VALÈNCIA. Oigan, ¡qué espectáculo! Y sí, como se ha dicho, es innecesariamente explicativa, con muchas cosas verbalizadas por si a alguien se le escapa el sentido. Y hay demasiado CGI a veces muy evidente (esos lobos, ay). Puede que, en ocasiones, la cámara se mueva más de lo deseable y te den ganas de gritar: ¡para un poco! Es desequilibrada y desigual. Pero, repito, ¡qué espectáculo! Y, sobre todo, qué belleza, por dentro y por fuera, la de esa criatura frágil y poderosa, inocente y feroz. Guillermo del Toro, apoyado en un delicadísimo trabajo actoral de Jacob Elordi, nos ha regalado al monstruo más conmovedor, en su adaptación de Frankenstein o el moderno Prometeo (1818), la extraordinaria novela que Mary Shelley escribió a los ¡19 años!, dato que siempre hay que subrayar.
Debo ser una espectadora fácil, porque confieso que me quedé atrapada en la inverosímil imagen de la madre con un vestido rojo refulgente que ondea de forma ilógica merced a un viento que solo le afecta a ella. Y aquí me dije: adelante, vamos a disfrutar sin remilgos del despliegue de ese sentido de la maravilla marca de la casa Del Toro, que quizás sacrifica cierta profundidad a favor de la forma y la superficie, pero, qué diablos, hay tantas cosas feas y grises por ahí…

La criatura vuelve aquí a tener voz, conciencia y raciocinio, como en la novela original, tras negársele todo ello durante mucho tiempo, a causa de la inolvidable versión de 1931, dirigida por James Whale y protagonizada por Boris Karloff, uno de los iconos más perdurables e inalterables de la historia del cine, todavía vigente hoy, casi cien años después. Que Guillermo del Toro haya acabado por recrear esta historia se nos antoja inevitable, no solo porque, como él ha dicho, haya sido desde niño una obsesión, sino porque en el libro están todos los temas que caracterizan la obra del cineasta, y especialmente, la gran pregunta: ¿qué nos hace humanos? En una filmografía que pivota en torno a lo monstruoso no podía faltar la creación de Mary Shelley.
Para responder esa pregunta y estar a la altura del mito y su historia, el cineasta mexicano ha pergeñado un relato melancólico, trágico y profundamente romántico en su estética y su aliento, para el que ha sacado toda la artillería en forma de un diseño de producción apabullante, centrado no solo en los efectos especiales, sino también en el fascinante trabajo de ambientación y vestuario. Hay un cuidado exquisito y una búsqueda de lo sensorial en la representación de las texturas y los efectos atmosféricos. Los espacios se despliegan con una condición casi onírica, exacerbado por la iluminación y el uso antinaturalista y decididamente simbólico del color. No hay más que ver, y gozar, los muy imaginativos vestidos de Elizabeth, hechos de colores brillantes y telas suntuosas.

El color rojo que vestía la madre del doctor al que he hecho referencia antes, es una evocación inequívoca de su figura en todo el filn, incluso cuando corresponda a la presencia de la sangre, porque es el recordatorio de la grieta que atraviesa a Victor Frankenstein, interpretado enérgicamente por Oscar Isaac: su orfandad, el amor ausente, la pérdida que le lleva a querer desafiar a la muerte y parir, él mismo, un hijo. Y ahí tenemos el rojo del interior del ataúd de la madre en un funeral resuelto en el blanco de la nieve y el negro de los trajes, en los guantes que lleva el científico durante todo el proceso de creación de la criatura, en su pañuelo, en el collar de Elizabeth, en las motas rojas de sus vestidos o en la cicatriz en el rostro del monstruo.
Por supuesto, la película está llena de citas pictóricas, alegorías, emblemas y rimas, como esa trágica cabeza de Medusa con la que la criatura se identifica, o el conocido gesto de Yorick (Hamlet) meditando con un cráneo en la mano, aquel ‘ser o no ser’ tan pertinente en esta historia, repetido aquí tanto por Elizabeth, interpretada por Mia Goth, como por el monstruo. Tiene detalles preciosos, como que el traje de novia de Elizabeth evoque tanto aquel icónico vestido que lucía Elsa Lanchester en La novia de Frankenstein (Bride of Frankenstein, James Whale, 1935) como, dentro del propio film, las vendas que la criatura lleva durante su encierro, uniendo así a ambas figuras, aunque estén separadas.

En nuestro tecnológico y moderno siglo XX, resulta que los monstruos clásicos no solo siguen vivos, sino que, además, nos siguen prestando sus servicios en un mundo radicalmente diferente de aquel en que fueron creados. En unos meses se estrenará ¡La novia! (The Bride!), versión libre de La novia de Frankenstein que ha dirigido Maggie Gyllenhaal. A finales del año pasado llegó Nosferatu, de Robert Eggers, segunda versión, tras la de Werner Herzog de 1979, de la película de F. W. Murnau de 1922, que era, a su vez, una adaptación apócrifa de la novela Drácula (1897), de Bram Stoker. Y el vampiro ancestral y primigenio es protagonista de otros dos films actuales, muy diferentes entre sí. Por un lado, y a punto de estrenarse en nuestras pantallas, la muy romántica Dracula: A Love Tale, de Luc Besson. Por otra, sin fecha de estreno aún, un Dracula llegado de la misma Transilvania que, auguramos, será muy punk, conociendo la obra gamberra e incómoda de su autor, el rumano Radu Jude, uno de los grandes cineastas del momento.
Irregular y bella, imperfecta y apasionada, de Frankenstein únicamente lamentamos que Netflix, la distribuidora, deje que un film como este, o como la trepidante Una casa llena de dinamita (A House of Dynamite), de Kathryn Bigelow, solo puedan lucir en todo su esplendor unos pocos días en las salas. Es su política y su negocio, pero no acabamos de entenderlo.