Hoy es 15 de octubre
VALÈNCIA. Existen dos formas de no avanzar o de hacerlo con lentitud. La primera consiste en dejarse llevar por la inercia, admitiendo que las cosas a hacer y la forma de hacerlas se mantengan con modificaciones de escasa envergadura. La segunda se manifiesta cuando, recurrentemente, se adopta el cortoplazo como objetivo de las inversiones económicas.
En el primer caso se bloquea la introducción de innovaciones. Los economistas lo denominan path-dependency. Ocurre en la empresa cuando se plantea el cambio de un método de producción y/o la introducción de nuevos bienes y servicios y la dirección se opone a toda variación que se adjetive de profunda o radical: el peso del pasado estimula el horror al vacío en quienes sólo se sienten seguros y cómodos alterando lo imprescindible, ya sea por ideación propia o, a menudo, como consecuencia de las novedades incorporadas por los proveedores de maquinaria y equipamiento. En el segundo caso,-cortoplacismo-, se ignoran las tendencias económicas a medio y largo plazo, por más que se encuentren avaladas por una sólida evidencia académica y científica; resultado: se infravaloran sus consecuencias negativas sobre la empresa.
En la Comunitat Valenciana la desconfianza hacia la innovación se aprecia en el gasto innovador de las empresas. No basta con que éste muestre discretas progresiones si evidencia bajos niveles por trabajador, un reducido uso de protección internacional de la propiedad intelectual y un limitado número de productos disruptivos.
Del cortoplacismo son testimonio la ansiedad de alcanzar nuevos récords turísticos, la reducida atención prestada al valor intrínseco del territorio valenciano como activo de futuro para las siguientes generaciones, la miniaturización de las viviendas en convergencia con el agudo ascenso de los alquileres y el empeño puesto en la rapidísima proliferación de los apartamentos turísticos.
Las anteriores pautas de acción y evitación han estimulado una ideología económicamente conservadora en una parte del empresariado. Ésta tiende a canalizar sus inversiones hacia activos sin ambición novedosa y/o con abultada rentabilidad inmediata, lo que encorseta la transformación del conjunto de la economía valenciana. Ambas orientaciones no son nuevas ya que existe cierta continuidad temporal: en su día lo fue la comercialización especulativa de los cítricos, -una cuestión antigua, como se deduce de la resistencia a la introducción de normas de calidad durante la II República-, después advino el binomio construcción-inmobiliario y unas inversiones industriales ocasionalmente supeditadas a dicho binomio; y, ahora, lo son las inversiones destinadas a apartamentos turísticos, áreas logísticas y plantas de energías renovables, en particular las que reemplazan el activismo de la explotación agraria por la pasividad del rentista.
Fijémonos que, en los casos mencionados, con independencia de su predominancia temporal, lo que se ha utilizado como gran recurso ha sido el medio natural: ha sido éste, bien por su localización geográfica, bien como proveedor de suelo y clima, el que ha moldeado unas inversiones empresariales que generalmente, -y he aquí una evidencia más de su conservadurismo-, excluyen el uso intensivo de capital humano eI+D+i. Semejante totemización de lo que tenemos más a mano choca con lo que se aprecia en lugares como los países bálticos o Irlanda donde la reacción ante un capital natural con prontos agresivos no ha generado resignación sino la incorporación de intensas dosis deformación, ciencia y tecnología; y, de otra parte, el alumbramiento de activos económicos desvinculados de la naturaleza. De este modo se ha evidenciado que las cualidades de aquélla no tienen por qué aprisionar al individuo, la empresa y el gobierno cuando se reconoce e interioriza que la gran fuerza económica de un país, sometida a la voluntad humana, se encuentra, primero, en el talento, creatividad y educación de quienes lo pueblan; y. a continuación, en su cultivo y aprovechamiento para que en los bienes y servicios obtenidos por las empresas aniden características de muy difícil imitación por la competencia.
En este ecosistema proclive al cambio, a la introducción de estándares vanguardistas y de métodos y servicios inéditos y de creciente productividad, no importa que el sector guarde profundas raíces históricas, ni que sea tildado de maduro: es moneda corriente que se encuentren intersticios de novedad, experiencia y saber hacer capaces de mantener en tensión creativa las redes productivas locales. En Finlandia, por ejemplo, la madera, -un bien tradicional-, se ha transformado en material apto para la construcción de pesadas infraestructuras y sus astilleros, antaño melancólicos, son ahora viveros de cruceros y yates altamente sofisticados.
Llegados a este punto, conviene preguntarse si la extensión del conservadurismo económico valenciano, inclusivo de la path dependency y del cortoplacismo, no están castrando de algún modo la presencia empresarial en nuevos campos que aportan un crecimiento realmente sostenible, diversificación sectorial y un uso más eficiente del capital humano existente. Y, asimismo, si no se está renunciando aun mayor valor añadido global y, por tanto, a potenciales y persistentes progresos en salarios y beneficios. Ejemplos de empresas que lo han conseguido no faltan y, de hecho, suelen estar presentes entre las premiadas por diferentes instituciones y organizaciones económicas valencianas como representativas de esa otra forma de hacer negocios, afín a la innovación y al capital paciente, que no se conforma con aprovechar, explosivamente, la vecindad de una naturaleza generosa. Empresas demostrativas de que las tendencias internacionales no nos son ajenas, en contraste con la ideología empresarial escorada hacia lo más fácil e inmediato, tan conocido como susceptible de fácil imitación y reproducción.
En esa ideología empresarial conservadora prospera la exagerada intensidad con que se reverencian las infraestructuras físicas, dejando en un discreto y alejado plano las destinadas a la obtención de intangibles (invito a que se calculen sus respectivas aportaciones a la productividad). No es suficiente algún discurso ocasional cuando, de puertas adentro, se considera que la libertad de empresa exime a los representantes empresariales de acciones y orientaciones que amplíen las perspectivas de sus asociados. Y todo ello se produce con un punto político llamativo: no se batalla desde aquellas instancias para que la Generalitat plantee recibir encomiendas de la administración central destinadas a la ejecución y gestión de inversiones y servicios estatales.
Seguro que, además de la periódica y necesaria vigilancia de las obras del Corredor Mediterráneo, existe lugar, en la agenda y ambición del empresariado valenciano, para añadir prioridades públicas y nuevas metas internas transformadoras y de luces largas. O, como mínimo, para debatir su introducción en la almendra de las posiciones institucionales. Sacudir el conformismo y la inercia también le compromete porque, si la empresa es muy importante, tanto al menos lo es su responsabilidad social. Como ha recordado Jaime Malet en relación a los fines de la empresa, además del Friedman (Milton) está el Friedman (Edward). Y, sin ir tan lejos, ETNOR o FEMEVAL cuando, recientemente, reclamaba “un cambio estructural” que apostase por la productividad y el talento.