Coincidiendo con la exposición que el IVAM dedica al fotógrafo, recordamos la polémica película que rodó con la banda de rock más famosa del mundo
VALÈNCIA. En 1970, las relaciones de los Rolling Stones con el sello Decca no eran buenas. “Nunca cooperaban con nosotros, nos trataban como niños”, explicaba Mick Jagger en unas declaraciones recogidas por Ignacio de Juan en su libro sobre la banda (Ediciones Júcar, 1983). “Hicieron un montón de dinero gracias a nuestros discos, pero tienen un modo de llevar a sus artistas bastante pasado de moda. Solo cuidaban de sus estrellas de ópera”. Así pues, empezaron a poner en marcha los trámites para desligarse de la compañía y fundar una empresa propia que les permitiera tener el control sobre sus grabaciones, y que acabaría siendo Rolling Stones Records. Por esas fechas, también cambiaron de manager, demandando a Allen Klein (un tiburón de los negocios que también había representado a los Beatles) por veintinueve millones de dólares, acusándolo de haber “empleado su posición como representante del grupo en su beneficio y provecho personal”. La banda tenía varios frentes abiertos: un buen disco editado apenas unos meses atrás (Let it Bleed, 1969), una gira por catorce ciudades europeas a la vuelta de la esquina y una película que dudaban si autorizar o no. Finalmente lo hicieron, y Gimme Shelter (Albert y David Mayles, Charlotte Zwerin, 1970) mostró en toda su crudeza el caos que se organizó en el concierto de Altamont durante el que un espectador fue asesinado por los Ángeles del Infierno mientras el grupo estaba actuando.
Aunque Decca no los consideraba sus artistas favoritos, sí que era consciente de su valor económico, por lo que litigó cuanto pudo antes de dejar escapar a los Rolling Stones. Y cuando ya fue evidente que se marchaban, aún informó a la banda de que, según el contrato vigente, estaban obligados a entregar a la discográfica un último single. Los iban a perder, pero al menos conseguirían un hit más. O eso creían. En una jugada que años después repetiría Lou Reed con Metal Machine Music (1975), los Stones le mandaron a Decca un tema titulado Cocksucker Blues, que algunos han definido como “una chapuza inutilizable”. El explícito título (El blues del chupapollas) impedía su emisión radiofónica, Jagger se preguntaba en el estribillo donde podía conseguir una mamada o sexo anal, y la canción se reducía al vocalista cantando de manera arrastrada y a una guitarra perezosa acompañándolo. Si Decca quería un éxito, lo que obtuvo fue justamente lo contrario. Y solo pasarían unos meses hasta que se dieran cuenta de verdad de cuánto habían perdido: El primer disco del grupo británico con su propio sello fue Sticky Fingers (1971). Y al año siguiente llegaría Exile on Main Street (1972).
La banda estaba en uno de los mejores momentos de su historia, y se embarcó en una gira que pasaría a la historia por muchas razones, entre ellas el libro que le dedicó el periodista Robert Greenfield, Viajando con los Rolling Stones (publicado en castellano por Anagrama). No fue el único que les acompañó. Stanley Booth comentó en Keith: Standing in the Shadows: “Podría describir con todo lujo de detalles los escándalos y orgías que presencié y en las que participé durante esa gira, pero llega un momento en que ya has visto tantos espaguetis sobre tapicerías de terciopelo, tantos charcos de orina caliente en moquetas mullidas y tales cantidades de órganos sexuales de los que manan fluidos a borbotones que se convierte todo en una especie de amalgama uniforme”. En Vida, la autobiografía que Keith Richards publicó en 2010 con la colaboración de James Fox (traducida por Global Rhythm), el guitarrista asegura: “Personalmente, yo nunca vi nada de todo eso. Stanley ha debido exagerar o era un chico extremadamente inocente en aquella época”. El caso es que existe una película que aclara lo que sucedió en la llamada “gira de la cocaína y el tequila”. Se titula, precisamente, Cocksucker Blues, y es obra de Robert Frank.
