Se estrena ‘Sully’, donde el director recrea la hazaña del piloto que en 2009 amerizó un avión de pasajeros en el río Hudson
VALENCIA. El 15 de enero de 2009, un Airbus con 155 personas (incluyendo pasajeros y tripulación) despegó del aeropuerto de La Guardia (Nueva York) con destino a Charlotte (Carolina del Norte). Cuando apenas llevaba unos minutos volando, una bandada de pájaros se cruzó repentinamente en su trayectoria e inutilizó los motores del aparato, obligando a realizar un aterrizaje de emergencia. La baja altura a que volaba y el escaso margen de tiempo impedían regresar al punto de partida, motivo por el que el piloto optó por amerizar sobre el río Hudson, en una maniobra extremadamente arriesgada que, sin embargo, se saldó con éxito, sin que hubiera que lamentar víctimas. El suceso se conoce como “el milagro del Hudson”, y fue producto de la pericia de Chesley Sullenberger, también conocido como ‘Sully’, un experimentado aviador forzado a tomar una importante decisión en caliente y convertido de inmediato en héroe por la opinión pública.
Pero la compañía propietaria del avión, las aseguradoras y las autoridades federales no lo tenían tan claro. El avión se había perdido (un gasto nada desdeñable) y había que buscar responsables, sobre todo porque algunos expertos aseguraban que Sully podría haber regresado a La Guardia o haber aterrizado en el cercano aeropuerto de Teterboro, en Nueva Jersey. Se inició así una investigación basada en los datos de las cajas negras y diversas simulaciones de vuelo, que ponía en tela de juicio su heroica acción, y que constituye la columna vertebral de Sully (2016), la película que Clint Eastwood ha dedicado a los hechos. El film reproduce el aterrizaje de emergencia, pero no carga las tintas en la épica, sino que prefiere detenerse con detalle en la figura del piloto, un veterano con experiencia militar que está convencido de haber hecho lo correcto, pero también alberga las lógicas dudas.
No sorprende que la peripecia llamara la atención del cineasta. Como en su anterior película, El francotirador (American Sniper, 2014), el protagonista es un hombre normal que se limita a hacer su trabajo, pero se convierte en héroe a causa de las circunstancias. Y en ambos casos se trata de films inspirados en hechos reales. Dos personajes anecdóticos, notas a pie de página en la historia de Estados Unidos que, sin embargo, son para Eastwood material de primera magnitud para continuar elaborando un relato sobre su país que, en realidad, abarca toda su filmografía como director. Su idea de América (ya se sabe que los estadounidenses se atribuyen la propiedad del continente entero) se construye también a partir de los ciudadanos anónimos que, con su esfuerzo y entrega, han hecho grande una nación que se autorregula porque posee unos férreos aparatos de control que garantizan el correcto funcionamiento del sistema: Eastwood, por ejemplo, no describe a quienes cuestionan la decisión de Sully como unos buitres sin escrúpulos que intentan incriminarle, sino como funcionarios que únicamente cumplen con su deber de esclarecer los hechos.
En los últimos tiempos, el longevo director (cuenta 86 años) ha mirado con frecuencia hacia la historia de Estados Unidos. J. Edgar (2011) era la biografía de Hoover, el controvertido primer director del FBI. Cartas desde Iwo Jima (Letters from Iwo Jima, 2006) y Banderas de nuestros padres (Flags of Our Fathers, 2006) ponían el foco de atención en la Segunda Guerra Mundial y sus consecuencias, tratando de equilibrar la mirada al ofrecer el punto de vista japonés y el americano. Personajes y sucesos de gran relevancia que se complementan con otros episodios de relevancia desigual y relacionados con la identidad cultural del país, como la carrera del grupo italoamericano The Four Seasons (Jersey Boys, 2014), el músico de jazz Charlie Parker (Bird, 1988) o el cineasta John Huston (Cazador blanco, corazón negro, 1990). Una mirada sobre América que Eastwood ha ido moldeando con el paso del tiempo y en la que Sully encaja a la perfección, teniendo en cuenta las connotaciones simbólicas que implica la imagen de un avión de pasajeros volando a baja altura sobre los edificios de Nueva York después de los atentados del 11 de septiembre de 2001.
Esa idea de América, que no elude la mirada crítica, se impone en toda su filmografía de tal manera que se sobrepone a las consideraciones ideológicas por las que a menudo se han juzgado sus películas. Los analistas de izquierdas han sufrido severos problemas cada vez que han tenido que enfrentarse a su trabajo y considerarlo desde una perspectiva política. Durante los años setenta, sentenciaron a Clint Eastwood al confundir artista y personaje e identificarlo con Harry Callahan, el expeditivo policía con tendencia a tomarse la justicia por su mano que debutó de la mano de Don Siegel en Harry, el sucio (Dirty Harry, 1971) y protagonizaría cuatro secuelas, una de ellas dirigida por el propio Eastwood: Impacto súbito (Sudden Impact, 1983). No cabía duda: Aquel tipo de comportamiento fascista y gatillo fácil era un reflejo de quien lo interpretaba. Y lo cierto es que el actor se pasó años dando razones de peso a quienes pensaban de tal modo. Entre ellas, Firefox, el arma definitiva (Firefox, 1982) o El sargento de hierro (Heartbreak Ridge, 1986).
