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CRÍTICA DE CONCIERTO

Como un diamante

Vladimir Jurowski hizo un Mahler límpido y transparente, tras el Chopin donde Jan Lisiecki actuó como solista

13/12/2016 - 

VALENCIA. Cuando en febrero de 2015 Vladimir Jurowski dirigió a la orquesta del Palau de les Arts (que estaba entonces sin director titular), su manera de hacerlo sedujo al público, a la crítica y -todavía más- a los músicos. Y se lamentó mucho que no pudiera asumir la plaza vacante. El pasado domingo volvió Jurowski a Valencia, dirigiendo esta vez a la London Philharmonic Orchestra, de la que es titular. Fue en el Palau de la Música, que se llenó, como cabía esperar, hasta la bandera. 

Empezó la sesión con el Concierto núm. 1 para piano y orquesta de Chopin, que es, en realidad, el segundo de los que escribió. La obra, como sucede casi siempre con el compositor polaco, está pensada desde el piano, cuyos pentagramas son mucho más relevantes que los correspondientes a la orquesta, resultando a este nivel un poco descompensada. Jurowski hizo con ella lo único que podía hacer: proporcionarle al piano una alfombra confortable sobre la que desplegar toda la belleza que Chopin le destina, adaptarse a la dinámica y al fraseo del solista, respetar su sentido del rubato, poner en valor los apuntes de color que, sobre todo en la Romanza central, concibió el compositor para los instrumentos de madera, y darle a las danzas del Rondó el idiomatismo que merecen. 

Jurowski vino acompañado por Jan Lisiecki, un pianista de veintiún años que ya se atrevió con los dos conciertos de Chopin cuando sólo tenía catorce. La partitura del que tocó ayer está plagada de considerables dificultades para el solista, no sólo en el plano técnico, sino también en el interpretativo. Combina episodios de gran lirismo con otros de carácter rítmico, pasajes en acordes y recorridos a gran velocidad por el teclado. Por no hablar del tempo rubato, esa mágica flexibilidad que Chopin exige y que tantas veces se confunde con el amaneramiento. Lisiecki mostró una pulsación muy igualada, una velocidad que incluso pareció a veces excesiva, un vigoroso sentido rítmico y una delicadeza sin fisuras. Podría desearse, quizá, un sonido algo más pleno y redondo, y una agógica, por el contrario, más comedida. Pero también es cierto que, si lo toca así a los veintiún años, no cabe duda que podrá hacerse con todos los secretos del polaco. Los encendidos aplausos de la gente le arrancaron una bellísima propina, también de Chopin: el Nocturno en do sostenido menor, op. póstumo.

Si Chopin puso a prueba al pianista, Mahler vino luego, con la Cuarta Sinfonía, para hacer lo mismo con la orquesta y el director. Todas las secciones, con sus respectivos instrumentistas, quedan al descubierto, y cualquier fallo mínimo, sea de ajuste, de sonoridad o de carácter es percibido de inmediato. Se requiere, entonces, para dirigirla, una precisión de relojero. Pero la Cuarta es también una sinfonía llena de sentimiento, aunque para nada es sentimental. Las sensaciones son agridulces, el concepto resulta sardónico con frecuencia, y todo ello convive con episodios de un sincero arrobamiento. Por tanto, el director-relojero ha de ser también un artista de calado: hay que transmitir todas esas sensaciones sin perder ni un ápice de la emoción que encierran. Y hay que dejar desnudas al completo –porque Mahler así las presenta en la partitura- las contradicciones bruscas y hasta burlonas que conviven en ella.

En la versión de Jurowski se escucharon con nitidez todas las voces interiores, y son muchas. Mostró sin paños calientes las interrupciones que el compositor inflige a su propio discurso. Los sonidos extraídos de la orquesta fueron tan puros y transparentes que el tópico del diamante venía irremediablemente a la cabeza. Lo minúsculo, lo pequeño y lo cotidiano encontraban su lugar frente a lo amplio y lo ambicioso. El colorido y la “espacialidad” del sonido se materializaron con intensidad. La dinámica estuvo graduada con una rara destreza. Los silencios resultaban estremecedores. La tristeza serenísima del tercer movimiento tuvo que convivir con inquietantes glissandi que, en pianissimo, hacían labor de zapa... 

Para qué seguir. Lo cierto es que la atmósfera de la sala se fue tensando progresivamente, al unísono con los músicos y a lo largo de los tres primeros movimientos. En el último, donde una soprano enuncia las maravillas de la vida celestial, con una peculiar visión que las asimila a la comida (como señala Pérez de Arteaga, estamos ante un cielo para los pobres), se contó con Sofia Pomina, cuya voz, de timbre muy grato, no tuvo, sin embargo, la entidad suficiente para hacerse escuchar bien, produciéndose un cierto bajón al final de la obra.

En cualquier caso, esta versión de la Cuarta será difícil de olvidar. La disección inmisericorde que de ella hizo Jurowski, sin perder por eso ni la luz ni el encanto, justifica todavía más la fama de una batuta que convendría traer a Valencia todas las veces que se pudiera. No fue complaciente su lectura. No envolvió a Mahler en brumas románticas. Lo presentó acerado, tenso y contradictorio. 

Completamente limpio de polvo y paja.

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