Conocido principalmente como fotógrafo (la faceta en la que se centra su actual exposición en el IVAM), Frank destacó en los años cincuenta por su mirada documental y libros como Los americanos, que según Vicente Todolí, “presentó la fotografía como oficio, consiguiendo así que muchos artistas se iniciaran en ella”. Gestado entre 1955 y 1956, a modo de road movie, recoge las imágenes que Frank tomó en su recorrido por las carreteras de 48 estados norteamericanos, producto de una beca de la John Simon Guggenheim Foundation. El proyecto coincide con la incorporación del artista a la generación beat, tras entablar relación con Bill Brandt, Walker Evans (una de sus mayores influencias), el poeta Allen Ginsberg o el novelista Jack Kerouac, que firmaría el prólogo de la obra. Más de una década después, se enroló en la gira de los Rolling Stones. “Nunca he participado en nada igual”, reconocería. “He estado de viaje con mucha gente extraordinaria en otras ocasiones, pero la energía siempre iba de dentro afuera, mientras que esto excluye completamente el mundo exterior: no salir jamás, no saber nunca en qué ciudad estás… No conseguía acostumbrarme”.
¿Qué hacía Robert Frank en medio del equipo de gira de los Stones? Rodar una película. Como dijo una vez Richards, toda la vida de la banda está documentada a base de filmaciones, y desde sus inicios fueron muy cuidadosos cuando se trataba de escoger a quien se pondría tras la cámara. Su primer documental, Charlie Is My Darling (1966), estaba dirigido por Peter Whitehead, una de las figuras clave en el Swinging London de los sesenta, que filmó algunos de los acontecimientos históricos más importantes de la época. Posteriormente se pondrían ante el objetivo de Jean-Luc Godard, el enfant terrible de la nouvelle vague francesa, en Sympathy for the Devil (1968). El resultado no gustó a la banda, pero pueden alardear de haber trabajado con uno de los grandes revolucionarios del séptimo arte. Y después llegarían los hermanos Maysles y Charlotte Zwerin, responsables de la ya mencionada Gimme Shelter, un auténtico hito en la historia del direct cinema y de la fimografía rock. Trabajar con Robert Frank, un artista asociado a la generación beat, que en 1959 había dirigido con Alfred Leslie un corto de media hora titulado Pull My Daisy sobre un texto escrito y recitado en off por Jack Kerouac, era una tentación demasiado fuerte como para resistirse. Así que le pidieron que filmara la gira.
Y Frank se puso manos a la obra. Su método de trabajo fue el mismo que el de D.A. Pennebaker en la mítica Dont Look Back (1967): Rodarlo todo minimizando su presencia, como si la cámara no estuviera allí. La técnica Fly on the Wall: Ver y escuchar sin intervenir, pasando desapercibido. Y había mucho que rodar. Según las memorias de Richards, “el séquito que iba con nosotros, los operarios de montaje, técnicos, adláteres y groupies, había aumentado exponencialmente. Por primera vez viajábamos en nuestro propio avión privado con el logotipo de la lengua pintado en el fuselaje. Nos habíamos convertido en una nación pirata viajando a lo grande bajo nuestra propia bandera, con abogados, bufones, asistentes…” También un médico de gira que repartía tarjetas entre las chicas asistentes a los conciertos informando de su número de habitación en el hotel y poseía un maletín repleto de todo tipo de estimulantes a disposición de los músicos y su entorno. “Tenía todas las sustancias que te puedas imaginar, Demerol, lo que quisieras. Y podía recetar en todos los estados del país. Solíamos enviar tías a su habitación para buscar el maletín, o a veces la gente hacía cola, jeringuilla en mano, mientras él repartía”.
