VALÈNCIA. He tenido algún que otro déjà vu con el aclamado documental Cómo cazar a un monstruo, producido por Bambú para Amazon Prime Video. No sé dónde fue, pero hace años se me quedó grabado un documental sobre un pederasta. No era de autor, pertenecía a algún programa de la televisión pública o de alguna autonómica. El protagonista era un cura. Daba clases particulares a una niña y, en el propio domicilio de los padres, cerraba la habitación por dentro y abusaba de ella.
Cuando el sacerdote se dirigía a los juzgados, insultaba a todo el mundo lleno de rabia e intentaba agredir a los periodistas. No se le veía la cara, solo la nariz, entre una boina, unas gafas de sol y una braga en la boca, un look como el que luego popularizó Villarejo. Lluis Gros, el pederasta del documental del youtuber y periodista Carles Tamayo, me recuerda a ese hombre. Un villano torpe y patoso que perdía los estribos como una caricatura.
Eso nos muestra lo poco que ha cambiado la televisión. Estos tres capítulos llegan con mucho bombo, con cobertura en todos los medios nacionales, pero en las fosas abisales de los archivos televisivos hay productos como este que recuerdo que son básicamente lo mismo. Porque de lo que se trata en estos casos es de aprender algo. Y en ambos casos lo que trasciende es que la pantalla de la religión había servido durante años para aprovecharse de la confianza de los padres que mandaban a sus hijos a colonias o a estudiar con un cura en horario extraescolar y abusar de ellos.
Al margen de ese detalle, las grandes aportaciones de Tamayo son dos. La primera, el perfil del personaje. Tiene su confianza ganada, con lo que aprovecha para pegarse a él, conversar y grabar todo lo que hace, lo que sirve para mostrarnos al hombre hasta el tuétano; la segunda, la Justicia en España, el detalle burocrático que impide la detención del delincuente clama al cielo. No lo destriparemos, pero contrasta con ese juicio que no se ha celebrado en Murcia después de diez años en los que los acusados han estado en libertad.
En cuanto al acercamiento personal, se corre el riesgo de que el anciano acabe dando algo de pena. Tanto profundizar en su personalidad puede quedar un retrato descompensado con respecto al de las víctimas y por lo que pasaron, aunque aparezcan bastantes. El problema es que Gros, por muy despreciable que sea, se ve que no rige. Su intención de contar su vida en el documental hablando de cuánto le ha influenciado el cine, sus mentiras ridículas y la confianza ciega que tiene en el autor del documental demuestran que ha perdido el contacto con la realidad hace mucho tiempo.
Aunque no es un anciano vulnerable, la figura del criminal aparece de forma recurrente. Ya sea con los menores con los que sigue contactando por internet, cómo despacha a una víctima que se encara con él en un restaurante o los chistes grotescos que hace, que son de Santiago Segura, por cierto. En cierta medida, recuerda a Capturing the Friedmans, donde se presentaban los vídeos caseros de una familia en la que padre e hijo abusaban de los alumnos de la clase de informática que dirigían. Pese a la tragedia subyacente, seguían de cachondeo. Si hay una palabra que define todos estos contrastes, tanto en los protagonistas como en el espectador, es disociación.
La épica de Tamayo, por el contrario, es de humor involuntario. Ha planeado la captura de un peligroso delincuente, pero en realidad es un anciano que le da toda su confianza y no se esfuerza demasiado por ocultarse. Cuando ya lo tiene, empieza el embrollo burocrático y la policía y el juzgado montan un show muy poco exportable mientras el cautivo es tan escurridizo que se encuentra esperando en la consulta de su médico tranquilamente.
Lo cierto es que la narración original, poco academicista, y el uso de la primera persona por parte de Tamayo hacen que los tres capítulos se disfruten con emoción e interés, más de lo que merece lo que está sucediendo en la pantalla. Como he dicho al principio, este tipo de historias en televisión antes podían ir en cualquier magazine con mucho menos bombo.
Otra cosa es que la investigación periodística hubiese profundizado en tres aspectos del documental que solo aparecen de forma tangencial. El primero, los “amigos” que dan cobertura a Gros, un tejemaneje con las cuentas del banco para que pueda seguir disponiendo de dinero sin que le embarguen. Nada sabemos de esos encubridores que, por lo que parece, en realidad le estaban robando.
Y mucha más investigación hubiese sido averiguar quiénes fueron los responsables de todas las escuelas donde dio clase, coros, colonias, parroquias, etc… donde cometió sus abusos, pero no trascendieron. Aparecen víctimas de muchos años atrás que admiten que no hubo filtraciones de ningún tipo ¿Quiénes encubrían y cómo? ¿Con qué complicidades? Actualmente, esa pantalla de la religión es donde está realmente la noticia en estos casos.
Otra opción con la que tampoco contamos es el viaje al centro de la mente de un pederasta. Desde un primer momento, Tamayo no se atreve con ello. Lo dice abiertamente: tiene miedo a lo que puedan decir. Si le ha hecho propaganda a monstruo, si le ha dado un altavoz. Él solo persigue que pida perdón a sus víctimas. Mucho más delicado e incómodo hubiese sido dirigir todas esas largas conversaciones a un lugar en el que explique por qué hace lo que hace, por qué no es consciente del daño que hace. Ahí el público podría juzgar por sí mismo, pero ese no parece ser el objetivo. La producción audiovisual actual, y las nuevas generaciones, si algo no quieren es meterse en berenjenales. Sin embargo, dejar hablar a seres execrables para que se confíen y se vacíen no es nada novedoso, se ha hecho hasta con nazis.