Pero Eastwood se hizo mayor, y comenzó a aflorar un carácter reflexivo que le permitió rodar una obra de madurez incontestable como Sin perdón (Unforgiven, 1992), cumbre de su largo idilio con el western, o una gran historia de amor como Los puentes de Madison (The Bridges of Madison County, 1995). Unos años antes, Bird ya había obligado a valorar su trabajo de manera diferente, y con Mystic River (2003) y, sobre todo, Million Dollar Baby (2004), los conversos se convirtieron en legión. Su discurso sobre la eutanasia (puro sentido común) terminó de decantar la balanza: Eastwood había cambiado. El ultraderechista de antaño había tomado conciencia. Como si quisiera ratificarlo, realizó algunas películas en las que parecía contemplar aquel personaje de los setenta desde cierta distancia irónica: El entrenador de la misma Million Dollar Baby o el protagonista de Gran Torino (2008) eran ejemplos claros: El héroe del pasado estaba cansado, viejo, derrotado. Aunque, en realidad, seguía siendo el tipo individualista y arrogante de siempre, solo que adaptado a los nuevos tiempos.
Y entonces, cuando la crítica de todo el mundo se había rendido a las cualidades clásicas de su cine, e incluso títulos tan cuestionables como El intercambio (Changeling, 2008), Invictus (2009) o Más allá de la vida (Hereafter, 2010) suscitaban reseñas benevolentes, absolutamente impensables décadas atrás, el Clint Eastwood de toda la vida vuelve a salir del caparazón y declara que apoya a Donald Trump. Que “esta generación de nenazas” es demasiado políticamente correcta y quien se ofenda por los comentarios racistas del candidato presidencial republicano debería “superarlo de una vez”. En las anteriores elecciones ya había secundado a Mitt Romney, así que no puede decirse que sus palabras fueran una sorpresa. Pero ponían sobre la mesa nuevamente la eterna cuestión: ¿Qué hacemos con Clint Eastwood?
Sin embargo, su apoyo a Trump parece lógico. Es cierto que el magnate dice (y hace) demasiadas tonterías, pero como muchos héroes de Eastwood, es un hombre hecho a sí mismo, un tipo que ha construido su propio destino y ha llegado a donde está luchando con sus propias manos. Y el cineasta, que comparte una idea de democracia donde se contempla la posibilidad de salir a la calle con un arma en el cinturón, no puede evitar sentir simpatía por él. Antes que conservador o progresista, Eastwood es un patriota. Como Michael Moore y Oliver Stone, no nos engañemos. Y en un Hollywood que considera izquierdistas a liberales tan tibios como Robert Redford o George Clooney, su figura puede parecer extremista, pero para unos y otros hay un objetivo común: El bien de América. La preservación de un estilo de vida y unas ideas que han convertido a Estados Unidos en la nación más grande del mundo. Pueden ser más o menos críticos, pero todos reman en la misma dirección y no conviene rasgarse las vestiduras en ese sentido.
Por otra parte, Eastwood nunca ha engañado a nadie, y siempre se ha declarado republicano, el partido en el que militaba cuando logró la alcaldía de Carmel-by-the-Sea (California), que detentó entre 1986 y 1988. Obtuvo el puesto con el 72% de los votos y no cobró más de doscientos dólares mensuales durante todo el mandato, en otra decisión que no tiene tanto que ver con su talante progresista, sino con el sentido común. Su intención no era postularse de cara a mayores ambiciones políticas, como sus colegas Ronald Reagan (que no tardó en felicitarle por su nombramiento) y Arnold Schwarzenegger (Gobernador de California entre 2003 y 2011), sino poner fin a una serie de leyes y medidas institucionales que le afectaban como vecino de la localidad y con las que estaba en desacuerdo. Como fiel defensor del sistema representativo, entró en campaña, ganó en buena lid y decidió no volver a presentarse, pese a que su trabajo en el Ayuntamiento no le impidió mantener su ritmo de trabajo en el cine.
En muchas de las películas de Eastwood no asistimos tanto al cuestionamiento del sistema que han querido ver algunos críticos como a una exposición de sus mecanismos de control, capaces de corregir cualquier desajuste. Son las personas las que pueden cometer errores, pero las leyes que rigen sus relaciones están por encima de ellas y servirán para restablecer el orden. Una firme estructura en la que se producen ocasionales fisuras, pero que al mismo tiempo contiene la solución para repararlas. Por eso es la democracia más sólida del mundo. Y todos arriman el hombro a la hora de contribuir a su pervivencia: Autoridades y ciudadanos anónimos. En ese contexto, el icono en que se ha convertido Clint Eastwood se erige como figura imponente de una manera de concebir la historia del país. Por eso también resulta difícil imaginar a otro actor encarnando al agente del FBI obsesionado por no haber podido impedir el asesinato de John F. Kennedy que protagoniza En la línea de fuego (In the Line of Fire, Wolfgang Petersen, 1993).
Sully no pasará a la historia como una de las mejores películas de Eastwood. El tono bascula entre un Steven Spielberg menor (la presencia de Tom Hanks ayuda) y un telefilm con aspiraciones. Pero es totalmente coherente con su trayectoria previa. Tanto como lo fueron Ruta suicida (The Gauntlet, 1977), El fuera de la ley (The Outlaw Josey Wales, 1976) o El jinete pálido (Pale Rider, 1985), donde héroes individuales se enfrentan a situaciones extremas, se juegan la vida por otros y salen victoriosos. Dicen que así se hizo América. Y así lo cuenta uno de sus más afinados cronistas cinematográficos, capaz de pedir a un delincuente que le alegre el día con un gesto que le permita descerrajarle un tiro entre ceja y ceja, pero también de filmar con sublime sensibilidad la dolorosa lucha interior de un genio del saxofón. En su carácter contradictorio es, precisamente, donde reside su grandeza.