Frank tenía acceso libre a todo lo que sucedía, y no soltaba la cámara ni un momento. La película resultante de organizar el material que filmó se inicia con un rótulo donde se advierte que, excepto las canciones en directo, todos los eventos narrados son ficticios y no representan personas reales. Pero el rótulo queda desmentido por las imágenes. Con textura de película casera, combinando el blanco y negro con el color, las tomas de actuaciones con el backstage, Cocksucker Blues ofrece una imagen de la gira de los Stones que corrobora punto por punto los testimonios escritos. Groupies desnudas en el avión, drogas por doquier, gente esnifando cocaína o inyectándose frente a la cámara, televisores volando desde el balcón del hotel, un tipo practicando sexo con una chica mientras el grupo le jalea… También grandes performances de la banda filmadas desde el escenario, como una sensacional interpretación de Satisfaction junto a Stevie Wonder (telonero en varias fechas de la gira). Greenfield lo explicaba perfectamente en su libro: “Solo la gente que escucha, y los propios Stones y sus músicos de apoyo, se da cuenta de la magia que se está creando. En cuanto al resto, o está preocupándose de la logística o intentando encontrar la manera de echar un polvo”.
En su biografía de la banda, Los Rolling Stones (Ultramar, 1987), el escritor Philip Norman recuerda algunos de los famosos que pasaron por los camerinos durante la gira, convenientemente inmortalizados por la cámara de Frank. El novelista Truman Capote, corresponsal de la revista Rolling Stone, fue uno de ellos. También Andy Warhol, la princesa Lee Radziwill, Tennessee Williams, Tina Turner, el empresario y productor discográfico Ahmet Ertegun o el escritor Terry Southern (guionista de ¿Teléfono rojo? Volamos hacia Moscú o Easy Rider, entre otras), enviado por la revista Sunday Review en lugar de William Burroughs, su primera opción. La cultura y la contracultura estadounidenses juntas y revueltas en torno a los Stones y pasándolo en grande, aunque también protagonizando algún episodio complicado. Norman cuenta que en Boston se produjo un forcejeo con la prensa que acabó con el arresto de Richards, Jagger, Marshall Chess (presidente de Rolling Stones Records), el propio Robert Frank y Stan Moore, un guardaespaldas del grupo. Se pasaron toda la tarde encerrados, mientras el público iba llenando el Boston Garden. Cuando por fin les soltaron y llegaron al recinto, Stevie Wonder llevaba dos horas cantando ante la multitud.
Cuando Jagger vio la película, le dijo a Frank: “Es una jodida buena película, Robert, pero si se exhibe en América nunca más nos permitirán entrar en el país”. Así que la banda interpuso una demanda para impedir su estreno y la cinta se convirtió en el título maldito de su filmografía, aunque puede encontrarse en YouTube. La experiencia de Cocksucker blues cambió algunos hábitos en el entorno del grupo. A partir de entonces, por ejemplo, toda persona contratada para trabajar con ellos tuvo que firmar contratos de confidencialidad. Para no dejar los cines huérfanos de material, en 1974 llegó a las pantallas la versión oficial de la gira americana de 1972, una convencional película titulada Ladies And Gentlemen: The Rolling Stones, que firmó el desconocido Rollin Binzer, un director sin experiencia. Una versión políticamente correcta y apta para todos los públicos que daba por terminada la asociación de la banda con grandes cineastas. La única excepción posterior sería Martin Scorsese, responsable de la descafeinada Shine a Light (2008). Curiosamente, la de Binzer es la primera de sus películas que se cita en la web oficial del grupo, como si todas las anteriores no hubieran existido nunca. La mirada directa y sin filtros de Frank fue el último resquicio de libertad cinematográfica en una trayectoria que después se ha movido siempre por cauces demasiado convencionales.
En la cartelera de 1981 se pudo ver El Príncipe de la ciudad, El camino de Cutter, Fuego en el cuerpo y Ladrón. Cuatro películas en un solo año que tenían los mismos temas en común: una sociedad con el trabajo degradado tras las crisis del petróleo, policía corrupta campando por sus respetos y gente que intenta salir adelante delinquiendo que justifica sus actos con razonamientos éticos: se puede ser injusto con el injusto