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‘El hombre que no pudo permanecer en silencio’ y ‘No matarían ni una mosca’: dos visiones de las guerras yugoslavas

En el 30 aniversario del final de la guerra de Bosnia, se estrena un cortometraje sobre un capitán yugoslavista que dio su vida para que paramilitares serbobosnios no ejecutasen a un bosniaco

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VALÈNCIA. El mejor documental de Cannes de 2024 tiene más valor que muchos largometrajes. Disponible en srteaming gratuito en Arte, trata un caso real. Tomo Buzov era un capitán croata retirado del Ejército Popular Yugoslavo (JNA). En febrero de 1993, cuando la guerra de Bosnia llevaba un año, se dirigía en un tren de Belgrado, donde llevaba años viviendo, a Bar, en Montenegro, para visitar a su hijo. Cuando pararon en Štrpci, cerca de Visegrad, una unidad paramilitar de las Águilas Blancas pasó revista a los pasajeros en busca de “no serbios”.

Cuando se iban a llevar a un bosniaco de 17 años, Buzov se levantó de su asiento y reprendió al soldado. Exigió ver al comandante y se marchó en lugar del joven, que permaneció en el tren. Los prisioneros fueron enviados a una escuela, donde fueron desnudados y golpeados, para luego ejecutarlos en una casa derruida y echar sus cadáveres al río Drina. El responsable de estos crímenes, Milan Lukic, fue condenado a cadena perpetua.

Después de la guerra, los vecinos de Buzov en Belgrado lograron que se colocara una placa en el edificio donde vivía. “Era nuestro héroe”, manifestaron, aunque la placa ha sido arrancada. No fue el único militar yugoslavista con un destino tan cruel. A mí siempre se me quedó grabado el caso del contralmirante Vladimir Barovic, montenegrino, que recibió la orden de bombardear las ciudades croatas de Dalmacia, se negó a ejecutarla y se suicidó de un disparo en la sien. Dejó escrito que no iba a hacer la guerra contra un pueblo hermano.

Lo bueno del cortometraje es que no se centra Buzov, sino en el pasajero que va enfrente de él. Un hombre cordial, pero que no se atreve a hablar cuando entran los paramilitares. Es decir, lo que haríamos todos.

Este año es el 30 aniversario del final de la Guerra de Bosnia. Seguramente aparecerán  muchas más publicaciones que estás recordándolo. Por desgracia, existe una fuerte tendencia editorial en España a la Historia conspiracionista para satisfacer la demanda de una geoestrategia de salón, que no es pequeña en este país. Se trata de ejercicios que difuminan los hechos contrastados y ponen el foco en elucubraciones, el camino más corto para no entender nada o para ocultar la historia.

Cruzo los dedos para que a nadie se le ocurra traducir el panfleto que lanzó recientemente Noam Chomsky recopilando sus delirios ahistóricos, no exentos de propaganda fascista, Yugoslavia: Peace, War, and Dissolution, y tener que lidiar luego con los estragos que cause en la opinión pública local sobre Balcanes.

Slavenka Drakulic
  • Slavenka Drakulic -

Afortunadamente, Libros del KO no se ha dejado llevar por esa tendencia y ha reeditado una pieza de calidad ensayística y bastante original, No matarían ni una mosca, de Slavenka Drakulic, feminista croata con puntos de vista muy valientes sobre temas muy diversos. En este volumen, la autora croata repasaba los perfiles de los criminales de guerra en exYugoslavia partiendo del concepto de Hannah Arendt sobre la banalidad del mal, sobre cómo personas comunes pueden convertirse en monstruos que cometen atrocidades.

Para mí, algo así era un tema alejado de mi realidad, pero en los últimos quince años he observado transformaciones en esa dirección en directo y, aunque muchos de ellos no han conseguido que se desencadenase un conflicto real, hicieron todo lo que estuvo en su mano, desde sus vidas ordinarias, para que así sucediera. A mí dejó helado esa versión miembros de mi generación y, desde entonces, no soy nada optimista con la oleada que se nos viene encima con el crecimiento de la ultraderecha a escala internacional.

Lo siento, pero ni la educación ni la cultura valen para nada. Hoy se impone el egoísmo absoluto. Es más, los individuos que sucumben a la tentación de intentar imponer a los demás sus ideas y visión del mundo son más peligrosos y agresivos cuanta más cultura tienen.

Este libro tuvo bastante éxito en su momento, se vendió muy bien y se tradujo a varios idiomas. Al público le llegó la idea de que las atrocidades las cometen personas normales que, sin embargo, han sido atrapadas en dinámicas de grupo, o tribales, bajo las consignas de algún tipo de liderato.

