La productora En Digytal Audiovisuales lleva un tiempo haciendo programas de televisión gastronómicos para Euskal Telebista. Un día que visitaron la zona de Atxondo, una señora se acercó al equipo, convencida de que iban a grabar a un japonés que estaba haciendo obras en Mendi Goikoa, un caserío que mira las faldas del monte Aboto desde hace 400 años. No era así, pero, picados por la curiosidad se acercaron a conocer a aquel rara avis que planeaba abrir una parrilla vascojaponesa a un buen trecho de la isla de la que era originario, Honshu.
Tetsuro Maeda (Kazanawa, Japón, 1985), que así se llamaba aquel extranjero con ganas de echar raíces en el valle, había llegado a Hondarribia con el dinero ahorrado después de prestarse como conejillo de indias para un medicamento experimental contra el alzhéimer. De primeras estuvo trabajando en el restaurante Alameda, junto a los hermanos Txapartegi, pero el placer con el que una gamba del menú degustación del asador Etxebarri hizo estallar sus sentidos lo llevó a ofrecerse como cocinero a Bittor Arginzoniz. Estuvo entre sus brasas una década. El dueño del establecimiento que ha sido nombrado el segundo mejor del mundo en The World’s 50 Best Restaurants lo formó y hasta le inspiró el nombre que ha dado a su propio negocio, Txispa.
Su discípulo ya hace un par de años que vuela solo, aunque no lejos del local donde maduró como chef. Su trayectoria, fruto de casualidades, cruces y nostalgias, ya ha sido reconocido con una estrella Michelín y glosado en un documental que fue estrenado en la sección Culinary Cinema del pasado Festival de San Sebastián, Tetsu, Txispa, Hoshi.
- ¿Cuál fue el plato estrella con el que acompañaste el visionado del documental en San Sebastián?
Soba son fideo japonés, que es con arroz de trigo sarraceno. Combinamos ese cereal con hongo a la brasa, en una soba tipo polenta. Los ingredientes eran los mismos y la sensación, japonesa, pero la presentación fue occidental.
- Tetsuro significa en castellano chico filósofo, ¿cuánto guía la filosofía tu trabajo?
Para mí, cocinar consiste más en pensar que en el acto en sí. Y es algo en lo que estoy pensando 24 horas.
- ¿Qué aporta al calor de su cocina el calor de hogar de un caserío con siglos de antigüedad?
Mi cocina se define mucho por lo que se mueve, que soy yo, y lo que no se mueve, que son la tierra, el producto, la huerta e incluso el caserío. Para la adopción de mi pensamiento, una casa antigua e histórica era muy importante. Es como un nido. Es muy básico y profundo. Si no dispusiera del caserío, no hubiera montado el restaurante. Mi idea nunca fue construir un edificio nuevo.
- Supongo que también pesa el disponer de una huerta propia contigua. ¿Qué importancia tienen el kilómetro cero y los métodos de cultivo tradicional en tu cocina?
He aprendido muchísimo que la calidad de producto y la verdura son algo que no consigo en el mercado. Mientras estuve buscando el caserío, vi fotos aéreas antiguas, de los años cincuenta y sesenta, y reparé en que antiguamente había muchísima huerta y cultivo de hierbas. Un valor más del caserío era disponer de producto propio, aunque fueran unas zanahorias, para mandar al mercado. Nosotros hacemos lo mismo. Al producir añadimos valor, en este caso, a la cocina, y mantenemos la vida de la gente que está en el caserío. A mí me da igual que sea kilómetro 0, 50 metros o 200, lo importante es crear comunidad. Hay panaderos, hay carniceros, hay un maestro de chorizo, el que tiene gallinas, el que tiene manzanos... Entre todos funciona la vida. Quiero que mi restaurante sea un hub, el centro de esta comunidad.
- Tus padres tenían una tienda de vajillas de cerámica artesanal, ¿qué valor le da a la presentación en su restaurante?
A mí me encantan los platos japoneses y, por otro lado, como no uso salsas con colores ni texturas, un 80 por ciento de la presentación recae en la vajilla. Para la apertura hemos traído todas las vajillas de Japón. Producimos en esta misma tierra y consumimos aquí mismo, pero las vajillas se mueven desde hace cientos de años. Ahora hemos seguido trayendo y tenemos el proyecto de sacarlas a mercado como un segundo uso.



- ¿En qué consistiría?
Después de uno o dos años de uso profesional en nuestro restaurante, tenemos pensado venderlas de segunda mano. Empezaremos a partir del año que viene. Lo malo es que estoy en el monte. Si estuviéramos en el centro de Bilbao, tendría más posibilidades, porque pasa la gente.
- ¿Se podría decir que tu flechazo con la parrilla fue a través de una gamba roja?
Sí, la gamba roja que me dio Víctor supuso un cambió de pensamiento total. No estaba ni limpia, tenía cáscara y todo, pero su impacto era mayor por su sabor. Estaba hecha a la brasa y era perfecta y suficiente. No había nada más que hacer con la gamba. Me impactó.
- ¿Está presente en tu cocina?
Sí, no digo que la haya mejorado, porque no sabemos si es mejor, pero le hemos damos dado unas vueltas. Le quitamos el intestino que tiene en la espalda con una aguja superfina, como un cirujano bueno, pero sin abrir la cáscara. También la cubrimos con un poco de sake japonés casero, porque el efecto del sake sube mucho el aroma del marisco. La forma de hacerla a la brasa ya es distinto a lo que hace Etxebarri, porque damos otros pasos.

