición y la experiencia anecdótica. Es más, en no pocas ocasiones, ignoramos no sólo estos métodos, sino también los resultados de estudios procedentes de otras ciencias, como la psicología o la economía, que deberíamos tener muy en cuenta para pronunciarnos con acierto sobre innumerables cuestiones jurídicas. Pueden encontrarse, por ejemplo, obras jurídicas en las que se analiza la conveniencia y la conformidad con la Constitución de la regulación del precio de los alquileres, pero que soslayan por completo los numerosos trabajos teóricos y empíricos relativos a los efectos que esta medida puede tener o ha tenido sobre el mercado de la vivienda. Así de impresentables somos.

Foto: Kike Taberner

En tercer lugar, también los profesores de Derecho estamos expuestos, en mayor o menor grado, a multitud de factores que minan la objetividad y el valor de nuestras apreciaciones. No me refiero sólo a los sesgos cognitivos que nos afectan a todas las personas y que nos hacen cometer sistemáticamente ciertos errores de juicio. Hay otras muchas circunstancias que ejercen una influencia indeseable sobre nuestras opiniones.

Por ejemplo, en España, los «grandes» profesores de Derecho que se han dedicado en exclusiva a la docencia y la investigación han sido tradicionalmente y siguen siendo aves raras. La gran mayoría ha compatibilizado sus tareas académicas con el ejercicio de la abogacía, el asesoramiento jurídico, el ejercicio de cargos políticos, el desempeño de actividades de cierta responsabilidad en el seno de organizaciones públicas o privadas, etc. El tiempo dedicado a estas actividades paralelas tiende a aumentar cuanto mayor es su rentabilidad. Por ello resulta especialmente elevado en aquellas disciplinas donde más se paga por la pericia jurídica (porque los intereses económicos en juego son más relevantes), así como en el caso de los profesores de mayor prestigio e influencia, cuyas opiniones tienen una mayor demanda fuera de la Universidad.

El problema es que estas actividades «compatibles», que los profesores de Derecho desarrollan actualmente o esperan llevar a cabo en un futuro próximo, pueden llegar a sesgar significativamente sus opiniones. Es muy humano que los profesores que dedican buena parte de su tiempo, esfuerzo, desvelos y escritos a defender como abogados determinadas posiciones –favorables a los intereses de sus clientes– tiendan a sostener esas mismas posiciones o, al menos, a no contradecirlas en sus trabajos académicos. De esta manera, no sólo optimizan la utilidad esperada de sus esfuerzos, sino que también evitan el coste reputacional y profesional, así como la disonancia cognitiva, que les ocasionaría decir una cosa en el foro y otra distinta en su cátedra.

De ahí, también, que los profesores que han obtenido de ciertos partidos políticos determinados favores o que aspiran a obtenerlos en el futuro, tiendan a significarse con opiniones sistemáticamente alineadas con los intereses de esos partidos, incluso respecto de problemas que carecen per se de relevancia ideológica. Nótese que, frecuentemente, el factor determinante no es la ideología, sino el interés. No se defienden determinadas posiciones porque son las más acordes con un determinado ideario político, que inevitablemente influye sobre ellas, sino porque son las más favorables a los intereses del partido político al que el profesor pretende agradar para labrarse un futuro más próspero y satisfacer así mejor sus propios intereses. La relevancia de este factor queda muchas veces de manifiesto de manera grotesca cuando se produce una sospechosa división de opiniones por afinidad política respecto de problemas puramente «técnicos», intrínsecamente desprovistos de significado político o ideológico. Piénsese, por ejemplo, en la cuestión de cómo hay que interpretar el precepto que regula el día en el que termina un plazo.

Estos sesgos resultan especialmente problemáticos cuando afectan, directa o indirectamente, a la mayoría de la correspondiente comunidad académica y distorsionan las opiniones de sus miembros en una misma dirección. Imaginemos, por ejemplo, que la gran mayoría de los más prestigiosos e influyentes profesores de Derecho tributario ejercieran como abogados o asesores de los grandes contribuyentes del país. Cabría esperar que sus influyentes construcciones teóricas tendieran a favorecer especialmente los intereses de estos ciudadanos, frente a los del resto de la sociedad.

Con todo esto no quiero decir que nuestras opiniones carezcan de todo valor, sino simplemente que hay un cierto riesgo de que resulten desacertadas, mayor o menor en función de las circunstancias. Conviene tenerlo presente.

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