VALÈNCIA. Ana limpia, cocina, plancha, cose. Y observa. Y calla. La vemos constantemente hacer todas esas tareas que sostienen a su familia en su hogar. Un hogar pobre en plena posguerra española, una de tantas familias derrotadas tras la guerra. Es fascinante ver cómo Celia Rico Clavellino, la directora, ha puesto en escena la esencia de un tiempo y una derrota a partir de lo cotidiano, del ritmo de lo doméstico, dejando fuera de campo deliberadamente los hechos históricos, el entorno que determina lo que les pasa a los personajes. Fuera de la casa donde transcurre casi toda la película hay un mundo hostil y violento que casi no se muestra, pero del que somos conscientes en todo momento, no lo olvidamos nunca. Porque en cada gesto de Ana, en cada interacción con su familia, en cada silencio, está inscrita la tristeza. Y porque es mucho más lo sugerido que lo explicitado.
De ese modo, la directora va al meollo de la novela homónima original de Rafael Chirbes que La buena letra adapta y en la que la protagonista narra a su hijo su vida en primera persona. Para trasladarla al cine, la voz narrativa de Ana se convierte en mirada en la película y resulta, así, un ejemplo precioso de cómo se construye el punto de vista en un relato cinematográfico. En este caso, el punto de vista de Ana, que nunca perdemos. No hay voz en off ni ningún recurso parecido, solo un ejercicio riguroso de puesta en escena y la claridad y lucidez de una cineasta que tiene muy claro lo que quiere contar. Seis personajes, una casa, el silencio, ausencia de acompañamiento musical, un medido trabajo con la luz y el color para transmitir realismo y, al mismo tiempo, una tonalidad apagada de tristeza que solo se rompe en una inesperada secuencia a la orilla del mar, que desborda luz mediterránea y sorollesca.
Claro que también necesitas una actriz a la altura, capaz de sostener el relato. En ese sentido, la soberbia interpretación de Loreto Mauleón, con un personaje que está siempre presente y a través del cual vivimos los hechos, es un prodigio de contención capaz de expresar cualquier emoción con un gesto mínimo y una mirada. Todo el dolor, la resignación y la impotencia de la posguerra se expresan en su cuerpo y en su rostro. No le andan a la zaga el resto de intérpretes: Enric Auquer, con el personaje que desencadena muchas cosas, y, especialmente Roger Casamajor, como el marido luchador pero taciturno e irrecuperablemente vencido, y Ana Rujas, luminosa y siempre magnífica.
Lo cierto es que el mundo de Chirbes en este libro no está lejos del de la cineasta. Sus dos anteriores largometrajes, los excelentes Viaje al cuarto de una madre (2018) y Los pequeños amores (2024), retratan personajes femeninos y universos domésticos en los que priman la contención y lo sugerido. Tiene la capacidad la cineasta de revelar, a través de mundos muy cotidianos y de gestos simples y conocidos, la hondura de loa sentimientos y las emociones. Lo esencial, diríamos, contado a través de mujeres que cosen y cocinan, de camas y mesas de comedor, de tareas y espacios domésticos, de objetos vulgares y corrientes cargados de sentido e historia.
En contra de todos esos odiadores del cine español que dicen, sin tener ni idea, que solo se hacen películas sobre la guerra, la posguerra y el franquismo, en realidad son muy pocos los títulos que caben en ese grupo. De hecho, sorprende que no haya más, dada la gran importancia histórica de esos años y el enorme peso que sigue teniendo en nuestro presente. La buena letra demuestra lo mucho que aún queda por contar y, sobre todo, los puntos de vista que falta explorar, como el de Ana, esa posguerra explicada desde la cocina y la máquina de coser, desde las mujeres silenciosas y silenciadas. Solo por eso ya vale la pena, pero es que, además es una gran película que no podemos dejar de aplaudir.