- ¿Cuál es el secreto de que un plato tenga chispa?
Es un trabajo que no se ve. Yo respeto la forma de estar de cada producto, de la verdura, del marisco, de la carne y el pescado, y lo presentamos de manera muy simple. La sencillez ya es una presentación. Para dar esa sensación hay que dedicarle mucho trabajo.
- ¿Por qué piensas que la cocina japonesa y la vasca se integran tan bien?
Gastronómicamente puede haber algo de similitud. Pero yo lo achaco a algo más profundo: la s mitologías vasca y japonesa creen en la naturaleza. En mí país era así antes de que llegase la cultura del budismo. Aquí, el monte, el bosque, el mar y la roca tienen, cada uno, un espíritu y hay que respetarlo. Culturalmente, no obstante, somos muy distintos. Nosotros, por ejemplo, no tenemos silla, nos sentamos en el suelo, y eso impacta en la presentación. De modo que en la superficie somos distintos, pero en el corazón somos muy parecidos.
- ¿Qué hay de los ingredientes?
El gusto en el País Vasco y en Japón son muy distinto. Entre pan y arroz, entre aceite y salsa de soja. Al final el País Vasco está en la zona más occidental de Europa y Japón, en la más oriental de Asia.
- ¿Y cómo haces que convivan y casen tan bien?
Consigo el gusto de Japón con producto de aquí. Un día que hice una cena en el caserío vecino de Atxondo, en Axpe, cociné una tortilla japonesa, que es cuadrada y se hace con caldo. Como hace 15 años, en Eroski todavía no se vendía salsa de soja, hice el caldo con chorizo. Los vecinos notaban que había algo conocido en el sabor. Al final lo que hacemos es redescubrir nuestra cultura. Por ejemplo, un sashimi de atún con salsa de soja es lo más típico de Japón, pero como estamos tan acostumbrados a usar soja en Japón, pues ya no pensamos: atún crudo con soja, punto. Está rico, sí, ero pensado de nuevo, para conseguir el mismo gusto ¿con qué lo haría en el País Vasco? En el chorizo no hay fermentación, pero sí una maduración de la carne que presenta más gusto que la carne fresca. Del mismo modo que el jamón, pero en el País Vasco hay menos, aparte de Bayona.
- Un fermentado de soja en la purrusalda, melón japonés con trufa negra, casquería e hígado de rape con algas ¿Cómo encuentras la armonía entre tu cultura de origen y la de adopción?
Es muy interesante cultivar productos locales como el guisante lágrima con método japonés. A veces se mejora muchísimo, y otras veces no sale. Este año hemos tenido guisante lágrima desde marzo hasta finales de agosto. Y ahora tenemos plantas de prueba que siguen produciendo. No hemos plantado mucho porque nos daba miedo, pero si lo hacemos en más cantidad podemos servir guisante lágrima en septiembre, controlando la germinación. Pensaba que la humedad era enemiga de los guisantes, pero para pasar el verano necesitan mucha cantidad de agua. Esas cosas que vamos descubriendo dan como resultado que combinaciones que hasta ahora no existían, se puedan dar, como combinar guisante lágrima con un producto de verano.
- Cuando hablas de la técnica tradicional japonesa, ¿dónde recae la diferencia?
Subimos la tierra en cada fila de plantación para poder controlar la cantidad de agua, ya que aquí llueve mucho. Requiere muchísimo trabajo, pero al final, la verdura sale bien. Aquí, una huerta pequeña de un caserío se cuida mucho. Eso contrasta con la tendencia en España hacia la cantidad, a las plantaciones grandes, que han provocado que se pierda el cariño y el sabor. Mi agrónomo se marcha a las 15 horas y vuelve a las 12 de la noche para quitar babosas con la linterna, una a una. Si es la huerta de tu jardín, lo haces, pero si es es más grande y tienes que pasar con un tractor, no.

- Además del melón japonés, ¿qué otros productos de tu país has introducido en Txispa?
La bardana o el salsifí. Aquí existe la bardana silvestre, pero nadie la come. Ahora hemos trasplantado algunas a nuestra huerta.
- En una entrevista en un medio de viajes recomendabas la comida de los vendedores ambulantes en tu ciudad, ¿planeas extrapolarlo de alguna manera a tu proyecto gastronómico?
Sí, en comidas informales estamos haciendo yakitori, que son brochetas de pollo. Son propuestas que quiero ir integrando en la gastronomía del País Vasco, porque veo muchas similitudes con la cultura de los pinchos. Es una comida informal y fácil en la que existe el reto de que esté bien. La mayor diferencia con otras partes de España y de Europa es que si viajo fuera, cuando vuelvo al País Vasco, lo que coma en cualquier bar al que entre está bien. La gente exige calidad. Forma parte de su cultura. Y eso en Japón también pasa, la gente disfruta aunque sea una croqueta.