VALÈNCIA. El padre del terror cósmico vuelve a resurgir a través de una serie de ficciones que adaptan o se basan en su universo de forma más o menos explícita para poner de manifiesto que su influencia sigue estando presente en nuestros días a través de un puñado de creadores que utilizan sus pesadillas insondables para evidenciar los miedos contemporáneos.
Este mes se estrenará en HBO Territorio Lovecraft que aborda la cuestión del racismo en la América profunda a través de los monstruos que genera la ideología supremacista y esta misma semana la cartelera recupera la más reciente adaptación de uno de los relatos más célebres de H. P. Lovecraft, El color del espacio exterior, publicado en 1927 y en el que aparecían muchas ideas innovadoras que la literatura y el cine fantástico se han encargado de asimilar de diferentes maneras.
El responsable de esta nueva reinterpretación es el, hasta el momento, poco fiable Richard Stanley (director de Hardware, programado para matar y que prácticamente no había vuelto a primera división desde que fuera despedido de La isla del doctor Moreau), pero lo cierto es que, a pesar de su irregular carrera, siempre ha demostrado su querencia por la serie B, por los postulados de la nueva carne y, en general, por la fantasía bizarra.
Aunque activo desde los años ochenta, sorprende la manera en la que se acerca a este material, con una mirada fresca, sin resquicios de fórmulas desgastadas, utilizando la estética y el espíritu de una época de terror muy duro, visceral y viscoso, pero con una voluntad de experimentar, de reformular y de jugar desde la perspectiva actual con los elementos visuales, sonoros y sensitivos.
Siempre se ha dicho que universo lovecraftiano era imposible de plasmar en imágenes, sin embargo, Stanley entiende lo esencial de esta historia: una amenaza que no se puede describir y la progresiva descomposición de un entorno que se ve intoxicado por un mal sideral que pone en evidencia la fragilidad del ser humano.
Una familia se ha establecido en una granja en las entrañas de los bosques de Arkham (una de las localidades ficticias imaginadas por Lovecraft): Nathan (un Nicolas Cage desatado) y Theresa (Joely Richardson), junto a sus tres hijos, Benny (Brendan Meyer), un joven pasota, Lavinia (Madeleine Arthur), una adolescente muy espiritual interesada en la brujería y el pequeño Jack (Julian Hilliard). Su vida transcurre con aparente normalidad hasta que un día un estruendo los despierta en medio de la noche: un fulgor desconocido y una especie de explosión magnética que los envuelve y atrapa.
En medio de su jardín encontrarán una especie de meteorito y a partir de ese momento se irán produciendo pequeños cambios en sus respectivos comportamientos. Olores extraños, nauseas provocadas por la intoxicación del agua del pozo (donde se esconde una criatura procedente de otra dimensión), trances y convulsiones, interferencias en los aparatos electrónicos, sonidos imperceptibles y haces de ese color que Lovecraft describe como imposible de definir y que aquí adquiere tonalidades magentas muy ochenteras.
La granja se irá así convirtiendo en un escenario de pesadilla. Primero serán los animales las víctimas de terribles mutaciones que los convertirá en auténticas aberraciones, y más tarde, la propia familia irá transformándose o fusionándose en un amasijo de cuerpos que nos acercan al body horror más extremo. Resulta inevitable buscar referencias en la ciencia ficción de los ochenta, sobre todo en los remakes que se hicieron de películas de los años cincuenta como es el caso de El terror no tiene forma, de Chuck Russell o Invasores de Marte, de Tobe Hopper, pero también en la imaginería de Edogawa Ranpo, en el gore de Brian Yuzna y su Re-Animator o en la ciencia ficción psicodélica.
Color Out of Space utiliza toda esa amalgama de influencias para crear su propio universo malsano en el que se va asentando la locura como única forma de canalizar ese mal procedente de otra galaxia. El director se detiene en los detalles, en los objetos, en los encuadres precisos, es capaz de generar tensión y crear una atmósfera enrarecida que va poco a poco desembocando en un auténtico delirio alucinatorio y grotesco.
El sueño de la familia americana en un paisaje idílico termina, por supuesto, resquebrajándose. Todos los integrantes se verán abducidos de una u otra manera por esa fuerza sobrenatural. La película tiene un trasfondo ecológico (si se altera el orden de la naturaleza estamos condenados a la extinción), pero a Stanley lo que le interesa de verdad es crear imágenes y sensaciones y adentrarse en ese terror atávico imposible de describir que todo lo distorsiona, lo funde y lo confunde en una masa convulsa de extrañeza y que se convierte en un grito infinito que estalla y arrasa con todo.