En el recorrido que hace por los juicios del Tribunal Penal para la exYugoslavia esas “personas normales” se revelan, por ejemplo, como violadores de niñas de doce años. Gente, dice Drakulic, a la que le hubieras confiado tranquilamente en tiempo de paz que llevara a tu hija al colegio, pero que cuando se caen todas las normas de convivencia y “el otro” ha sido deshumanizado, pues puede cometer una violación tranquilamente. Y no arrepentirse nunca. En uno de los casos que documenta, el violador seguía en el juicio con media sonrisa sintiéndose todavía por encima del bien y del mal.

Mención aparte merecen las páginas dedicadas al juicio a Slobodan Milosevic, de cuya serie hablamos recientemente. La autora estuvo presente y experimentó cierta crisis de identidad al tener enfrente al llamado Carnicero de los Balcanes. Se enfrentó sin quererlo al culto a la personalidad. Por un momento, recordó su infancia, cuando junto a su padre, oficial del Ejército, decoraban un retrato de Tito para colgarlo del balcón. Aquello le resultaba extraño de pequeña, porque esa imagen le recordaba a otra, la de alguien a quien miraba cuando su abuela la llevaba a escondidas a la iglesia sin que se enterara su padre: a Jesús. Tardó años en entender que en Yugoslavia les habían educado en el culto a la personalidad. Y esa pulsión neurótica la vino cuando tuvo enfrente, en persona, separado por un cristal, a Milosevic.

Anécdotas aparte, ese modelo de liderazgo tuvo un problema en Yugoslavia: no se conocían otros. Cuando llegaron tiempos inestables, las únicas propuestas que calaron estaban cortadas por ese patrón. Milosevic fue un buen ejemplo. En realidad, no era nacionalista, simplemente surfeaba una ola de nacionalismo y la instrumentalizó a su favor echándole gasolina al fuego. Pero luego tampoco era comunista, pasó años en Estados Unidos disfrutando de la buena vida como para seguir manteniendo ese discurso sin cinismo, solo engañó a la izquierda auténtica occidental, predispuesta a no dar una en lo referente a las sociedades postcomunistas. Milosevic solo fue un oportunista y logró hacerse con el poder por sus tics autoritarios. Aplastando a todo aquel que se interpusiera.

Por eso, en este libro Drakulic sostiene que Serbia se olvidó tan rápido de él una vez cayó. Porque cuando fueron a detenerle, acabó entregándose. No murió matando, ni dio la vida por sus principios. Era un hombre ordinario que temía por su vida. Ni siquiera se suicidó, como habían hecho sus padres. Sin la autoridad, no era nada. Un hombre vulgar y necio, que se atrevió a bromear con la declaración de un testigo Nikola Samardzic, contestando con el dicho de que “la gente que miente tiene las piernas cortas” cuando ese hombre no tenía, se las habían amputado.

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No obstante, después de recorrer todo tipo de perfiles entre los prisioneros, la parte más paradójica de No matarán ni una mosca es la que describe cómo convivían todos los encausados: “en Scheveringen [la prisión] la Yugoslavia de Tito parece aún viva. Un poema escrito por el propio Zaric [jefe policía condenado por sus acciones contra bosniacos y croatas] describe cuán pacíficamente conviven los acusados criminales de guerra de distintas nacionalidades. El poema incluye versos como estos: ‘No es importante lo que sucedió allí / Sino como es ahora, aquí’. Describiendo la vida en la cárcel, la armonía y la amistad de los reclusos. Zaric acaba un problema con un mensaje a la gente de su país ¡para que sigan su ejemplo!”.

Esta edición trae un epílogo de Marc Casals, autor de La piedra permanece de la misma editorial, en el que se pone en contexto la perspectiva de la autora a la hora de enfrentarse a estas líneas. Drakulic, explica, recibió una educación cosmopolita y nunca entró en sintonía con el nacionalismo de su república, el croata. Primero fue calificada de “traidora” y luego de “bruja” oficialmente. “Comparó la identidad mononacional que se estaba imponiendo en Croacia con una camisa demasiado estrecha”, dice.

Con esa legitimidad moral mostró su espanto hacia unos conciudadanos que habían convertido un proyecto de convivencia en el infierno. Sentencia Casals: “la cronista se sirve de estas comparaciones para plantear una paradoja: ¿Cómo puede ser que toda aquella gente surgida del mismo mundo que ella y sus familiares más próximos fuese quien destruyó ese mundo sin ninguna piedad?”

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