La covid llegó a nuestras vidas sin avisar, con una virulencia desconocida en tiempos modernos. De manera terrible, puso patas arriba nuestra forma de vida y aquello que creíamos conocer y controlar. El mito del Homo Deus teorizado por Harari, esa suerte de demiurgo el que nos habíamos convertido, o al que al menos aspirábamos, se vino abajo. Nos vimos reflejados ante nuestro propio espejo, y no nos quedó más remedio que admitir nuestra propia vulnerabilidad.
La necesidad obliga, y después de seis meses hemos ido aprendiendo a convivir con la situación. La mascarilla se ha convertido en una prenda habitual e imprescindible de nuestra indumentaria. Calificamos los geles hidroalcóholicos en función de su olor o viscosidad, la imposibilidad de abrazarnos y besarnos se ha convertido en un nuevo patrón de comportamiento social.
Cambios profundos en nuestra vida, generadores de alteraciones físicas, psicológicas y sociales, que con perspectiva histórica habrá tiempo de analizar de formas más rigurosa.
Pero me quiero detener en un efecto perverso de nuestro presente. El miedo.
Y sí, el miedo es inherente al ser humano. Tenemos miedo a lo desconocido, a la pérdida de un ser querido, a lo que nos somos capaces de entender o controlar. Anticipamos lo negativo que pueda ocurrir y eso nos provoca miedo. Los efectos de la covid son tan terribles y somos tan conscientes de ellos que resulta sencillo anticiparlos. Y el miedo inevitablemente resurge.
El miedo nos paraliza, limita nuestras capacidades, es un elemento de cambio estructural de la sociedad. Guerras provocadas por el miedo, gobiernos derribados por el miedo, democracias recortadas con la excusa de la protección ante un miedo previamente inoculado en la sociedad, son ejemplos de su fuerza.
Sin ir más lejos, este verano hablando con amigos hosteleros me decían que veían una seriedad en el rictus de los clientes que no se daba en otras temporadas estivales. Además, estas últimas semanas hemos visto incrementar el número de contagiados y, sinceramente, provoca inquietud. Y el miedo reaparece con mayor virulencia impregnando nuestras vidas.
Para combatir el miedo, se nos presentan diferentes caminos. Me detendré exclusivamente en dos.
Por un lado, los poderes públicos, y especialmente hablo de los partidos políticos, tenemos la obligación de abstenernos de perjudicar el estado de ánimo de la sociedad. Hablo de reforzar la institucionalidad. Es una obligación de todos los partidos políticos dar normalidad a las instituciones. Y esto pasa por la renovación de los órganos constitucionales, la aprobación de presupuestos ajustados a la nueva realidad provocada por la covid, desterrando, además, el alarmismo interesado por cuestiones electoralistas. No entro en la utilización de los poderes del estado para tapar casos de corrupción, como parece ser la Operación “Kitchen”, de eso ya tendremos tiempo de hablar.
La política no lo soluciona todo, pero los partidos políticos no podemos ser un obstáculo para la recuperación. Es obligación de todos dar certezas dentro de la incertidumbre.
Por otro, la pandemia impone un marco comunicativo necesariamente riguroso. En ocasiones, el tratamiento informativo de la covid se convierte en una suerte de “Carrusel Deportivo” en el que se actualiza sin más el número de contagiados, con la ausencia de datos de contexto. Y es cierto que la cultura del “clickbait” y la preocupante disminución del número de periodistas no ayuda. Pero debemos salvar estos obstáculos.
Sin duda existen variables que justifican un horizonte de esperanza: la letalidad del virus es la más baja desde el inicio de la pandemia, tenemos un sistema de salud público más preparado, existe una mayor detección precoz de los casos, así como una mejora, aún insuficiente, de los datos económicos y de empleo.
Esto no significa relajación, el virus sigue conviviendo entre nosotros, pero sí un cambio de actitud. Una vigilancia serena, confiando en los especialistas que asesoran a los poderes públicos, unido a una mayor conciencia ciudadana de respeto de las normas y recomendaciones sanitarias. Pero alejando el miedo de nuestras conciencias. Hasta la aparición de la ansiada vacuna deberemos aprender a convivir con él.
Esta semana comenzó el curso escolar, y muchos hemos visto el vídeo, emitido por Apunt, de una alumna a las puertas del cole que decía sobre la mascarilla “es un poquito peor porque no puedes respirar del todo, pero no pasa nada, es mejor eso que morirse”.
Toda una declaración de sentido común y de adaptación a las nuevas circunstancias. No es un ejemplo aislado. Greta Thunberg ya sensibilizó al planeta con los efectos del cambio climático enseñándonos el camino por el que transitar.
Probablemente sea cierto que los niños son los que mejor están sabiendo sobrellevar esta pandemia, sin miedo. Los más pequeños vuelven a darnos otra lección de ciudadanía.
Cuando se visita en Washington el Franklin Delano Roosevelt Memorial National, grabado en piedra se puede leer su célebre cita “a lo único que debemos tenerle miedo es al miedo mismo". Certeza fundamental en tiempo de incertidumbre: el miedo no es una opción. La esperanza es obligada.