Llega a un punto en que la escala de las cantidades, en metros o dinero, escapa a la comprensión humana. El diseñador y urbanista Jaime J. Izurieta lo escribía el otro día en twitter: “los barcos de carga y las granjas solares pueden escalarse casi de manera infinita. Pero los edificios, las calles o los muebles no pueden hacerse más grandes de manera efectiva. ¿Por qué? Porque somos humanos. Crecemos hasta un punto. Necesitamos la misma cama, silla o retrete en un apartamento de 60 metros cuadrados y en una mansión de 1.400. La escala es importante”. Y luego añadía en una conversación: “si lo piensas, muchos de los problemas actuales provienen de cosas que se han hecho demasiado grandes”.
No obstante, las cosas grandes nos siguen fascinando como especie. Las cosas grandes son producto de la imaginación de los humanos, fruto del refinamiento tecnológico y el avance de la ingeniería . Esas cosas grandes son hijas del poder y productos de los elaborados procesos de la industria de la construcción. Las cosas grandes son eso; cosas.
Aunque, como bien señalaba Izurieta, la escala de las personas ha sido la misma durante la historia de la especie, parece que el dogma del crecimiento infinito y la metáfora del avance hacia adelante nos han hecho obsesionarnos con la construcción de obras que se iban haciendo gigantes.
Hemos desarrollado, de manera casi religiosa, una tendencia a intentar resolver todos los problemas y desafíos que tenemos con la construcción de infraestructuras. Túneles para mejorar la movilidad, hospitales para la salud, colegios para la educación, museos para la cultura. Son iniciativas bienintencionadas que convierten en secundarias las alternativas de políticas públicas no basadas en poner hormigón.
La movilidad también se mejora fomentando que la gente camine, la salud con la prevención y la alimentación, la educación pagando mejor a los profesores, y la cultura garantizando los derechos a expresarse a través de la creación.
Si tomamos la definición académica de megaproyectos (esas cosas grandes a las que me estoy refiriendo), se trata de los proyectos de infraestructuras que requieren de una inversión de más de 1.000 millones de euros. Son proyectos complejos en cuanto a su ejecución y tienen impacto sobre más de un millón de personas. Tienen forma de Juegos Olímpicos, terminales aeroportuarias o trenes de alta velocidad. Como señala el profesor Julian Denicol de University College London, el número de megainfraestructuras se duplicará en el futuro inmediato y puede llegar a significar el 8% del GDP. El 98% de los megaproyectos vienen acompañados también por sobrecostes o graves retrasos.
Pero las cosas grandes tienen algunas ventajas evidentes. Por definición generan grandes impactos, se explican solas (¡las puedes ver claramente!). Y son por tanto potentes instrumentos comunicativos y son relativamente fáciles de gestionar. Las grandes cosas son una manera ágil de invertir dinero público. Una construcción de billones genera casi los mismos expedientes administrativos que otra, un centenar de veces más pequeña.
Es mucho más fácil explicar una nueva terminal de contenedores que un programa complejo de formación a trabajadores redundantes de una industria contaminantes. Es mucho más fácil de explicar y hacer un museo de arte contemporáneo que invertir en un millón de creadores individuales.
Por eso, a veces también, la respuesta a los excesos del infraestructurismo ha tomado forma de pequeñas intervenciones, a veces de carácter folclórico, y muy centradas en la proximidad. En el urbanismo han sido respuestas tácticas o de acupuntura, con impactos residuales y resultados controvertidos. Eso explica también que la maquinaria de las administraciones y la inversión a escala ciudad no haya cambiado cuantitativamente demasiado a pesar que los discursos políticos digan lo contrario.
No tengo la respuesta que defina exactamente el cómo. Pero pienso que es necesario escalar esas pequeñas intervenciones y generar mejores maneras de invertir mil millones de euros. Ante la opción de las megainfraestructuras, siempre contaminantes, ¿cómo podemos diseñar alternativas distribuidas, visibles y con impactos medibles y perceptibles? En el debate sobre ampliar o no (aero)puertos necesitamos alternativas de la misma dimensión. Con algunos carriles bicis y las superillas no nos vale.